Entre el 3 y el 28 de octubre se celebrará en Roma un Sínodo de la Juventud con el título ‘Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional’, pero hay buenas razones para temer que el fin último de esta reunión no sea ni la fe ni el discernimiento vocaciones, y solo marginalmente los jóvenes. Estas son las razones de mi recelo.
Es mal asunto que el anuncio de un sínodo de la Iglesia Católica, en lugar de ser motivo de gozosa expectación, se convierta en causa de temor en un fiel, pero el discernimiento, considerados los datos objetivos de que disponemos, lleva en este caso a una desconfianza que no creemos racionalmente infundada. La nueva constitución apostólica publicada hoy sobre la estructura de los sínodos, Episcopalis Communio, no hace más acentuar nuestros temores.
En definitiva, lo que tememos es que se use el sínodo para cambiar la doctrina de la Iglesia en torno a temas tan cruciales como la consideración moral sobre la sexualidad humana: licitud de la contracepción, revisión de la concepción antropológica de la homosexualidad y relajación de la indisolubilidad del matrimonio, o al menos que se introduzca la ya habitual dosis de confusión sobre todo ello.
El primer motivo de aprensión es el de los precedentes, en concreto, los dos Sínodos sobre la Familia de 2014 y 2015. Tenemos ya sobrados testimonios y pruebas de que ambos fueron planificados hasta el último detalle para llegar a conclusiones prefijadas, quedando los obispos como ‘figurantes’ y excusas para que la decisión unilateral pareceria colegiada.
Todo apuntaba a un mismo fin, el mismo ‘permiso pastoral’ a los divorciados vueltos a casar y que viven ‘more uxorio’ para recibir la comunión, tal como han entendido la mayor parte de las conferencias episcopales a partir de la exhortación papal Amoris Laetitia: el encargo al cardenal alemán Walter Kasper para que dictara el esquema principal ya en febrero de 2014, la exclusión del Pontificio Instituto Juan Pablo II de la primera sesión -reincorporado en la segunda tras numerosas protestas-, el nombramiento en la secretaría de ‘intérpretes autorizados’ de las conclusiones a gente como el padre Spadaro, director de Civiltà Cattolica, o Forte, las notas publicadas a cargo del Padre Lombardi, la prohibición a los padres sinodales de hacer declaraciones…
Los tejemanejes se hicieron, en fin, tan descarados y conocidos por todos que la intención original del Papa quedó, al menos en parte, frustrada, y el documento final fue una versión tan aguada y de compromiso que no contentó a ninguna de las partes.
En el caso del Sínodo de la Juventud contamos, por lo demás, con antecedentes aún más próximos en el presínodo y en el Instrumentum Laboris, el documento que delinea los asuntos que se van a tratar en la reunión.
La novedad del presínodo consistía en un reunión de trabajo en la que estuvieran representados los supuestos destinatarios principales de todo el asunto, los jóvenes. Pero el elenco, que pretendía ser representativo de la juventud católica comprometida con su fe, fue cualquier cosa menos eso. Los jóvenes eran seleccionados por las conferencias episcopales que, naturalmente, enviaban la muestra que más podía estar en línea con lo que intuían que deseaba el Papa, algo difícil de ignorar escuchando sus propias palabras.
Se intentó también, en un despliegue de apertura, reuniones online de acceso cuasi libre, y precisamente muchos de los que participaron en ellas fueron los primeros en dar la voz de alarma, asegurando que muchos de los asuntos más debatidos se hurtaron por completo del documento final.
Por lo demás, la ‘opinión de los jóvenes’ reflejada en el documento tenía más que ver con las preocupaciones y obsesiones de quienes eran jóvenes en Mayo del 68 que de quienes son jóvenes en esta segunda década del siglo XXI. Hablan de apertura y flexibilidad litúrgica y, en definitiva, demandas que quizá tendría sentido hacer a la Iglesia preconciliar, pero difícilmente a la nuestra.
En cuanto al Instrumentum Laboris, se recogen exactamente esas mismas demandas de flexibilización moral aún mayor en cuestiones relativas a la sexualidad con sospechosa insistencia. De hecho, en su presentación se destacó con orgullo que es la primera vez que aparece en un documento eclesiástico oficial las siglas LGBTI, aclarándose que al incluirla no se hace más que recogerla de las actas de las discusiones, algo que es falso como puede comprobar cualquiera.
Tampoco resulta especialmente tranquilizador observar, en pleno tsunami de escándalos de abusos homosexuales iniciados con la deposición del ex cardenal McCarrick, a quiénes ha nombrado Su Santidad para participar en el sínodo. ¿Qué puede aportar en un Sínodo de los Jóvenes un cardenal Rodríguez Maradiaga que ha acusado de mentirosos y de alinearse con la ‘antiIglesia’ a 46 seminaristas que se han atrevido a denunciar en carta abierta la ‘dictadura homosexual’ que impera en el seminario mayor de Tegucigalpa, o que ha mantenido como mano derecha y frecuente sustituto a un obispo auxiliar, Juan Pineda, acusado de abusar de seminaristas y convivir en relación homosexual con un hombre, por lo que ha sido cesado?
