La renovación eclesial anunciada por Francisco desde el primer año de su pontificado, todo apunta, va a venir de la mano de esta nueva palabra de la que hablábamos ayer y que pronto escucharemos por todas partes: sinodalidad.
El sínodo que acaba este sábado, presentado como sínodo de los jóvenes como podría haberse llamado de cualquier otra manera, contiene dos capítulos enteros dedicados a la sinodalidad, aunque apenas se haya hablado de ello en todo este mes de sesiones.
La anécdota desmiente su propio objeto, porque si los que van a liderar la ‘renovación’ son estos supuestos sínodos y en el documento final los padres sinodales se encuentran con casi una sección entera dedicada a lo que apenas se ha discutido, ¿para qué todo el paripé? ¿Quién está mandando, realmente?
No es el único contenido inesperado para los propios participantes. Sí, parece que las polémicas siglas que van a centrar las búsquedas de la mayoría de periodistas -LGBT- y que fueron asombrosamente incluidas en el Instrumentum laboris -tras asegurar fálsamente el cardenal Baldesseri que las había recogido del informe del presínodo-, se han evitado. Pero el concepto se ha colado con otros ropajes, como el de “orientación sexual”.
En esta última rueda de prensa antes de la presentación el sábado del documento final se ha podido ver muy bien los dos tipos de obispos que han acudido a este sínodo: los que se lo han tomado como una oportunidad eclesial de recuperar el Evangelio y presentárselo sin diluir ni aguar a las nuevas generaciones, casi todos procedentes de esas periferias tan amadas por el Papa; y quienes están en el secreto sobre aquello de lo que de verdad va todo esto, y saben que su papel es alimentar una maquinaria demagógica que oscurezca un resultado trazado de antemano.
Eamon Martin, arzobispo de Armagh, no parecía muy feliz al asegurar que “el Espíritu Santo parece haber quedado fuera del documento de trabajo”, aunque ha añadido haber sentido “Su presencia” durante toda la reunión, hablando de “la nueva Primavera” que se espera en la Iglesia. No entiendo cómo después de lo mal que ha salido siempre todo cuando se anuncian ‘primaveras’ -ya sean eclesiales o árabes- todavía se siga usando una expresión tan gafada.
El Cardenal Christoph Schönborn, el arzobispo de Viena que recientemente convirtió su hermosa catedral en local discotequero de una ‘rave’ multitudinaria, como si fuera una nave industrial de un polígono abandonado, ha derrochado, concentrada, todo la sinuosa demagogia que ha caracterizado estas semanas. Ha sacado pecho, recordando que han sido 270 obispos de todo el mundo escuchando atenta y amorosamente a los jóvenes y preguntándo que otro grupo de líderes podrían presumir de lo mismo.
Con todos los indicios de descarados amaños, seguir fingiendo que esto ha consistido en “escuchar a los jóvenes” exige el sólido descaro de un veterano como el de Viena. Pone luego en boca de un joven delegado africano estas palabras que, asombrosamente, coinciden con la idea inicial de todo el sínodo, de todo el pontificado de Francisco, de toda la herencia del difunto cardenal Martini: “La Iglesia es nuestra única esperanza porque aquí encontramos un lugar donde somos acogidos, comprendidos, donde podemos ser nosotros mismos y sentirnos en casa”.
Es una suerte que esto haya acabado ya, porque no sé si podría aguantar mucha más blanda jerga del Verano del Amor. Eminencia, recuerde por un segundo que es un príncipe de la Iglesia Católica, la Esposa de Cristo, sucesor de los Apóstoles; no puede hablar como un concursante de Operación Triunfo. Sí, la Iglesia es nuestra única esperanza, pero no porque sea una especie de gigantesco grupo de terapia y autoafirmación para jóvenes, sino porque nos trae a Cristo, y Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra esperanza. Si la Iglesia es sólo una alternativa al diván del psicoanalista, Su Eminencia se iba a encontrar sin empleo mañana mismo.
Es un alivio oír, tras esta viejuna exposición de psicologismo, al africano del grupo, el arzobispo de Nyeri, en Kenia, Anthony Muheria. No es que haya sido una homilía de San Juan Crisóstomo, entiéndanme, pero al menos ha hablado de conectar a los jóvenes “a la obra de la Gracia, conectarles con Cristo, de modo que puedan alcanzar a Dios”. Se diría que uno tiene que irse a África para volver a oír los términos habituales del mensaje cristiano.
A Schönborn le ha preguntado un periodista por ‘el tema’, si se ha desarrollado el asunto de la homosexualidad y se ha cambiado “tendencias sexuales” por “orientación sexual”. Pero si cree que va a pillar en un renuncio a un veterano como Schönborn, con más conchas que un galápago, es que no le conoce. El cardenal ha dicho que “aún no disponemos del Texto Definitivo”. Y lo ha dicho sin inmutarse.
También a Schönborn se le ha preguntado por la diferencia entre ‘colegialidad’ y la palabra de moda, ‘sinodalidad’. Ha dicho que lo primero se refiere a los obispos, mientras que lo segundo “es una noción mucho más amplia que se refiere al funcionamiento de la Iglesia”. Asegura que el modelo es el Concilio de Jerusalén del que habla el Capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles. Aunque no consigo imaginar a ningún prelado diciéndole a la cara y claramente a Francisco que está equivocado y logrando que cambie de parecer, como hizo San Pablo con San Pedro.
El irlandés parece alinearse con sus colegas africanos al decir que la Iglesia “debe presentar sin miedo al mundo, en el que los jóvenes se ahogan, un mensaje contracultural”, porque “si la Iglesia va detrás de las modas con la esperanza de atraer a los jóvenes, no lo conseguirá”. ¿Oído, cocina?
Pero la suerte está echada, la sinodalidad es el futuro previsto para el gobierno de la Iglesia y, a juzgar por los sínodos que hemos visto hasta ahora, no augura nada bueno ni tiene nada que ver con esa imagen de “todos, obispos, el Papa y el pueblo de Dios, caminando juntos”. Se parece bastante más a una cámara de resonancia de la Curia que ofrecerá la coartada ‘colegial’ a este último experimento en primaveras.
Carlos Esteban