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sábado, 28 de julio de 2018

Humanae vitae: una encíclica valiente pero no profética (Roberto de Mattei)



Reproducimos el texto de una entrevista de Diane Montagna al profesor Roberto de Mattei publicada en el portal canadiense LifeSiteNews el 24 de julio de 2018

El 25 de julio de 1968 Pablo VI publicó la encíclica Humanae vitae. Cincuenta años después, ¿cuál es su juicio histórico de la misma?

Humanae vitae es una encíclica de gran relevancia histórica, porque recuerda que existe una ley natural inmutable en una época en que el punto de referencia de la cultura y de las costumbres era la negación de unos valores que son permanentes a lo largo de la historia.

El documento de Pablo VI fue además una respuesta a la revolución eclesiástica que desde la clausura del Concilio Vaticano II atacaba a la Iglesia desde dentro. Hay que dar las gracias a Pablo VI por no ceder a las tremendas presiones de los medios y los grupos de presión que pretendían modificar las enseñanzas de la Iglesia en este sentido.

Contra lo que muchos afirman, usted sostiene que Humanae vitae no fue un documento profético. ¿Por qué?

En el lenguaje corriente se entiende por profecía la capacidad de prever sucesos futuros a la luz de la razón iluminada por la Gracia. Desde esta perspectiva, en los años del Concilio Vaticano II fueron profetas 500 padres conciliares que exigieron la condena del comunismo previendo que por ser un mal intrínseco se desmoronaría pronto, mientras que no fueron profeta los que se opusieron a dicha condena, convencidos de que el comunismo tenía su lado bueno y duraría siglos. En aquellos mismos años se difundió el mito de la explosión demográfica, y todos hablaban de la necesidad de reducir el número de nacimientos.

No fueron profetas aquellos que, como el cardenal Suenens, pidieron que se autorizara la anticoncepción para limitar los nacimientos, mientras que sí lo fueron padres conciliares como los cardenales Ottaviani y Browne, que se oponían dichas demandas recordando las palabras del Génesis, creced y multiplicaos. El problema que afronta actualmente el Occidente cristiano no es desde luego el de la superpoblación, sino el desplome demógrafico. Humanae vitae no fue una encíclica profética, porque aceptaba el principio de la regulación de nacimientos, bajo la forma de una paternidad responsable, aunque sí fue un documento valiente porque reiteraba la condena de los métodos anticonceptivos y del aborto. En este sentido sí que merece conmemorarla.

Algunos han insinuado que Humanae vitae presenta una nueva doctrina, recordando la inseparabilidad de los dos fines del matrimonio, el procreativo y el unitivo, y colocándolos en pie de igualdad. ¿Está de acuerdo?

La inseparabilidad de los fines del matrimonio es parte de la doctrina de la Iglesia, y Humanae vitae lo recuerda como es debido. Ahora bien, para evitar malinterpretaciones, es importante recordar que hay una jerarquía de los fines. Según la doctrina de la Iglesia, el matrimonio es, por naturaleza, una institución de carácter jurídico-moral, elevada por el cristianismo a la dignidad de sacramento. Su fin principal es la procreación, que no es una mera función biológica ni puede separarse del acto conyugal.

Es más, el matrimonio cristiano tiene por objeto dar hijos a Dios y a la Iglesia para que sean futuros ciudadanos del Cielo. Como enseña Santo Tomás (Summa contra gentiles, 4, 58), el matrimonio hace a los esposos «propagadores y conservadores de la vida espiritual», la cual consiste en engendrar la prole y educarla para el culto divino. Los padres no comunican directamente la vida espiritual a sus hijos, pero deben encargarse de su formación, transmitiéndoles el legado de la fe, empezando por el bautismo. A este objeto, el fin principal de matrimonio supone también la educación de los hijos; obra que, como afirmó Pío XII en un discurso el 19 de mayo de 1956, por su alcance y sus consecuencias sobrepasa ampliamente la de la generación.

¿Qué autoridad magisterial tiene la Humanae vitae?

A fin de atenuar el desencuentro doctrinal con los católicos partidarios del control de natalidad, Pablo VI no quiso dar un carácter definitorio a la encíclica. Pero la condena de la anticoncepción sí puede considerarse un acto infalible del magisterio ordinario, por cuanto reitera lo que siempre se ha enseñado: que todo uso del matrimonio en que se impida por medio de métodos artificiales el acto conyugal de transmitir la vida vulnera la ley natural y constituye una culpa grave. La primacía conyugal de procrear también se puede considerar doctrina infalible del magisterio ordinario, porque, afirmada de modo solemne por Pío XI en Casti connubii, la reiteró Pío XII en su fundamental Discurso a las comadronas del 29 de octubre de 1951.

Pío XII declara sin ambigüedades: «La verdad es que el matrimonio, como institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aunque también los haga la Naturaleza, no se encuentran en el mismo grado del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente subordinados. Esto vale para todo matrimonio, aunque sea infecundo; como de todo ojo se puede decir que está destinado y formado para ver, aunque en casos anormales, por especiales condiciones internas y externas, no llegue nunca a estar en situación de conducir a la percepción visual.».

