Cuando el arzobispo de Chicago, Blase Cardenal Cupich, se enteró de que un cura de su diócesis, el padre Paul Kalchick, había permitido que sus feligreses quemaran una bandera arcoriris, que había presidido la misa de consagración de su parroquia, la Resurrección, decidió que Kalchick tenía problemas mentales y determinó que ingresara en el Instituto St Luke. Kalchick prefirió desaparecer antes que obedecer esa orden.
Lo curioso es que Kalchick no tenía por qué obedecer esa orden de su obispo, y no sólo porque el hecho de permitir que sus parroquianos quemaran un símbolo político que había estado profanando la iglesia desde su fundación no es locura alguna, sino porque el propio Código de Derecho Canónico le da la razón.
El Canon 220 especifica que el sacerdote tiene derecho a una privacidad que quedaría violada con un examen psquiátrico no voluntario. Por si hiciera falta confirmación, la Congregación del Clero dejó claro, en un caso muy similar al de Kalchick en 1998, que un superior no puede ordenar a un sacerdote sujeto a su autoridad que se someta a un examen psiquiátrico, y que éste no incumple su obligación de obediencia al superior negándose a ello.
En teoría, la Iglesia no deja por completo a sus sacerdotes a merced de los obispos, sino que les reconoce derechos. En teoría. La práctica es bastante más complicada e incluso, en ocasiones, algo aterradora.
Para empezar, el sacerdote puede no conocer el canon en cuestión. O puede pensar que compensa más someterse a una semana o dos de tratamiento que enfrentarse a las iras de su obispo, que tiene mil formas ‘regulares’ de hacerle la vida difícil. O, simplemente, obedece porque cree que su primer deber es el de obediencia al superior. Y se va a St Luke.
El Instituto St Luke tiene una historia, digamos, cuestionable. Fue fundado por un sacerdote, homosexual activo, que acabó acusado de desfalcar una importante cantidad de dinero que gastó en sus amantes. Sus métodos psiquiátricos son una mezcla del pansexualismo freudiano y de conductismo, escuelas de difícil compatibilidad con la doctrina. Además, no es barato en absoluto, y las diócesis que mandan allí a sus curas ‘problemáticos’ gastan sumas considerables en mantenerlos.
Pero, en un sentido retorcido, compensa con creces. Porque St Luke funciona a modo de ‘gulag’ para sacerdotes conflictivos. Ni siquiera es necesario ser enviado allí: la propia posibilidad de que ése sea el resultado de una muestra de rebeldía suele funcionar como elemento disuasorio.
Porque quienes acaban en St Luke son, abrumadoramente, los sacerdotes considerados ‘conservadores’. Los ‘rígidos’, los ‘tradicionales’. Y no es que todos los obispos americanos sean modernistas o que no haya sacerdotes modernistas que pongan en un brete a su superior.
El primero es como castigo o, en su caso, amenaza disuasoria contra ese molesto sacerdote que se niega a la ‘acogida’ a grupos LGTBI en su parroquia o que se empeña en denunciar las innovaciones heréticas de tal o cual compañero de sacerdocio.
No es un castigo baladí, como bien sabían los soviéticos, que enviaban a menudo a los disidentes a manicomios, en preferencia a destinos carcelarios en Siberia. Cuando, además, todo parece contradecir las creencias más íntimas, la tortura se hace difícilmente soportable. Así describe su experiencia un religioso en carta dirigida al sacerdote bloguero Padre John Zuhlsdorf
Un segundo fin es la recopilación de información. El sacerdote o religioso se somete a exámenes psiquiátricos que, naturalmente, examinan los aspectos más íntimos de la personalidad, incluidas acciones, pulsiones, temores y deseos pasados. Todo lo cual entra en un informe que se envía al ‘preocupado’ superior. De modo que el sacerdote, aunque salga cuerdo, equilibrado y con su fe intacta de la experiencia, se lo pensará dos y hasta tres veces antes de hacer algo que moleste a quien tiene un dossier completo de sus intimidades.
Y hay un tercer objetivo realmente terrible. En el caso de sacerdotes pedófilos, abusadores seriales, el obispo puede mandarlos a St Luke -o instituciones similares- para que vuelvan con un informe firmado por los facultativos afirmando que el sujeto está ‘curado’ y ya no es una amenaza para nadie. De este modo, en caso de que surja un escándalo, el obispo puede alegar que tomó las medidas oportunas, mientras que el informe del instituto le da ‘permiso’ para volver a encomendarle al abusador un nuevo cargo pastoral. El instituto, que depende del dinero de la diócesis, no suele tener problemas para complacer al obispo.
Lo curioso es que Kalchick no tenía por qué obedecer esa orden de su obispo, y no sólo porque el hecho de permitir que sus parroquianos quemaran un símbolo político que había estado profanando la iglesia desde su fundación no es locura alguna, sino porque el propio Código de Derecho Canónico le da la razón.
El Canon 220 especifica que el sacerdote tiene derecho a una privacidad que quedaría violada con un examen psquiátrico no voluntario. Por si hiciera falta confirmación, la Congregación del Clero dejó claro, en un caso muy similar al de Kalchick en 1998, que un superior no puede ordenar a un sacerdote sujeto a su autoridad que se someta a un examen psiquiátrico, y que éste no incumple su obligación de obediencia al superior negándose a ello.
En teoría, la Iglesia no deja por completo a sus sacerdotes a merced de los obispos, sino que les reconoce derechos. En teoría. La práctica es bastante más complicada e incluso, en ocasiones, algo aterradora.
