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lunes, 1 de octubre de 2018

La pelota está en el tejado del Papa, no de Ouellet (Carlos Esteban)



Lo más novedoso de la última carta del (todavía) Arzobispo Carlo Maria Viganò es su llamamiento al Cardenal Ouellet, de quien dice que posee las pruebas de lo que Viganò alega, para que hable y cuente lo que sabe del caso.
«Me gustaría hacer un llamamiento especial al Cardenal Ouellet, porque como nuncio siempre trabajé en gran armonía con él, y siempre tuve gran estima y afecto hacia él» , dice Viganò en su última carta, en la que se reafirma en todo lo que ha revelado hasta la fecha. Y concluye: «Su Eminencia, antes de irme a Washington, usted fue quien me contó las sanciones del Papa Benedicto sobre McCarrick. Tiene a su disposición documentos clave que incriminan a McCarrick y a muchos en la Curia, por sus encubrimientos. Su Eminencia, le insto a que testifique la verdad» .
El ‘encargo’ pone en un verdadero brete al cardenal canadiense Marc Ouellet, presidente de la Comisión Pontificia para América Latina y, cuando Viganò era nuncio en Estados Unidos, prefecto para la Congregación de los Obispos, en el caso de que haya algo de verdad en lo que denuncia Viganò en su célebre testimonio.

Ouellet está, como cualquier miembro de la Curia, sujeto al muy solemne secreto pontificio. También lo estaba, naturalmente, Viganò, que aprovecha esta última carta para justificarse en este sentido, asegurando que

“el objetivo de cualquier secreto, incluido el secreto pontificio, es proteger a la Iglesia de sus enemigos, no ocultarla y convertirse en cómplice de los crímenes cometidos por algunos de sus miembros. Fui testigo, no por mi elección, de hechos impactantes y, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (2491), el sello del secreto no es vinculante cuando un daño grave puede evitarse únicamente al divulgar la verdad”.
Bien, ése es el discernimiento de Viganò, pero no tiene que serlo el de cualquier otro implicado. La necesidad de obediencia en el seno de la Iglesia, más aún a estos niveles, presume que el inferior no debe juzgar las decisiones del superior, ya que si todo dependiese de su juicio particular, la obligación solemne de secreto carecería de sentido.

Más aún si se trata del Papa, sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo, es más que arriesgado valorar por cuenta propia cuándo una de sus decisiones supone “un crimen”, por usar las palabras de Viganò.

Aún más, la decisión de Francisco de levantar una sanción que, si existió, fue reservada y secreta, entra perfectamente dentro de la autoridad discrecional del Pontífice, se juzgue sabia o no, más cuando se trata de un clérigo retirado de sus funciones jerárquicas y al que Francisco encargó misiones puntuales confiando en una habilidad diplomática que nadie ha puesto en duda. Y, por último, que no había sido acusado todavía de un delito perseguible penalmente.

Todo lo cual nos lleva a concluir que Ouellet puede tener una apreciación del secreto pontificio distinta a la de Viganò y discernir en buena conciencia que debe mantenerlo, por ser fiel a su juramento y por el bien de la Iglesia.

No es Ouellet el que debe hablar. Es el Papa. Es él quien está libre de todo juramento de secreto y, sobre todo, quien tiene plena potestad para abrir todos los archivos y presentar todos los documentos, no sólo los que conserva el cardenal canadiense.

Su Santidad acaba de hacer público un comunicado en el que pide a todos los fieles que recemos a diario el Santo Rosario y la Oración al Arcángel San Miguel instituida por León XIII, “para defenderla de los ataques del maligno, el gran acusador”, una iniciativa digna del Santo Padre y muy necesaria en estos tiempos convulsos para la Iglesia.
Ese ‘gran acusador’ ha sido el protagonista de varias homilías papales en Santa Marta desde que volvió del Encuentro Mundial de las Familias en Irlanda o, lo que es lo mismo, desde que se hizo público el Testimonio Viganò. Dibuja en ellas al Diablo no tanto como sembrador de mentiras sino como revelador de íntimos pecados, con el fin de escandalizar y dividir. Es, sin duda, una interpretación novedosa, y nuestra doctrina moral prevé una figura, la difamación, que condena dañar el buen nombre de alguien divulgando pecados atribuidos a la persona, aunque sean ciertos.

Pero ya hemos pasado esa fase. Ya no hay protección en el silencio y difícilmente bien alguno, no sólo porque ha sido el silencio el que ha permitido que crezca y medre esta cultura de encubrimiento y abusos, sino porque las acusaciones están hechas, son públicas, son verosímiles y dividen y desconciertan a los fieles.

El Papa tiene en su mano acabar con esta agonía, de un plumazo. Puede desmentir a Viganò, sacar a la luz todas las pruebas que desenmascaren las mentiras o, en su caso, los errores de juicio o de hecho del arzobispo.

Y si el núcleo de cuanto cuenta Viganò es cierto, nadie podría acusar al Santo Padre de mentir, bien al contrario: su negativa a defenderse (“qui tacet consentire videtur”) o a contradecir las acusaciones e incluso su insistencia homilética sobre el Gran Acusador que ataca y escandaliza con la verdad apuntan a algo parecido a un admisión.

El Papa podría abrir esas ventanas y dar ejemplo de esa transparencia que siempre ha dicho querer para la Iglesia dando acceso a la evidencia disponible. Puede lamentar que Viganò haya faltado a su juramento, puede apuntar errores y juicios de valor que resulten temerarios y poco caritativos. Y, en última instancia, defender su rehabilitación parcial de McCarrick en base a la misericordia.

El Papa podría acallar así a los acusadores, dar un ejemplo valeroso de transparencia para toda su grey, especialmente para sus pastores, y mostrar una prueba de humildad que sería una lección para todos.

Pero mantener el silencio -que ya no es tal, sino cacofonía de voces- no sirve ya a otro fin que a la división y al desconcierto de los fieles.

Carlos Esteban