Que un diario pida la dimisión del Papa debería ser más o menos indiferente para el fiel católico, una mera curiosidad para la prensa generalista, por muy importante y prestigioso que sea el medio. Pero puede ser muy significativo: Cuando se trata de una cabecera, The Washington Post, que se ha distinguido en la alabanza a Francisco y sus ‘nuevos aires’, la cosa tiene mayor importancia.
De hecho, no es una exageración decir que los grandes medios de Occidente han sido, casi desde el primer día, grandes valedores de este pontificado. Los mismos grandes diarios y cadenas de televisión que tuvieron a Juan Pablo II y Benedicto XVI en su punto de mira, y no con las mejores intenciones, han saludado con extraordinaria simpatía la mayor parte de las iniciativas más sonadas de Francisco. Incluso fue Persona del Año de la prestigiosa revista TIME a poco de iniciar su andadura papal.
Francisco puede haber sembrado la perplejidad y cierta confusión entre los fieles, o un sector significativo de los fieles, pero sus preocupaciones y declaraciones más conocidas estaban magníficamente alineadas con lo que los medios occidentales tienen por lo común como dogmas de la modernidad: las excelentes relaciones con la ONU, el entusiasmo por la inmigración masiva, la alarma ante el Cambio Climático y su mal disimulada antipatía por ‘populistas’ como Trump o Salvini.
Incluso el hecho de que haya dejado de insistir en todo aquello que en la doctrina católica resulta intolerable para la opinión publicada, desde ese “aborto por el que los católicos no debemos obsesionarnos” hasta el abierto y ambiguo “¿quién soy yo para juzgar?” sobre la homosexualidad, pasando por sus nombramientos y simpatías, todo ha logrado que ‘el mundo’ le haya acogido casi con veneración.
Por eso es significativo y alarmante lo del Washington Post. Después de todo, es el diario de la capital, la archidiócesis del malo principal de esta horrible pesadilla de abusos, el ex cardenal Theodore McCarrick, y ahora de uno de sus miñones, Donald Wuerl, citado numerosas veces en el informe del gran jurado de Pensilvania.
Encubrir el abuso de niños no puede dar buena prensa, es natural, y al Washington Post no le ha convencido la carta del Papa al Pueblo de Dios en la que confesaba “vergüenza y dolor”.
Se lee en el diario: “Este horror tiene autoría, y entre los muchos nombres del escándalo se encuentra el de Wuerl. Y con el ‘mea non-culpa’ de “todo el mundo tiene la culpa” del Papa Francisco del lunes, su nombre también está en la lista. Wuerl tiene que dimitir. Y la iglesia estaría mejor con dos papas retirados y un nuevo hombre absolutamente dedicado a apoyar a los reformadores, no a suprimirlos”.
Por otra parte, el periódico ensalza la actitud de dos prelados estadounidenses contra la pedofilia. Precisamente dos prelados que han sido ‘castigados’ por Bergoglio sin capelo, a pesar de ser un clamor para el catolicismo estadounidense: El arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, y el de Los Ángeles, José Horacio Gómez, el primero por haber hecho un excelente trabajo investigando a la Legión de Cristo y el segundo por haber sido implacable con su predecesor, el encubridor cardenal Mahony a quien el Papa ha rehabilitado y encomendado responsabilidades públicas desautorizando al propio Gómez.
Debe de doler. Nada de esto, repetimos tendría otra importancia que la anecdótica si la Iglesia hubiera mantenido con el mundo -en su sentido teológico- las distancias que antaño se consideraban normales, en lugar de haber pisado el acelerador del ‘aggionamento’ iniciado con el Concilio Vaticano II, buscando el Papa convertirse, a lo que parece, en un líder mundial en tantas cosas que exceden, con mucho, su ministerio petrino.
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El artículo del WP a continuación, traducido por InfoVaticana:
Las peticiones de que Donald Wuerl sea cesado como arzobispo de Washington y renuncie al Colegio de Cardenales de la Iglesia Católica Romana son proporcionales en su grado de indignación con su grado de decepción con el sacerdote fracasado.
Gracias a un gran jurado de Pennsylvania, ahora sabemos del mal que tuvo lugar durante su tiempo como obispo de Pittsburgh. La diócesis de Wuerl incluía el encubrimiento de un presunto círculo de pornografía infantil administrado por sacerdotes, incluidos sacerdotes que, según los informes, señalarían víctimas para otros depredadores mediante una cruz de oro. Si eso no es satánico, entonces la palabra no define nada.
