Un pastor inglés ha tenido la osadía de escribir un libro sobre la tolerancia de Jesucristo, y el filósofo de Ginebra ha dicho, hablando del Salvador de los hombres: “Yo no veo para nada que mi divino Maestro se haya andado con ambigüedades acerca del dogma”.
Nada más cierto, mis hermanos: Jesucristo no se ha andado para nada con ambigüedades acerca del dogma. Él ha traído a los hombres la verdad, y ha dicho: “Si alguno no fuera bautizado en el agua y en el Espíritu; si alguien rehusase comer de mi carne y beber de mi sangre, no tendrá ninguna parte en mi reino”.
Lo reconozco, allí no hay ninguna ambigüedad: es la intolerancia, la exclusión más indudable, la más franca. Y además, Jesucristo ha enviado a sus Apóstoles a predicar a todas las naciones, es decir, a violentar todas las religiones existentes para establecer la única religión cristiana por toda la tierra y sustituir, por la unidad del dogma católico, todas las creencias adoptadas por los diferentes pueblos.
Y previendo las revueltas y las divisiones que esta doctrina va a provocar sobre la tierra, Él no se detiene y declara que no ha venido a traer la paz sino la espada, a encender la guerra no solamente entre los pueblos sino aun en el seno de una misma familia, y separar — al menos en cuanto a las convicciones — a la esposa creyente del esposo incrédulo, al yerno cristiano del suegro idólatra. Esto es así, y el filósofo tiene razón: “Jesucristo no se ha andado con ambigüedades acerca del dogma”.
El mismo sofista dice en otro lugar : “Yo hago como San Pablo y coloco la caridad por encima de la fe. Pienso que lo esencial de la religión consiste en que, en la práctica, no solamente es preciso ser hombre de bien, humano y caritativo, sino que a todo el que es verdaderamente tal le basta con creer para ser salvado, no importa cuál religión profese”.
Tenemos ciertamente, mis hermanos, un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin la fe es imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no está de manera alguna dividido, que en Él no existe el sí y el no: solamente el sí; de San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a evangelizar con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario declararlo anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que marcha derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo, reduciendo todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo!
Se nos habla de la tolerancia de los primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles. Mis hermanos, ¡ni lo penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa. En tiempos de la predicación de los Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa tolerancia dogmática tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente falsas e igualmente erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían la guerra; como todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que demonios — no eran para nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está divido contra sí mismo. Roma, al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus divinidades, y el estudio de su mitología se complicaba en la misma proporción que el de su geografía.
El triunfador que subía al Capitolio hacía marchar delante suyo a los dioses conquistados, con mayor orgullo aún con el que arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud de un senado-consultor, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo con el territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el imperio.
El cristianismo, al momento de aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son esquemas históricos de indudable valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su primera aparición, no fue rechazado de plano.
El paganismo se preguntaba si, en lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo, tanto como a Abraham entre las divinidades de su oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar proponer rendirle homenajes solemnes.
Fragmento de sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
El mismo sofista dice en otro lugar : “Yo hago como San Pablo y coloco la caridad por encima de la fe. Pienso que lo esencial de la religión consiste en que, en la práctica, no solamente es preciso ser hombre de bien, humano y caritativo, sino que a todo el que es verdaderamente tal le basta con creer para ser salvado, no importa cuál religión profese”.
Tenemos ciertamente, mis hermanos, un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin la fe es imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no está de manera alguna dividido, que en Él no existe el sí y el no: solamente el sí; de San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a evangelizar con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario declararlo anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que marcha derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo, reduciendo todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo!
Se nos habla de la tolerancia de los primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles. Mis hermanos, ¡ni lo penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa. En tiempos de la predicación de los Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa tolerancia dogmática tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente falsas e igualmente erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían la guerra; como todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que demonios — no eran para nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está divido contra sí mismo. Roma, al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus divinidades, y el estudio de su mitología se complicaba en la misma proporción que el de su geografía.
El triunfador que subía al Capitolio hacía marchar delante suyo a los dioses conquistados, con mayor orgullo aún con el que arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud de un senado-consultor, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo con el territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el imperio.
El cristianismo, al momento de aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son esquemas históricos de indudable valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su primera aparición, no fue rechazado de plano.
El paganismo se preguntaba si, en lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo, tanto como a Abraham entre las divinidades de su oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar proponer rendirle homenajes solemnes.
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Fragmento de sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)