Hablando de coincidencias desafortunadas: menos de un mes antes de que el Papa decidiera cambiar el Catecismo para condenar la pena de muerte, el Cardenal Malcolm Ranjith, arzobispo de Colombo apoya públicamente la decisión del presidente de Sri Lanka, Maithripala Sirisena, de aplicar la pena de muerte a los traficantes de drogas.
Sri Lanka no aplica la pena de muerte desde 1974, pero el pasado 11 de julio, el portavoz del presidente Maithripala Sirisena anunció que se había firmado la orden para empezar a aplicarla en casos extremos de asesinato, tráfico de drogas y violación.
Y la mayor autoridad eclesiástica de la isla, el Cardenal Malcolm Ranjith, declaró al día siguiente en una nota de prensa que la iglesia nacional apoyará la decisión sobre la pena capital para los traficantes de drogas que organizan sus delitos mientras permanecen en prisión.
El Cardenal, suponemos, basaba su decisión en la doctrina que la Iglesia ha mantenido durante siglos sobre la licitud de la pena de muerte aplicada por la autoridad legítima en casos extremos, tal como rezaba hasta ahora el punto 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica promulgado por San Juan Pablo II en 1992: “Asumiendo que la identidad y la responsabilidad de la parte culpable se ha determinado por completo, la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye el recurso a la pena de muerte, si ésta es el único medio defender las vidas humanas contra el agresor injusto”.
Poco podía saber Su Eminencia que menos de un mes después de su declaración, el mismo punto se leería así:
“Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común”.
“Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente”.
“Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1], y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”.El súbito cambio ha causado un gran revuelo por una serie de razones fácilmente comprensibles.
En primer lugar, ha sorprendido la oportunidad -o inoportunidad- del cambio, en un momento en que la Iglesia vive inmersa en una profunda crisis de nuevos escándalos de pederastia clerical a los que, a lo que parece, no se está dando otra respuesta que las vagas excusas, los ceses forzados e inevitables y las buenas intenciones que dejaron sin resolver el problema de fondo hace quince años.
Hay una gravísima alarma por la presencia abrumadora de depredadores homosexuales en los niveles más altos del estamento clerical, mientras que no existe debate reciente sobre la pena de muerte, un expediente cada vez más desprestigiado y raro en las democracias avanzadas, lo que ha llegado a algunos observadores a hablar de intento de distracción.
Por otro parte, aunque Monseñor Luis Ladaria, Prefecto para la Doctrina de la Fe, ha glosado el cambio como un mero ‘desarrollo de doctrina’ que completa pero no contradice la enseñanza anterior, es difícil ver cómo. En cuestión de horas, las redes sociales se llenaron de declaraciones de Papas, concilios, reputados teólogos y santos sosteniendo unánimes la doctrina recogida hasta ahora en el Catecismo, a saber: que la autoridad civil legítima puede lícitamente aplicar la pena de muerte en casos que lo requieran.
Es, por lo demás, lo bastante sólida -sin discrepancias doctrinales- como para que quepa pensar que se trata de dar la vuelta a una doctrina previa de la Iglesia. El desarrollo de doctrina puede aclarar enseñanzas disputadas o completar y ampliar otras ciertas, pero no contradecir una enseñanza anterior.
También se ha criticado la redacción de la enmienda, que tiene por única cita de autoridad las palabras del propio Francisco. Así, hablar de “sistemas de detención más eficaces”, es decir, se hace referencia a una circunstancia coyuntural que no afecta a todas las sociedades no puede garantizarse en el futuro para dictar una “inadmisibilidad” que se presume atemporal.
En el caso de Sri Lanka, por ejemplo, lo que se aduce es, precisamente, que la cárcel no solo disuade a los narcotraficantes, sino que incluso les sirve de base y sede para gestionar su actividad criminal. ¿Queda exento el caso por no constituir la prisión un “sistema de detención eficaz”? Suponemos que no, porque ya la anterior redacción de este mismo punto limita la licitud de la pena de muerte a los casos en que no exista otra medida de prevención eficaz, con lo que si se interpreta en este sentido, el cambio sería superfluo.
Ha sorprendido asimismo la extraña inclusión de esa afirmación de que la pena de muerte quita al reo “la posibilidad de redimirse definitivamente”. Evidentemente, solo puede estar refiriéndose a la reinserción social porque, desde luego, la pena capital no impide en absoluto la “redención definitiva” del reo, a menudo lo contrario: le da un urgente incentivo para poner su alma a bien con Dios.
Pero es, cuando menos, extraño que un Pontífice use una palabra tan central en nuestra fe como es la de “redención”, el fin último de nuestra existencia, para referirse meramente a reformar su conducta en años venideros, que parece más propia de una filosofía materialista que de la fe cristiana, para la que lo importante es asegurar la salvación eterna.
Por último, no pocos han señalado el inquietante precedente de “porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. Es lo bastante amplio y difuso como para aplicarse a cambios de peso en muchos otros casos de la doctrina de la Iglesia.
Carlos Esteban