Para empezar, el sacerdote puede no conocer el canon en cuestión. O puede pensar que compensa más someterse a una semana o dos de tratamiento que enfrentarse a las iras de su obispo, que tiene mil formas ‘regulares’ de hacerle la vida difícil. O, simplemente, obedece porque cree que su primer deber es el de obediencia al superior. Y se va a St Luke.
El Instituto St Luke tiene una historia, digamos, cuestionable. Fue fundado por un sacerdote, homosexual activo, que acabó acusado de desfalcar una importante cantidad de dinero que gastó en sus amantes. Sus métodos psiquiátricos son una mezcla del pansexualismo freudiano y de conductismo, escuelas de difícil compatibilidad con la doctrina. Además, no es barato en absoluto, y las diócesis que mandan allí a sus curas ‘problemáticos’ gastan sumas considerables en mantenerlos.
Pero, en un sentido retorcido, compensa con creces. Porque St Luke funciona a modo de ‘gulag’ para sacerdotes conflictivos. Ni siquiera es necesario ser enviado allí: la propia posibilidad de que ése sea el resultado de una muestra de rebeldía suele funcionar como elemento disuasorio.
Porque quienes acaban en St Luke son, abrumadoramente, los sacerdotes considerados ‘conservadores’. Los ‘rígidos’, los ‘tradicionales’. Y no es que todos los obispos americanos sean modernistas o que no haya sacerdotes modernistas que pongan en un brete a su superior.
Pero el obispo, humano al fin, sabe que el cura ‘progre’ (a) no va a obedecer y (b) va a hacer de su caso un ‘show’ mediático que haga quedar al prelado como un inquisidor intransigente.
Por el contrario, los sacerdotes ‘conservadores’, precisamente por serlo, tienden a obedecer y, en cualquier caso, saben que no pueden contar con la simpatía del entorno mediático y cultural.Para los malos obispos, St Luke cumple tres funciones tan valiosas que compensan hasta el último penique de lo que cuesta el tratamiento.
El primero es como castigo o, en su caso, amenaza disuasoria contra ese molesto sacerdote que se niega a la ‘acogida’ a grupos LGTBI en su parroquia o que se empeña en denunciar las innovaciones heréticas de tal o cual compañero de sacerdocio.
No es un castigo baladí, como bien sabían los soviéticos, que enviaban a menudo a los disidentes a manicomios, en preferencia a destinos carcelarios en Siberia. Cuando, además, todo parece contradecir las creencias más íntimas, la tortura se hace difícilmente soportable. Así describe su experiencia un religioso en carta dirigida al sacerdote bloguero Padre John Zuhlsdorf
“Una vez allí, la impresión del poder de aquel lugar sobre mi futuro se hizo abrumadora. Sabes que tú y el futuro de tu vocación dependen de un informe positivo de esa gente. Vi y oí ese mismo miedo en los otros que conocí allí. Me sorprendió el número de jóvenes, especialmente de aquellos atraídos por la Tradición. También […] es absolutamente cierto que no existe privacidad alguna ni forma de comunicación con el exterior. Nada más llegar te hacen firmar un consentimiento al respecto.
Específicamente, uno de los médicos que me evaluaban mencionó lo raro que le resultaba que no hubiera sido sexualmente activo en el instituto y que no hubiera experimentado con actos homosexuales. Dijo que tal comportamiento era parte normal del desarrollo. La inmensa mayoría de los pacientes estaba muy medicada. […]
“Lo que vi y oí en el curso de seis meses [en St Louis, otro instituto similar, al que fue trasladado]: me animaron personalmente a masturbarme (era un procedimiento habitual, como comprobé luego)/ se me dijo que si conseguía “permiso para salir” podía buscar alguna cita exploratoria “para ver cómo resultaba”/ Vi otros sacerdotes y religiosos, que luchaban contra tentaciones homosexuales, a los que se les animaba constantemente a identificarse total y abiertamente como gays/ Rezar la Liturgia de las Horas o asistir a misa entre semana se evaluaba como “rígido”.
“Nadie tomaba en serio los votos de la vocación propia. A uno de los sacerdotes, que se convirtió en un buen amigo, le había mandado allí por predicar contra la anticoncepción”.Se hacen una idea, ¿no?
Un segundo fin es la recopilación de información. El sacerdote o religioso se somete a exámenes psiquiátricos que, naturalmente, examinan los aspectos más íntimos de la personalidad, incluidas acciones, pulsiones, temores y deseos pasados. Todo lo cual entra en un informe que se envía al ‘preocupado’ superior. De modo que el sacerdote, aunque salga cuerdo, equilibrado y con su fe intacta de la experiencia, se lo pensará dos y hasta tres veces antes de hacer algo que moleste a quien tiene un dossier completo de sus intimidades.
Y hay un tercer objetivo realmente terrible. En el caso de sacerdotes pedófilos, abusadores seriales, el obispo puede mandarlos a St Luke -o instituciones similares- para que vuelvan con un informe firmado por los facultativos afirmando que el sujeto está ‘curado’ y ya no es una amenaza para nadie. De este modo, en caso de que surja un escándalo, el obispo puede alegar que tomó las medidas oportunas, mientras que el informe del instituto le da ‘permiso’ para volver a encomendarle al abusador un nuevo cargo pastoral. El instituto, que depende del dinero de la diócesis, no suele tener problemas para complacer al obispo.
Carlos Esteban