Y Wuerl cubrió ese anillo. Y docenas de otros casos. Y permitió que los depredadores se sintieran libres de moverse por el país siempre que no pusieran en peligro su carrera. ¿El cardenal Theodore McCarrick apoyó a Wuerl como su sucesor en Washington, confiado en la capacidad de este último de guardar los pecados más feos debajo de la alfombra? No sería sorprendente.
De hecho, ya nada más nos sorprende. Aquellos de nosotros en la comunidad católica que le dimos a la iglesia una segunda e incluso una tercera oportunidad hemos quedado disgustados. Hubo una “Carta para la Protección de Niños y Jóvenes” de 2002 presentada por los obispos de los EE. UU. Hubo un “Informe sobre la crisis en la Iglesia Católica en los Estados Unidos” publicado en febrero de 2004. Tras su publicación, el comité de revisión de laicos designado por la iglesia que escribió el informe celebró un gran evento en el National Press Club. Yo fuí. Quería escuchar en persona que el cambio había llegado.
Algunos líderes intensificaron. El infatigable arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, recibió la tarea del Papa de investigar la Legión de Cristo, plagada de escándalos, y fue rastreada por él. El arzobispo José Horacio Gómez, de Los Ángeles, puso a su predecesor, Roger Mahoney, bajo lo que de hecho es un arresto domiciliario. En el otro lado de la moneda, el cardenal Bernard Law tuvo que huir del país y establecer su residencia en Roma hasta su muerte.
Pensamos que los encubrimientos habían terminado. Luego, el gran jurado de Pensilvania reveló que el conspirador más hábil resultó ser Wuerl, quien logró sus acuerdos de no revelación con las víctimas y sus depredadores, según el informe, tan bien que fue ascendido a ser el rostro de la iglesia en la ciudad más poderosa del mundo. Y su jefe en Roma escribió una insulsa carta el lunes asignando la responsabilidad colectiva de los crímenes y los encubrimientos a todos los fieles.
Para ser muy específico: al diablo con eso. No abusé de mis estudiantes de CCD (clases obligatorias de sábado o de lunes a viernes para los estudiantes que asisten a escuelas públicas) cuando les enseñé como voluntario en los años ochenta. No tuve un solo sacerdote o monja abusivo en 12 años de educación católica. Este horror tiene propiedad, y los muchos nombres incluyen a Wuerl. Y con el “todo el mundo tiene la culpa” del lunes, el “non mea culpa” del Papa Francisco, su nombre también figura en él. Wuerl necesita renunciar. Y la iglesia estaría mejor con dos papas jubilados y un hombre nuevo absolutamente dedicado a apoyar a los reformadores, no reprimiéndolos.
En la iglesia, a pesar de líderes como Chaput y Gómez, no se puede confiar para arrancar la podredumbre. Hay muy pocos como ellos y demasiada podredumbre. Debe haber otras 49 investigaciones generales de abogados estatales o, dado el movimiento interestatal de depredadores con la cooperación de la iglesia, tal vez una investigación del Departamento de Justicia conduzca a un decreto de consentimiento sobre prácticas que la iglesia está obligada a seguir cuando se descubre un pedófilo en su medio. No violaría la cláusula de ejercicio libre insistir en que cada obispo simplemente acepte seguir la ley.
Chaput siempre ha argumentado que si se extienden los plazos de prescripción para las víctimas de abuso religioso, deberían extenderse a todas las víctimas, y tiene razón. No es que Penn State University, la Universidad Estatal de Michigan y la Universidad del Sur de California -hogares de terribles escándalos de abuso- sean menos culpables que las diócesis católicas. Pero al menos esas tres instituciones no mantuvieron a sus presidentes cerca (aunque USC se tomó su tiempo para deshacerse de su presidente, para la desgracia y lesión de la universidad).
Cada día que Wuerl continúa en su trabajo hiere a cada víctima y cada católico. Socavó todo el trabajo de reforma que le precedió. Él estafó a sus colegas. Él engañó a la junta de revisión al evitar su mirada. El estafador debería haberse ido. Esta semana.
Carlos Esteban