Ha dicho Joseph Cardenal Tobin, Arzobispo de Newark, que no es consciente de que exista una ‘subcultura gay’ en el clero de su diócesis, al tiempo que ha enviado a todos sus sacerdotes una carta imponiendo la ‘omertà’, la ley del silencio.
Y el cardenal, miembro de honor del círculo de McCarrick hasta que el ex cardenal se volvió ‘radioactivo’, que estaría llamándose o llamándonos imbéciles si entendemos por sus palabras que desconoce que en su diócesis las relaciones homosexuales del clero son cosa común, dice, sin embargo, la verdad: no hay nada de ‘sub’ en una cultura que prácticamente se ha convertido en la cultura principal en buena parte de las diócesis americanas… Y no americanas.
Basta leer por encima el siempre aleccionador blog de Joseph Sciambra para advertir que la promoción de la homosexualidad es moneda corriente en el clero a lo largo y ancho de la geografía estadounidense, ya en forma de ceremonias de ‘acogida’ y ‘encuentro’, ya en las homilías y en el confesionario, negando que lo que la doctrina considera un gravísimo pecado lo sea en absoluto.
Algún lector podría achacar a una empecinada homofobia la insistencia de esta publicación en la existencia de poderosas redes homosexuales dentro del clero católico y su importancia clave en la cadena de abusos que solo ahora empieza a revelarse, una vez más, después del gran escándalo de 2002. Hemos llamado la atención, últimamente, sobre la clamorosa ausencia de toda referencia a la homosexualidad -a la castidad, incluso- en la reciente carta de Su Santidad al Pueblo de Dios.
Pero no, créanme, no es obsesión extemporánea ni conspiracionismo homófobo: es absolutamente real. Detrás de aquellos abusos que son directamente delito, por tratarse de menores de edad, hay muchos otros que son simples abusos de autoridad, y muchísimos más que se consienten sin problemas porque se trata de ‘parejas’ de adultos en los que ambos consienten.
¿Cómo es posible que se haya llegado a esto? Porque Roma no ha cambiado -ni podría hacerlo- un ápice su doctrina sobre la grave ilicitud de las relaciones homosexuales -denominadas con el más antiguo término de sodomía-, ni los obispos que la toleran, la disculpan y la amparan tampoco se han declarado en abierta rebeldía contra Roma.
Pero lo que sucede con la homosexualidad se reproduce en otros ámbitos, muy especialmente en lo que se refiere a la moral sexual que, a todos los efectos, ha dejado de predicarse, enseñarse o exhortarse en amplísimas zonas de la Iglesia occidental.
Es lo que se conoce como ‘la Tregua del 68’, el año en que Pablo VI promulgó su encíclica Humanae Vitae, en la que condenaba como ‘intrínsicamente inmorales’ los métodos anticonceptivos artificiales.
Con la Humanae Vitae -de la que se cumple ahora medio siglo y que se disponen a ‘revisar’-, Pablo VI no hizo otra cosa que confirmar y aplicar al tiempo presente la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio y la sexualidad. Pero, y esto es lo que nos atañe, se negó a disciplinar a los obispos y sacerdotes que rechazaron la doctrina expresada en la encíclica, que no eran precisamente pocos.
A menudo, cuando en el Imperio Español no se ponía el sol, el rey enviaba un decreto a alguno de sus remotos virreinatos que, en su recepción, no podían o no convenía aplicarse porque las circunstancias habían cambiado o porque resultaba imposible. En esos casos, el virrey recibía la orden señalando: “se acata pero no se cumple”. Algo parecido es lo que tenemos en buena parte de la Iglesia desde el 68: la Humanae Vitae, como casi toda la moral sexual de la Iglesia, se ‘acata’ -es decir, no hay una rebelión explícita contra ella-, pero se la ignora y contradice sistemáticamente.
Una reedición de esa tregua, más pertinente a la situación que ahora vivimos, se produjo en 2005, cuando Benedicto XVI dio a los obispos de todo el mundo instrucciones para que no se ordenase a varones “con tendencias homosexuales profundas”. Aunque ningún obispo tuvo los redaños de oponerse abierta y públicamente a la decisión del Santo Padre -reiterada recientemente por Francisco-, muchísimos de ellos se limitaron a ignorarla. Ni siquiera es desusado que permitan romances homosexuales a sus sacerdotes, mientras todo esté dentro de la ley y sean discretos. Y, sobre todo, que no desafíen abierta e inequivicamente la doctrina de la Iglesia.
Las consecuencias de esta incómoda tregua han sido desastrosas. Quien no cree en una doctrina no va a vivirla, ni enseñarla, ni predicarla. Por otra parte, quien no hace pública su oposición, no permite la necesaria clarificación. Es como vivir con un secreto de familia, algo que todo el mundo sabe pero todo el mundo niega. Nadie está contento, porque los fieles no ven predicada la verdad católica íntegra, ni los revolucionarios tienen la doctrina que querrían ver hecha pública y asentada.
Por eso resulta especialmente doloroso que, ni siquiera en medio de una crisis que amenaza gravísimamente con destruir la credibilidad de la Iglesia, sea capaz el Santo Padre de pronunciar la palabra, de reconocer el hecho, de clarificar un malentendido que se vuelve ya insostenible y que está en la base misma de todo este escándalo.
Carlos Esteban