Entre los aniversarios que se conmemoran en este año de 2018 hay uno que ha pasado inadvertido: hace sesenta años, el 9 de octubre de 1958, fallecía en Castelgandolfo el venerable Pío XII tras diecinueve años de reinado. Sin embargo, su memoria sigue viva, sobre todo -como señala Cristina Siccardi- por su imagen solemne, digna de un vicario de Cristo, y por la amplitud de su magisterio, con el trágico telón de fondo de sucesos como la Segunda Guerra Mundial, que estalló a los seis meses de su ascensión a la silla de San Pedro el 2 de marzo de 1939.
La muerte de Pío XII puso fin a una época, hoy denominada, con desprecio, preconciliar o constantiniana. Con la elección de Juan XXIII y la inauguración del Concilio Vaticano II se inició una nueva era en la historia de la Iglesia que ha tenido su momento triunfal este 14 de octubre con la canonización de Pablo VI, que sigue a la anterior del papa Roncalli.
Aunque el beato Pío IX está a la espera de ser canonizado, todos los papas del Concilio y el postconcilio han tenido el honor de ser elevados a los altares, con la excepción de Juan Pablo I. Parece que lo que se quiere canonizar por medio de sus protagonistas sea una época, que no obstante es la más tenebrosa que haya conocido la Iglesia en toda su historia.
La inmoralidad se extiende por todo el cuerpo de la Iglesia, empezando por la cumbre. El papa Francisco se niega a reconocer la realidad de la trágica situación revelada por el arzobispo Carlo Maria Viganò. Reina la confusión doctrinal, hasta el punto que el cardenal Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht, ha declarado públicamente que «los obispos, y sobre todo el sucesor de San Pedro, no cumplen cabalmente su misión de mantener y transmitir con fidelidad y en unidad el depósito de la fe».
El presente drama hunde sus raíces en el Concilio Vaticano II y en el postconcilio, y los principales responsables son los pontífices que han timoneado la Iglesia en los últimos sesenta años.
Su canonización es una proclamación de sus virtudes heroicas en el gobierno de la Iglesia. El Concilio y el postconcilio han negado la doctrina en nombre de la pastoral, y en nombre de ese pastoralismo se han negado a definir la verdad y a condenar errores. La única verdad que se proclama solemnemente hoy en día es la impecabilidad de los papas conciliares, y de nadie más que de ellos. Pareciera que, más que canonizar a los hombres, lo que se ha querido es presentar como infalibles sus decisiones políticas y pastorales.
Ahora bien, ¿qué credibilidad nos merecen estas canonizaciones? Aunque la mayoría de los teólogos sostiene que las canonizaciones son actos infalibles de la Iglesia, no se trata de dogmas de fe.
El último gran exponente de la escuela teológica romana, Brunero Gherardini (1925-2017), expresó en la revista Divinitas todas sus dudas sobre la invalidez de las canonizaciones. Para el teólogo romano, una sentencia de canonización no es en sí infalible, porque no reúne las condiciones exigidas para la infalibilidad; para empezar, la canonización no tiene por objeto directo o explícito una verdad de fe o de moral contenida en la Revelación, sino tan sólo algo indirectamente relacionado con el dogma, que no es un acto dogmático propiamente dicho. Además, ni el Código de Derecho Canónico de 1917 ni el de 1983, como tampoco el Catecismo de la Iglesia Católica, sea el antiguo o el nuevo, exponen la doctrina de la Iglesia sobre las canonizaciones.
Otro teólogo actual competente, el P. Gleize, de la Fraternidad San Pío X, admite la infalibilidad de las canonizaciones, pero no de las posteriores al Concilio, por las siguientes razones: las reformas que han seguido al Concilio han supuesto claras insuficiencias en los procedimientos e introducen una nueva intención colegial, consecuencias que son incompatibles con la certeza de las beatificaciones y la infalibilidad de las canonizaciones.
