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jueves, 23 de agosto de 2018

Enseñanzas que podemos extraer de la Historia de la Iglesia: breve repaso a los yerros de los papas (Peter Kwasniewski)


(ONE PETER FIVE 6 de agosto. Publicado por primera vez en Octubre de 2015. 
Autor Peter Kwasniewski. Al ser un artículo muy largo, sólo indico aquí las conclusiones).




La Fe católica ha sido revelada por Dios, y ningún hombre la puede alterar: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Heb. 13,8). El Papa y los obispos son los honrables servidores de dicha Revelación, y tienen el deber de transmitirla fielmente, sin alteración ni modificación, a lo largo de las generaciones. 

San Vicente de Lerins lo explicó maravillosamente: puede haber desarrollo en el modo de entenderla y exponerla, pero nunca contradicción ni evolución

Las verdades de la Fe, contenidas en las Escrituras y la Tradición, han sido definidas, interpretadas y defendidas con autoridad en las actas estrechamente definidas de los pontífices y los concilios a lo largo de los siglos. En este sentido, sería bastante apropiado decir: «Búscalo en el Denzinger; ahí está la doctrina de la Fe».

El catolicismo es, siempre ha sido y siempre será estable, perenne, objetivamente cognoscible, un firme peñón de certidumbre en un mar de caos, a pesar de los esfuerzos de Satanás y sus secuaces para trastornarlo. 

La crisis que atravesamos es en gran medida fruto de la amnesia colectiva de haber olvidado quiénes somos y qué creemos, junto con una nerviosa tendencia al culto a la personalidad, a querer buscar por todas partes al gran héroe que nos salvará. 

Pero nuestro Jefe supremo, nuestro Rey de reyes y Señor de señores, es Jesucristo. 

Seguimos y obedecemos al Papa y a los obispos en la medida en que nos transmiten la doctrina pura y saludable de Nuestro Señor y nos guían para seguir la vía de santidad que Él nos ha señalado, no cuando nos ofrecen agua contaminada o nos arrastran al fango

Así como Nuestro Señor fue en todo un hombre como nosotros menos en el pecado, los seguimos a ellos en todo menos en el pecado; sea pecado de herejía, cisma, inmoralidad sexual o sacrilegio. Los fieles tenemos el deber de formarnos la mente y la conciencia para que sepamos a quién seguir y cuándo. No somos autómatas ni marionetas.

Los papas tampoco; son hombres de carne y hueso, dotados de intelecto, libre albedrío, memoria, imaginación, opiniones, aspiraciones y ambiciones. Pueden cooperar mejor o peor con la gracia y desempeñar mejor o peor las obligaciones de su supremo cargo.

Es incuestionable que el Sumo Pontífice tiene una autoridad singular y exclusiva en la Tierra como Vicario de Cristo. De ahí se desprende que tenga el deber moral de hacer uso virtuoso de ella por el bien común de la Iglesia. Y que puede desde luego pecar abusando de su autoridad o no ejerciéndola cuando debe o como debe. 

La infalibilidad bien entendida es el don que recibe del Espíritu Santo. El ejercicio correcto y responsable de su cargo no está garantizado ni mucho menos por el Espíritu Santo. En este sentido el Papa tiene que rezar y trabajar, trabajar y rezar, como todos nosotros. Los pontífices pueden lo mismo hacerse merecedores de canonización que de abominación. Al final de su peregrinación en la Tierra todo sucesor de San Pedro se ha ganado la salvación o la condenación eternas. 

Y del mismo modo, todos los cristianos se santificarán siguiendo las enseñanzas auténticas de la Iglesia y repudiando todo error y vicio, o se harán acreedores a la condenación por haber seguido doctrinas falsas y abrazado el error y el mal.

Ya veo a algunos de mis lectores objetando: «Si el Papa puede descarriarse y dejar de enseñar la fe ortodoxa, ¿de qué sirve tener un papa? ¿Acaso la razón de ser del Vicario de Cristo no es que podamos tener la certeza de la verdad de la Fe?»

La respuesta a esta pregunta es que la Fe católica es anterior a los papas, aunque éstos ocupen un lugar importante en lo que se refiere a la defensa y formulación de ella. Los fieles pueden conocer la Fe con certeza por innumerables medios, entre los cuales podríamos incluir también cinco siglos de catecismos tradicionales de todo el mundo cuyas enseñanzas concuerdan. El Papa no puede decir, parafraseando a Luis XIV, «la Fe soy yo».