¿Qué decir del cardenal Reinhard Marx, presidente de la Conferencia Episcopal Alemana y miembro del C9, que ha ignorado la decisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe prohibiendo la intercomunión?
¿Cómo se le puede ocurrir a nadie que es buen momento de incluir en un sínodo hoy a los obispos americanos Blase Cupich y Joseph Tobin, ambos de la ‘escudería’ de McCarrick, elevados al episcopado por la recomendación del defenestrado arzobispo emérito cuando ni siquiera estaban entre los primeros puestos de la lista para el nombramiento?
¿Cupich, que ha declarado dos veces seguidas que el escándalo de los abusos no merece demasiada atención porque hay “una agenda más amplia”, de la que solo cita dos temas tan centrales a la fe cristiana como el medio ambiente y la inmigración masiva?
¿Tobin, que todavía no ha dado una explicación satisfactoria de su ‘resbalón’ en Twitter, ese “buenas noches, cariño, te quiero”, y que preside una de las diócesis, Newark, más ‘LGBTI-friendly’ de Estados Unidos?
Sobre todo, ¿en qué cabeza cabe dejar al Cardenal Kevin Farrell, mano derecha de McCarrick en Washington, con quien convivió seis años, y antes uno de los hombres de confianza de Marcial Maciel, a pesar de que ha declarado que las fechorías de ambos le sorprendieron absolutamente? Bastante deprimente es ya que presida el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, que organizó el aquelarre de Irlanda, a donde llevó a su amigo y apóstol de los LGBIT, padre James Martin.
Sobre Farrell, por lo demás, se rumorea que corre ya por Roma una informe devastador, cuya publicación podría producirse en pleno sínodo.
Francisco tiene, de hecho, tal costumbre de convocar sínodos con un epígrafe para conseguir fines que no aparecen en él que ese ‘método’ de disfrazar de decisión colegiada una finalidad propia de su camarilla resulta ya transparente.
Lo hemos comentado en el caso de los dos Sínodos sobre la Familia, pero podíamos referirlo igualmente al cercano Sínodo de la Amazonía, en el que la región ecuatorial parece ser una mera excusa para introducir el celibato opcional o, lo que es lo mismo a la larga, la abolición del celibato sacerdotal.
De hecho, no parece que la evangelización de la Amazonía, región tan inmensa como escasamente poblada, requiera un sínodo mucho más que muchas otras regiones, incluida nuestra Europa descristianizada. Pero uno lo entiende mucho mejor tras leer que el propio Santo Padre ha insistido en que se incluya en el documento preparatorio discusiones sobre la conveniencia de ordenar ‘viri probati’, hombres casados de ‘buenas costumbres’. Lo que parece una consecuencia se revela, en definitiva, en la verdadera razón de todo el asunto.
Un motivo ulterior para sospechar que va a usarse el sínodo para cambios en el sentido de que habábamos al principio es la acumulación de detalles a lo largo de estos cinco años de pontificado que apuntan consistentemente en esa misma dirección.
¿En qué puede consistir la ‘revisión’ de la encíclica Humanae Vitae que se ha anunciado con motivo de su medio siglo de existencia?
¿Por qué, lejos de censurarse a un sacerdote como el padre James Martin, que ha expresado en incontables ocasiones su disconformidad con el Catecismo de la Iglesia Católica en lo tocante a la homosexualidad, se le hace asesor de comunicación del Vaticano y se le invita como ponente estrella en el Encuentro Mundial de las Familias?
¿Por qué se nombra prefecto del megadiscasterio para los Laicos, la Familia y la Vida al mismo obispo que escribió la introducción al libro de Martin, Kevin Farrell?
¿Por qué se pone a Monseñor Ricca, que no ha puesto demasiado esfuerzo en ocultar sus amoríos homoeróticos al frente de las finanzas vaticanas, o a José Tolentino Calaça de Mendonça como Archivista y Bibliotecario en el Vaticano?
¿Por qué el “¿quién soy yo para juzgar?” o el “Dios te ha hecho homosexual”, nunca desmentido?
La lista de preguntas que apuntan en una misma dirección podría hacerse interminable, y no se referiría solo al Santo Padre, ni siquiera a la Curia, sino a buena parte del episcopado occidental, incluido el nuestro.
Incluso ante la evidencia de que la abrumadora mayoría de los casos de abusos que han vuelto a poner la Iglesia en la picota se refieren no tanto a niñas como a niños, y no tanto a niños como a adolescentes, en una abrumadora mayoría de los casos, el Papa y sus adláteres han preferido evitar pronunciar la palabra ‘homosexual’ -el elefante en la sala de estar- y han preferido aferrarse a un vaguísimo ‘clericalismo’ que cada cual interpreta como le place.
Y en estas llega la constitución apostólica ‘Episcopalis communio‘, que en interpretación del teólogo ‘francisquista’ Massimo Faggioli, vendría a convertir lo decidido en un sínodo en solidario con la opinión papal y, por tanto, en magisterio ordinario, doctrina que debe creer todo fiel católico.
¿Entienden ahora?
Carlos Esteban