A este respecto el Papa recuerda que la Santa Sede, en un decreto público del Santo Oficio, «decretó que no podía admitirse la opinión de algunos autores recientes que negaban que el fin primario fuera la procreación y la educación de la prole, o bien enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al primario, sino que son equivalentes e independientes de él» (S.C.S.Officii, 1 de abril de 1944, Acta Apostolica Sedis vol.36, año 1944).

En su artículo, usted pone de relieve que un elemento nuevo que surge del libro de monseñor Marengo es el texto completo del primer borrador de la encíclica de Pablo VI, que llevaba por título De nascendi prolis. Esta encíclica se convirtió más tarde en la Humanae vitae. ¿Nos podría decir algo sobre dicha transformación?

La historia de la Humanae vitae es compleja y turbulenta. Empieza por el rechazo, por parte de los padres conciliares, del esquema preparatorio sobre la familia y el matrimonio redactado por la comisión preparatoria del Concilio y aprobado por Juan XXIII. El principal artífice del cambio de rumbo fue el cardenal Leo-Joseph Suenens, arzobispo de Bruselas, que influyó profundamente en la declaración Gaudium et spes, y dirigió la comisión ad hoc sobre la regulación de nacimientos nombrada por Juan XXIII y ampliada por Pablo VI.

En 1966 esa comisión elaboró un texto en el cual la mayoría de los redactores se declaraba a favor del control de natalidad. Siguieron dos años de polémica y confusión, como confirman los documentos que acaba de publicar monseñor Marengo. Al informe de la mayoría, dado a conocer en 1967 por el National Catholic Report, se contrapone un informe de la minoría que se oponía al empleo de métodos anticonceptivos. Pablo VI nombró entonces un nuevo grupo de estudio, dirigido por su teólogo, monseñor Colombo. Al cabo mucho debate se llegó a la redacción de De nascendi prolis, pero entonces se produjo un giro inesperado, porque los traductores franceses expresaron serias reservas sobre el documento. Pablo VI hizo nuevas modificaciones, y finalmente, el 25 de julio de 1968, se publicó Humanae vitae.

La diferencia entre ambos documentos radicaba en que el primero era de naturaleza más doctrinal y el segundo tenía un carácter más pastoral. Según monseñor Marengo, se percibía «la voluntad de evitar que el empeño de lograr claridad doctrinal se interpretase como rigidez insensible». Aunque se confirmaba la doctrina tradicional de la Iglesia, la doctrina de los fines del matrimonio no se expresaba con suficiente claridad.

Dice usted en su artículo que Juan Pablo recalcó enérgicamente las enseñanzas de Humanae vitae, pero que el concepto de amor conyugal que se difundió durante su pontificado a dado origen a numerosos malentendidos. ¿Podría decirnos algo más a este respecto?

Guardo gratitud a Juan Pablo II por su clara reiteración de los absolutos morales que hizo en Veritatis splendor. Pero la teología del cuerpo de Juan Pablo II, tomada en parte del nuevo Código de Derecho Canónico y del nuevo Catecismo, expresa un concepto del matrimonio centrado casi exclusivamente en el amor conyugal. Al cabo de cincuenta años es necesario tener el valor para hacer una reevaluación objetiva de la cuestión, con la única motivación de la búsqueda de la verdad y del bien de las almas.

Los frutos de la nueva pastoral están a la vista de todos. El control de natalidad goza de amplia difusión en el mundo católico, y se lo justifica con un concepto distorsionado del amor y el matrimonio. Si no se deja sentada la jerarquía de los fines, se corre el riesgo de que suceda precisamente aquello que se quiere evitar, es decir, la tensión, el conflicto y, en definitiva, la separación de los dos fines del matrimonio.

Pero, ¿acaso el vínculo matrimonial no es también símbolo de la unión íntima de Cristo con la Iglesia?

Efectivamente, pero la célebre expresión de San Pablo (Ef. 5, 32) se suele aplicar casi siempre al acto conyugal, aunque el amor conyugal no es sólo amor sensible, sino ante todo amor racional. El amor racional, elevado por la caridad, se convierte en una forma de amor que sobrenatural y santifica el matrimonio. El amor sensible puede degradarse hasta considerar la persona del cónyuge como un objeto de placer. Este peligro se corre tambiénn cuando se pone excesivamente el acento en el carácter esponsalicio del matrimonio.

Es más, refiriéndose a la ilustración de la unión de Cristo con su Iglesia, Pío XII afirmó: «Tanto en el uno como en la otra la donación de sí es total, exclusiva e irrevocable. Tanto en un caso como en otro el esposo es cabeza de la esposa, que le está sujeta como al Señor (cf. íbid., 22-33); tanto en el uno como en la otra la donación mutua se convierte en principio de expansión y fuente de vida» (Discurso a los nuevos esposos, 23 de octubre de 1940).

Hoy en día se pone el acento exclusivamente en la donación recíproca, y se pasa por alto que el hombre es cabeza de la mujer y de la familia, así como Cristo lo es de la Iglesia. La negación implícita de la primacía del marido sobre la mujer es análoga a la negación de la prioridad del fin procreativo sobre el unitivo, lo cual introduce en el seno de la familia una confusión de funciones cuyas consecuencias estamos presenciando actualmente.