Fijémonos por un momento en las cifras. El presente artículo enumera once pontífices inmorales y diez que, en mayor o menor medida, incurrieron en herejía. En total ha habido 266 papas. Si hacemos cuentas, tenemos un 4,14% de sucesores de San Pedro que se hicieron dignos de oprobio por su conducta moral y 3,76% que se lo merecen por haber jugueteado con el error. Por otro lado, unos 90 pontífices preconciliares son venerados como santos o beatos, lo cual supone el 33,83%. Podríamos debatir sobre cifras (¿me habré pasado de tolerante o de severo en las listas?), pero habría que estar ciego para no ver en estos números la mano palpable de la Divina Providencia. 

Una monarquía constituida por 266 reyes que ha durado 2000 años y puede jactarse de semejantes proporciones de logros y fracasos no es una obra humana que se mantenga por su propio esfuerzo.

De estas cifras se desprenden dos enseñanzas

En primer lugar, nos maravillamos del evidente milagro que constituye el Papado y sentimos gratitud. Aprendemos que debemos confiar en la Divina Providencia, que guía a la Santa Iglesia de Dios en las tempestades de los siglos haciendo que dure más que los relativamente pocos papas malos que hemos tenido que soportar, bien a modo de prueba, bien en castigo por nuestros pecados.

En segundo lugar, aprendemos a discernir y ser realistas. Por una parte, el Señor ha conducido a la gran mayoría de sus vicarios por el camino de la verdad para que podamos conocer que nuestra confianza está segura en la nave de San Pedro, con él al timón. Pero el Señor también ha permitido que una pequeña cantidad de sus vicarios vacile o falle para que comprendamos que no son justos de un modo automático, ni gobiernan con una sabiduría innata y sin esfuerzo ni son portavoces directos de Dios a la hora de enseñar. 

Los pontífices deben decidir por voluntad propia cooperar con la gracia que reciben para ejercer el cargo, y también se pueden descarrilar. Pueden pastorear bien o mal la grey, y de vez en cuando hasta pueden convertirse en lobos. Es raro que suceda, pero sucede porque Dios lo permite en su voluntad, precisamente para que no abdiquemos de la razón, dejando la fe en manos de otros y avancemos sonámbulos hacia el desastre. 

La historia de los papas es un testimonio notable de que un poder espiritual casi milagroso mantiene a raya las fuerzas de las tinieblas para que no prevalezcan las puertas del Infierno. Pero en esa historia hay los borrones precisos para que seamos cautos y estemos alerta. El consejo de ser sobrios y velar no sólo se aplica a la relación con el mundo que nos rodea, sino también a nuestra vida en la Iglesia, porque «nuestro adversario el Diablo ronda como león rugiente buscando a quién devorar» (1 Pe. 5,8), desde el último de los feligreses al primero de la jerarquía.

Nuestro maestro, nuestro modelo, nuestra doctrina, nuestra forma de vida… todo esto se nos da gloriosamente manifestado en el Verbo Encarnado, escrito en las tablas de piedra de nuestro corazón. No nos lo esperamos del Papa, como si no existieran ya en su forma acabada. La misión del Papa es ayudarnos a creer y a hacer lo que el Señor nos llama a cada uno a creer y hacer. 

Y si algún ser humano en la Tierra se interpone –así sea el propio Pontífice– debemos resistirle y hacer lo que sabemos que se debe.
Dice san Roberto Belarmino: «Del mismo modo que es lícito hacer frente al pontífice que agrede el cuerpo, también lo es resistir al que agrede las almas o altera el orden civil y, sobre todo, al que intenta destruir a la Iglesia. Sostengo que es lícito resistirle desobedeciendo sus órdenes y evitando que se haga su voluntad; ahora bien, no es lícito juzgarlo, castigarlo ni deponerlo, ya que estas acciones corresponden a un superior» (De Romano Pontifice, II.29, citado en Christopher Ferrara y Thomas Woods, The Great Façade, 2ª ed. [Kettering, Ohio: Angelico Press, 2015], 187).
El gran Prosper Guéranguer escribió:
Cuando el pastor se muda en lobo, toca desde luego al rebaño el defenderse. Por regla, la doctrina desciende de los obispos al pueblo fiel y los súbditos no deben juzgar a sus jefes en la fe.
Mas hay en el tesoro de la revelación ciertos puntos esenciales de los que todo cristiano, por el hecho mismo de llevar tal título, tiene el conocimiento necesario y la obligación de guardarlos. 
El principio no cambia, ya se trate de ciencia o de conducta, de moral o de dogma (…) Los verdaderos fieles son aquellos hombres que, en tales ocasiones, sacan de su solo bautismo la inspiración de una línea de conducta; no los pusilánimes que bajo pretexto engañoso de sumisión a los poderes establecidos esperan para correr contra el enemigo u oponerse a sus proyectos un programa que no es necesario y no se les debe dar].
Peter Kwasniewski