En la clausura del Sínodo, llevada a cabo el sábado 27 de octubre, Jorge Mario Bergoglio volvió a identificar en el “Gran Acusador”, en Satanás, al autor último de las acusaciones lanzadas contra él, el Papa, para golpear en realidad a la “Madre Chiesa”:
“Por eso éste es el momento de defender a la Madre. […] Porque al atacarnos el Acusador ataca a la Madre, pero la Madre no se toca”.
Con esto Francisco ha justificado una vez más su silencio frente a la a acusación – dirigida públicamente contra él por el arzobispo Carlo Maria Viganò, ex nuncio en Estados Unidos – de haber mantenido junto a él durante largo tiempo, como consejero de confianza, a un cardenal como el estadounidense Theodore McCarrick, de quién también conocía – al igual que muchos otros, en el Vaticano y fuera de éste – las prácticas homosexuales con seminaristas y jóvenes.
Pero hay también otro silencio al que el Papa se atiene constantemente. Es el silencio sobre la homosexualidad practicada por numerosos eclesiásticos. Francisco no la cita nunca, cuando denuncia la plaga de los abusos sexuales. En el origen de todo, sostiene él, está más bien “el clericalismo”. También el documento final del Sínodo, en los parágrafos respecto a los abusos, se apropia de este juicio de Francisco, y define al clericalismo como “una visión elitista y excluyente de la vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder para ejercer, más que como un servicio gratuito y generoso”.
Son un silencio y un diagnóstico del Papa que encuentran fuertes críticas, sobre todo en Estados Unidos, donde la opinión pública católica y la que no lo es, tanto la progresista como la conservadora, está más que nunca activa en el reclamo de verdad y transparencia.
Una expresión particularmente reveladora de esta opinión pública es el artículo publicado el 26 de octubre – justamente mientras el Sínodo estaba en sus tramos finales – en “Commonweal”, histórica revista del catolicismo “liberal” americano, con la firma de Kenneth L. Woodward, durante treinta y ocho años valorado vaticanista de “Newsweek”:
> Double Lives
A juicio de Woodward, el caso McCarrick es revelador de cuán difundida está realmente la homosexualidad entre los eclesiásticos, en todos los niveles, como ya había documentado desde el 2003 el célebre informe del Jay College of Criminal Justice, según el cual “ocho de cada diez abusos registrados por obra de sacerdotes en los últimos setenta años fueron casos de varones que abusaron de otros varones”.
En consecuencia, “hay que ser ciegos o deshonestos”, escribe Woodward, para rechazar la denuncia del rol de la homosexualidad en el escándalo de los abusos, llamándola “homofobia”.
En décadas de trabajo como vaticanista, Woodward recuerda haber recogido innumerables informes no sólo de casos particulares de homosexualidad, sino de verdaderas y auténticas “redes” de apoyo y complicidad entre eclesiásticos de doble vida, en Los Ángeles, Milwaukee, Chicago, Pittsburgh y otras diócesis. En Chicago, el sacerdote Andrew Greeley, sociólogo y escritor de los más leídos en Estados Unidos, fallecido en el 2013, denunció públicamente la presencia de círculos de homosexuales en las oficinas de la diócesis, gobernada por el cardenal Joseph Bernardin, su amigo y guía muy influyente del ala progresista de la Iglesia Católica estadounidense.
Pero Woodward recuerda también que la curia vaticana estaba infectada. Cita el caso de John J. Wright (1909–1979), durante diez años obispo de Pittsburgh y fundador en esa diócesis, en 1961, de un “oratorio” para jóvenes estudiantes universitarios que atraía a sacerdotes homosexuales como abejas sobre la miel. Wright era un intelectual brillante, contratado por diarios “liberales”, entre ellos el “Commonweal”, pero ortodoxo en la doctrina, a quien Pablo VI llamó a Roma en 1969, para presidir la Congregación vaticana para el Clero, creándolo cardenal. Pero muchos sabían de su doble vida con jóvenes amantes, precisamente mientras supervisaba la formación de los sacerdotes católicos en todo el mundo.
No sólo eso. Entre quienes hoy “seguramente conocen la verdad” sobre él – prosigue Woodward – está el cardenal Donald Wuerl, hasta hace pocas semanas poderoso arzobispo de Washington, también él acusado de haber “encubierto” casos de abusos, pero despedido por el papa Francisco con conmovedoras palabras de estima. Wuerl fue secretario personal de Wright cuando éste fue obispo de Pittsburgh, y también después permaneció “más cercano a él que los cabellos a la cabeza”, hasta asistirlo en el cónclave de 1978, en el que se eligió a Juan Pablo II.
Woodward no cita otros casos específicos de homosexualidad practicada por dignatarios de la curia romana. Pero una ejemplificación creíble salió en Italia en 1999, en un libro de denuncia, con el título de “Via col vento in Vaticano”, de autor anónimo, pero identificado posteriormente en el monseñor de la curia Luigi Marinelli, fallecido al año siguiente. Entre otras cosas, se lee allí la carrera de un prelado estadounidense con una debilidad por los jóvenes, llamado a Roma para la Congregación vaticana para los Obispos, y luego devuelto a su patria a cargo de una diócesis importante, visitada por primera vez por un Papa, Juan Pablo II, en uno de sus viajes, y posteriormente promovido también a unan diócesis de mayor importancia y creado cardenal, y al final jubilado por razones de edad. O también se lee en ese libro de un diplomático de alto nivel, tejedor de acuerdos en los frentes más complicados, desde Israel a Vietnam, desde China a Venezuela. Crónicas recientes han enriquecido este muestreo, que en los últimos años parece estar creciendo, no en declinación.
En Estados Unidos llamamos “lobbies de color lila” a las redes homosexuales que impregnan seminarios, diócesis y curias. El problema, escribe Woodward, es que “en la jerarquía cristiana nadie parece ansioso en investigar”, ni siquiera después que el ex nuncio Viganò sacó a la luz el escándalo y ha acusado al papa Francisco en persona.
Concluye Woodward:
“Probablemente jamás tendremos la transparencia total. Pero si son necesarias reformas estructurales para proteger a los jóvenes de los abusos, los escándalos en el verano del 2018 deberían ser vistos como puntos de partida para una acción adecuada, no como ocasiones para demostraciones inútiles de rabia, shocks, vergüenza y desesperación. El peligro de las doble vidas clericales y de los secretos que pueden ser utilizados como armas para proteger otros secretos deberían ser aclarados a todos en este punto. Mientras haya una Iglesia también habrá hipocresía clerical, pero podemos y debemos hacer lo máximo posible para combatirla”.
Pero ciertamente ni el silencio ni los improcedentes gritos de alarma contra el “clericalismo” pueden llevar a más transparencia y a la eliminación de la plaga.
Sandro Magister