En tercer lugar, el juicio que se emite en el proceso pone en juego un concepto como mínimo equívoco y por tanto dudoso sobre la santidad y las virtudes heroicas. La infalibilidad se cimienta en un complejo y eficaz mecanismo de investigaciones y verificaciones. Es indudable que a raíz de la reforma de los procedimientos introducida por Juan Pablo II en 1983 este proceso de verificación de la verdad se ha vuelto mucho más frágil y se ha obrado una transformación en el concepto mismo de santidad.
Últimamente se han publicado otros aportes importantes en este sentido. Peter Kwasniewski señala en OnePeterFive que la peor alteración introducida en los procesos de canonización está en la cantidad de milagros exigidos: «En el sistema antiguo, eran necesarios dos tanto para la beatificación como para la canonización; es decir, un total de cuatro milagros investigados y certificados. Este requisito tenía por objeto proporcionar a la Iglesia suficiente certeza moral de que Dios aprobaba la beatitud o santidad de la persona probándola mediante el ejercicio de su poder ante la intercesión de esa persona. No sólo eso; tradicionalmente los milagros tenían que distinguirse por un carácter evidente; innegable; esto es, no podían atribuirse a causas naturales o científicas. El nuevo sistema reduce a la mitad el número de milagros exigidos, lo cual, se podría decir, reduce también a la mitad la certeza moral. Y, como muchos han señalado, los milagros aportados suelen ser cosas de poca monta, y uno se queda preguntándose si de veras se trató de un milagro o de un hecho sumamente improbable».
Por su parte, Christopher Ferrara, en un prolijo artículo aparecido en The Remnant, después de subrayar el decisivo papel del testimonio de los milagros en las canonizaciones, señala que ninguno de los milagros atribuidos a Pablo VI y a monseñor Romero se ajusta a los criterios tradicionales para verificar que un milagro es obra de Dios: «Estos requisitos son: (1) que la curación sea (2) instantánea, (3) total, (4) duradera, y (5) que no tenga explicación científica; o sea, que no obedezca a un tratamiento o un proceso natural, sino a un suceso ajeno al orden sobrenatural».
John Lamont, que ha dedicado un amplio y convincente estudio al tema de la autoridad de las canonizaciones, concluye su estudio con las siguientes palabras: «No estamos obligados a sostener que las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II fueron infalibles, porque no reunían los requisitos exigidos para tal infalibilidad. Sus canonizaciones no tienen que ver con la doctrina de la fe, ni fueron consecuencia de una devoción central para la vida de la Iglesia, como tampoco fueron el resultado de una indagación rigurosa y concienzuda. Pero tampoco podemos excluir a todas las canonizaciones del carisma de la infalibilidad; podemos seguir afirmando que las que fueron fruto de los minuciosos procedimientos que se seguían en siglos anteriores se beneficiaron de ese carisma».
Al no ser una canonización dogma de fe, los católicos no estamos obligados a aceptarla. El ejercicio de la razón demuestra palmariamente que los pontificados conciliares no han supuesto la menor ventaja para la Iglesia. La fe supera la razón y la eleva, pero no la contradice, porque Dios, Verdad por esencia, no es contradictorio. Podemos, pues, en conciencia, mantener todas las reservas que tenemos hacia estas canonizaciones.
El acto más devastador del pontificado de Pablo VI fue la destrucción del Rito Romano tradicional. Los historiadores saben que el Novus Ordo Missae no fue la reforma de monseñor Bugnini, sino la que preparó, deseó y llevó a efecto el papa Montini, dando lugar, como escribe Peter Kwasniewski a una explosiva fractura interna: «Es como si hubiese arrojado una bomba atómica sobre el pueblo de Dios que hubiera aniquilado su fe o les hubiera producido cáncer con las radiaciones».
Y el acto más meritorio del pontificado de Pío XII fue la beatificación en 1951 y la posterior canonización en 1954 de san Pío X al final de un largo y riguroso proceso canónico y con cuatro milagros irrebatibles. Gracias a Pío XII, el nombre de San Pío X resplandece en el firmamento de la Iglesia y es una guía segura en medio de la confusión que reina en nuestros tiempos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)
Roberto de Mattei