Quizá lo más sorprendente del Informe Viganò sea que no es sorprendente en absoluto, salvo en una cosa: que un arzobispo curial tan alto en el escalafón haya violado su juramento de secreto de oficio para acusar al Papa y a la Curia y pedir la dimisión del primero.
Por lo demás, el contenido de las acusaciones, verdaderas o no, es poco o nada sorprendente. Que la Curia conociera lo que conocían tantos, lo que, al final, tenían la obligación de conocer, no debería resultar tan llamativo. Lo hemos vivido ya, con Juan Pablo II, sin contar con que la jerarquía eclesiástica tiene fama de poseer un excelente servicio de información interna.
Lo que cuenta Viganò podrá, naturalmente, ser mentira, pero una mentira eminentemente verosímil que se compadece extraordinariamente con situaciones que ya vivimos en 2002 y hechos con los que se especulaba desde hace tiempo, porque son lógicos y tienen sentido: si ha habido obispos que han pagado extrajudicialmente para solventar denuncias judiciales contra McCarrick, es de razón que no lo hicieran a título individual y que informaran a sus superiores, como han aclarado que hicieron, por otra parte.
Viganò ha ‘pecado’, de eso no hay duda, al violar el secreto de oficio. O, quizá, podría alegarse que ha ‘discernido’, que ha optado por no ser un semipelagiano rígido de rostro amargado obsesionado por el cumplimiento de las normas. Y es que la ‘nueva dispensación’ que parece ofrecer Su Santidad puede mostrarse como una espada de doble filo, en el sentido de que no todos van a discernir los asuntos de conciencia de la misma forma.
Y ese es el peligro ahora, que haya más altos funcionarios vaticanos que disciernan en el mismo sentido, y que se tomen más en serio las palabras del Pontífice cuando exalta la apertura y la transparencia que el viejo y hasta ahora escrupulosamente mantenido secreto de oficio. Que se rompa el dique, en fin, y se filtren muchos otros confidenciales con consecuencias aún más explosivas.
Hoy en Roma, caldera de rumores, se habla sobre todo de tres, que probablemente sean o procedan del mismo. El primero sería un dossier sobre el cardenal americano Kevin Farrell, que vivió seis años en el mismo domicilio que el ex cardenal McCarrick cuando era entonces su auxiliar en Washington, que escribió un elogioso prefacio para el libro ‘Building a bridge’ del jesuita homosexualista Padre James Martin, a quien invitó como ponente estrella al desastroso Encuentro Mundial de las Familias de Dublín. Farrell, cuando estalló el escándalo McCarrick, dijo no sospechar nada de las andanzas de su buen amigo y protector y mostró una sorpresa que ha convencido a pocos.
El segundo sería meramente una lista: nombres y cargos de los clérigos y prelados gays en el Vaticano que presuntamente formarían la red homosexual que estaría presionando para que la Iglesia cambie su concepción de la sexualidad humana.
Pero este segundo -al igual que, probablemente, el primero- solo podría salir del Santo Grial de los informes confidenciales: el encuadernado en rojo, 300 páginas, que el Papa Benedicto entregó a su sucesor para que hiciera con él lo que creyera oportuno.
Sí, suena novelesco y hasta conspiracionista, pero no hay nada de ello: todo está debidamente publicado, incluso en publicaciones oficiales de la Iglesia, y cualquiera puede consultar la historia del famoso dossier de misterioso contenido. Sólo las interpretaciones difieren sobre esta curiosa saga.
Que comienza, entre otros, con Viganò, entonces a cargo de la Gobernación o Gobernorato, el organismo que administra el Estado Vaticano. El Arzobispo se encontró con un verdadero patio de Monipodio en las finanzas, corrupción económica que se traducía en un déficit de ocho millones de euros cuando él mismo habría de convertir ese saldo en más de treinta millones de superavit.
Viganó escribió a Benedicto para denunciar esta corrupción, al tiempo que tomaba medidas para atajarla, estropeando muchos negocios a gente importante de la Curia. Hasta que algunos de esos mensajes, junto con otros que exponían igualmente la corrupción de las altas esferas vaticanas, se filtraron a la prensa en el escándalo conocido como VatiLeaks.
Se halló al culpable o, al menos, se encontró culpable y se condenó al mayordomo personal de Su Santidad, que fue casi inmediatamente indultado, lo que llevó a muchos a pensar que las filtraciones habían sido aprobadas por el propio pontífice para iniciar una ‘operación limpieza’.
El caso es que el asunto VatiLeaks dio a Benedicto una razón -o un pretexto, si se quiere- para iniciar una investigación sobre la corrupción en la Curia en particular y en la jerarquía en general, investigación que encargó a tres cardenales: Julián Herranz, Jozef Tomko y Salvatore De Giorgi.
El resultado fue el informe del que hablamos y que, al parecer, junto a la corrupción económica había encontrado muy extendida la corrupción moral entre representantes del alto clero, especialmente en su vertiente homosexual.
El Vaticano informó en su momento que el Papa había leído el informe y que había decidido no hacerlo público, sino traspasarlo a su sucesor para que hiciera lo que estimara conveniente. Unas semanas más tarde, de forma sorprendente, Benedicto anunciaba su renuncia alegando que no se veía con fuerzas para afrontar las reformas que la Iglesia necesitaba.
Y entregó el famoso informe a Francisco, que no sólo no lo ha hecho público sino, que sepamos, no ha vuelto a mencionarlo.
Pero si el informe está a buen recaudo en poder de Francisco, o incluso si ha pasado ya por la trituradora de papel, hay, como poco, tres personas que lo conocen bien y que con toda probabilidad guardarán copia del mismo: Julian Herranz, Jozef Tomko y Salvatori De Giorgi.
Y ésta es la ‘bomba’ de la que hablan ya publicaciones como Il Giornale, entre otros muchos, que recogen el rumor que corre como la pólvora en la Roma que se despide del verano y en la que, de creer a los alarmista, abundan los prelados a los que no les llega la camisa al cuello.
De este informe saldría casi con toda seguridad la ‘lista negra’ que amenaza con hacerse pública y, probablemente, el informe que algunos esperan sobre el cardenal Farrell.
El secreto de oficio -cubierto por sanciones morales y canónicas- ha sido hasta ahora la salvaguarda de estos secretos. Pero Viganò podría haber abierto la veda y muchos funcionarios obligados por él quizá estén en este momento discerniendo, según la doctrina de moda de la primacía de la conciencia, si no harán un mayor bien a la Iglesia rompiéndolo.
El secreto de oficio -cubierto por sanciones morales y canónicas- ha sido hasta ahora la salvaguarda de estos secretos. Pero Viganò podría haber abierto la veda y muchos funcionarios obligados por él quizá estén en este momento discerniendo, según la doctrina de moda de la primacía de la conciencia, si no harán un mayor bien a la Iglesia rompiéndolo.
Carlos Esteban