Una de las objeciones más razonables que esgrimen quienes sostienen que la confesión de Carlo María Viganò es un cúmulo de falsedades y medias verdades motivado por el rencor es la siguiente: si es cierto, como afirma el ex nuncio en Estados Unidos, que el Papa Emérito Benedicto XVI castigó a McCarrick en secreto a una vida retirada de oración y penitencia hacia 2010, prohibiéndole participar en actos públicos, presidir actos y ceremonias y viajar, ¿por qué se le veía en todas partes? ¿Por qué, incluso, asistió a la despedida del propio Benedicto en Roma antes del cónclave que elegiría a Francisco?
Respuesta corta: porque le daba la gana.
Para alargarla un poco más, hay al menos aquí tres factores que se deben tener en cuenta. El primero es que, evidentemente, la Iglesia no tiene una policía que pueda aplicar las penas impuestas, sobre todo fuera del diminuto Estado Vaticano, no desde luego en Estados Unidos y, menos aún, cuando la necesidad de discreción han aconsejado que la disciplina sea secreta.
La Iglesia no es el Estado. Si yo me niego a pagar impuestos, Hacienda procede a embargarme la cuenta corriente; si cometo un delito, la policía me detiene, empleando la fuerza que sea necesaria. Pero si a un sacerdote, obispo o cardenal el Papa le prohíbe, digamos, viajar y lo hace, ¿qué puede hacer el Papa? Aumentar las penas canónicas a quien no está dispuesto a acatarlas es absurdo; emprender una condena pública es arriesgar el cisma o el escándalo con desprestigio para la Iglesia, por no hablar del alma del interesado.
El segundo se acerca más a la raíz de todo el problema que aflige a la Iglesia, y es que estos prelados encubridores tienden a no sujetarse a la ley, al menos a la ley canónica. En el caso del entonces respetadísimo y aun poderoso Cardenal Theodore McCarrick, con excelentes contactos entre los grupos de poder americanos, podía tratarse también de un gesto de desafío, calculando que Benedicto no tomaría medidas abiertas contra su desobediencia por miedo al desprestigio de la jerarquía americana.
En 2004, por ejemplo, el entonces prefecto para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, envió a los obispos americanos instrucciones precisas para que negaran la comunión a aquellos políticos que defendieran públicamente el aborto. La carta en cuestión llegó a McCarrick, a fin de que este comunicase su contenido a sus colegas en el episcopado. Y McCarrick mintió y les dijo que Roma les dejaba en completa libertad para hacer en este asunto lo que consideraran oportuno. ¿Consecuencias para McCarrick? Ninguna.
Pero el tercero entra de lleno en la raíz, e insinúa la causa de la misteriosa abdicación del Papa Emérito. Cuenta Rod Dreher en The American Conservative que en una ocasión en 2005, a poco de ascender a la Cátedra de Pedro, Benedicto le comentó a un visitante, señalando la puerta de su despacho: “Mi autoridad acaba aquí”.
Naturalmente, en un sentido la autoridad del Papa es universal y suprema, tiene por jurisdicción el universo y sobre ella sólo está la de Dios. Pero eso es la teoría o, si se quiere, la autoridad manifiesta y reconocida, que no siempre coincide con la que de verdad puedes ejercer. Y en el caso de Benedicto, por confesión propia, era próxima a cero.
Es un secreto a voces que Benedicto tuvo un seguimiento cuestionable por parte de la Curia o de las iglesias nacionales, con un Bertone en la Secretaría de Estado que controlaba lo que le llegaba al Santo Padre y lo que salía de él. Que, ante una situación de crisis extendida y enquistada en toda la Iglesia se sintiera sin fuerzas ni la autoridad real para afrontarla es, con toda probabilidad, la causa de su renuncia.
Un caso que ilustra hasta qué punto el desafío de McCarrick no es en absoluto increíble y que no contradice el relato de Viganò es el caso del Cardenal Roger Mahoney, implicado en el encubrimiento de abusos de sacerdotes pedófilos en 2002. Su sucesor en la archidiócesis de Los Ángeles, Monseñor José Gómez, lo condenó al equivalente a arresto domiciliario, lo que no impidió que Mahoney hiciera de su capa un sayo e ignorara el castigo. Incluso, tras la elevación de Francisco, el Papa le confió algunos encargos de confianza.
Por lo demás, hay suficientes indicios que corroboran que, en efecto, Benedicto impuso a McCarrick las sanciones comentadas. Está, como señalamos en esta misma publicación, el testimonio del propio Benedicto, que debería ser definitivo pese a que confiesa no recordar la naturaleza precisa de la sanción.
Hoy publica el Catholic Herald, además, que un portavoz del Cardenal Donald Wuerl, sucesor de McCarrick como arzobispo de Washington, confirma que el prelado se vio obligado, por insistencia del entonces nuncio, a cancelar un encuentro entre McCarrick y un grupo de seminaristas. Parece obvio que Wuerl no hubiera cedido de tratarse de una idea personal de Viganò.
Pero el tercero entra de lleno en la raíz, e insinúa la causa de la misteriosa abdicación del Papa Emérito. Cuenta Rod Dreher en The American Conservative que en una ocasión en 2005, a poco de ascender a la Cátedra de Pedro, Benedicto le comentó a un visitante, señalando la puerta de su despacho: “Mi autoridad acaba aquí”.
Naturalmente, en un sentido la autoridad del Papa es universal y suprema, tiene por jurisdicción el universo y sobre ella sólo está la de Dios. Pero eso es la teoría o, si se quiere, la autoridad manifiesta y reconocida, que no siempre coincide con la que de verdad puedes ejercer. Y en el caso de Benedicto, por confesión propia, era próxima a cero.
Es un secreto a voces que Benedicto tuvo un seguimiento cuestionable por parte de la Curia o de las iglesias nacionales, con un Bertone en la Secretaría de Estado que controlaba lo que le llegaba al Santo Padre y lo que salía de él. Que, ante una situación de crisis extendida y enquistada en toda la Iglesia se sintiera sin fuerzas ni la autoridad real para afrontarla es, con toda probabilidad, la causa de su renuncia.
Un caso que ilustra hasta qué punto el desafío de McCarrick no es en absoluto increíble y que no contradice el relato de Viganò es el caso del Cardenal Roger Mahoney, implicado en el encubrimiento de abusos de sacerdotes pedófilos en 2002. Su sucesor en la archidiócesis de Los Ángeles, Monseñor José Gómez, lo condenó al equivalente a arresto domiciliario, lo que no impidió que Mahoney hiciera de su capa un sayo e ignorara el castigo. Incluso, tras la elevación de Francisco, el Papa le confió algunos encargos de confianza.
Por lo demás, hay suficientes indicios que corroboran que, en efecto, Benedicto impuso a McCarrick las sanciones comentadas. Está, como señalamos en esta misma publicación, el testimonio del propio Benedicto, que debería ser definitivo pese a que confiesa no recordar la naturaleza precisa de la sanción.
Hoy publica el Catholic Herald, además, que un portavoz del Cardenal Donald Wuerl, sucesor de McCarrick como arzobispo de Washington, confirma que el prelado se vio obligado, por insistencia del entonces nuncio, a cancelar un encuentro entre McCarrick y un grupo de seminaristas. Parece obvio que Wuerl no hubiera cedido de tratarse de una idea personal de Viganò.
Carlos Esteban