El silencio de los prelados, queremos decir. Cuatro obispos americanos han dado un paso al frente para pedir que se investigue, para alabar a Viganò, para juzgar creíble su informe o para las tres cosas.
Puede pensarse que cuatro son pocos entre 194 diócesis que hay en Estados Unidos, pero quizá lo más significativo sea que los únicos que se han pronunciado públicamente contra el informe -Tobin, Cupich, Wuerl- aparecen citados en él y no precisamente para bien. Ninguno de los tres, por otra parte, ha negado los hechos principales, otro dato revelador.
Pero si el episcopado calla en un ominoso silencio, siguiendo en esto al propio Santo Padre, su numeroso ejército de sicofantes en los medios ya se ha lanzado, no a investigar lo que pueda haber de verdad en los datos ofrecidos por Monseñor Viganò, ni siquiera a refutar documentalmente sus afirmaciones, sino a destrozar su fama y cuestionar su credibilidad.
En toda la espantosa crisis de la pederastia clerical en Estados Unidos, Chile, Honduras y otros países y su encubrimiento por la jerarquía eclesiástica, al igual que sucediera en 2002, la gran pregunta es: ¿por qué no denunciaron las víctimas? Si su inmediato superior no respondía a los cargos, ¿por qué no acudir a una instancia más alta, incluso a la prensa?
La respuesta, más que evidente, está por todas partes. Por fijarnos en un solo caso, menor, anecdótico, mezquino, está en las páginas de ABC, en un artículo de Juan Vicente Boo titulado ‘Las polémicas que persiguen al exnuncio que criticó al Papa’. Es algo que estamos acostumbrados a ver en la vida política, pero que duele especialmente en el seno de la Iglesia.
He leído articulo tras artículo de los ‘buenos’ demonizando a quienes denunciamos estos casos, alegando que causamos escándalo y damos una imagen falsa e innecesariamente negativa.
Es curioso, porque Cristo nos dice en el Evangelio que “la verdad os hará libres”, y que "todo lo que está oculto será revelado".
Es curioso, porque juraría que el escándalo lo dan los sacerdotes que cometen estos abusos y los obispos que encubren sus fechorías.
Es curioso, porque la bola de nieve que lleva rodando décadas y que se ha dejado crecer hasta llegar a esta espantosa situación se ha creado, precisamente, porque se calló en su momento “para no causar escándalo ni dar una imagen falsa en innecesariamente negativa” de la Iglesia”.
Es curioso, porque el Papa está diciendo todo lo contrario, al igual que todas las conferencias episcopales del mundo. En su reciente carta al pueblo de Dios, como reacción al informe del gran jurado de Pensilvania, el Papa, como ya lo ha hecho otras veces desde que a comienzos de su pontificado proclamara su política de ‘Tolerancia Cero’, ha animado a las víctimas a denunciar y a la Iglesia en su conjunto a acoger estas denuncias con respeto e investigarlas, sin miedo a represalias.
¿Por qué no se denuncian estas conductas que piden la venganza del Señor, por emplear un lenguaje bíblico muy al caso?
Precisamente por esto. Porque quien lo haga se verá vejado, se cuestionarán todas sus motivaciones con la peor intención, se retorcerán sus declaraciones, se escarbará en su basura, se pondrá en duda su carácter y su moralidad, se resucitarán todos sus ‘pecadillos’ y, en fin, se le someterá a un escrutinio malintencionado para desacreditarle. Todo, en fin, menos comprobar la veracidad de sus acusaciones.¿A quién puede compensarle pasar por todo esto? Viganò, al final, no es víctima de abusos, pero imagínese a alguien que sí lo fuera, y que después de haber pasado el infierno del acoso o la violación tuviera que someterse a esta segunda sesión de tortura, con el aplauso, además, de tantos ‘buenos’.
Naturalmente, nos hemos quedado en el ‘asesinato de carácter’. Pero hay más, que no por nada está en paradero desconocido el arzobispo.
¿Qué creen que le pasa al seminarista que denuncia que el acoso homosexual es moneda corriente en su seminario? El acoso al que se le puede someter es difícil de imaginar. Puede llegar a la expulsión, aunque normalmente el propio seminarista prefiere dejar el centro antes que eso. Una vocación sacerdotal a la basura.
Si es un sacerdote, su obispo tiene mil formas de sancionarle sin necesidad de hacerlo público u oficial. Basta que lo mande a los peores destinos, y que le convierta en un verdadero paria.
No es cosa de la Iglesia, naturalmente; es cosa del poder y la propia condición humana. Denunciar al poderoso es excepcional porque ‘poderoso’ significa exactamente eso: que puede. Que puede hacerte la vida imposible, que puede destruir tu imagen y tu carrera y convertir a muchos de tus compañeros y seres queridos en enemigos.
Eso es el clericalismo, que el Papa denunciaba en su carta como raíz del problema: que la Iglesia se ha convertido en una estructura de poder. Quizá sea inevitable, probablemente lo sea, por su vertiente de institución humana. El verdadero problema es cuando ya es solo o principalmente una estructura de poder.
En Infovaticana nos llevamos bofetadas todos los días, y especialmente de los ‘buenos’, algunos cercanísimos personalmente. No es nada agradable, créanme, que personas a las que quieres piensen que estás dañando a la Iglesia. Pero no nos vamos a callar.
Vamos a hacer lo que el Papa, al menos en sus declaraciones públicas, nos recomienda, precisamente porque creemos que esta crisis de la Iglesia ha sido una crisis de clericalismo y de silencio y de miedo a que entre la luz.
Y porque hacemos nuestras las palabras de Santa Catalina de Siena -a quien nuestros ‘buenos’ habrían criticado-, cuando decía en tiempos aún más convulsos:
“¡Basta de silencios!¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!”
Carlos Esteban