“En nuestra comprensión del ministerio admitimos a diáconos permanentes que sean hombres casados, pero en el presbiterado pedimos varones célibes, y pedimos que se reconozcan y que sean enteramente varones, por tanto heterosexuales”, declaró Monseñor Luis Argüello en respuesta a la pregunta de Infovaticana sobre las instrucciones del Papa Francisco para que no se consagre sacerdote a un homosexual.
Naturalmente, aunque el sentido de su discurso quedó patentemente claro para todos los presentes, sus palabras no fueron las más afortunadas, por lo que momentos después envió a los informadores un mensaje de voz de cuatro minutos en el que pedía disculpas y trataba de aclarar lo que realmente pretendía decir.
En sustancia, Argüello rectificaba ese “por tanto heterosexuales”, que literalmente negaba la condición de plenamente varones a los homosexuales. Entendemos que la pregunta es delicada, no en sí misma, sino en atención a las circunstancias que la rodean, y eso ha podido llevar al secretario general de la CEE al lamentable error. Hasta aquí, nada anormal.
En su mensaje, Argüello rectifica y lo aclara y perora con cierto nerviosismo sobre el alcance de lo que pretendía significar, esto es, que en el varón homosexual no se dan las condiciones idóneas de conyugalidad que se exige al sacerdote, en una elaborada explicación a la que sólo podemos ponerle un ‘pero’, o quizá dos.
Tras la oleada de escándalos que asolaron la Iglesia, especialmente en Estados Unidos, hacia 2002, el entonces prefecto para la Doctina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, dio instrucciones específicas para que los seminarios de todo el mundo se abstuviesen de ordenar a quienes presentaran inclinaciones homosexuales persistentes y claras, en línea con lo que es criterio universal desde hace siglos en la Iglesia. Posteriormente, el actual pontífice, Francisco, ratificó esa misma instrucción en el documento tratado en la rueda de prensa, El Don de la Vocación presbiteral, hace menos de dos años.
Cualquiera que eche un vistazo a los datos aparecidos sobre abusos sexuales por parte de clérigos -por ejemplo, el demoledor informe del gran jurado de Pensilvania, hecho público este verano- advertirá que tales crímenes fueron de carácter homosexual en más de un ochenta por ciento de los casos, al igual que, en una abrumadora mayoría, las víctimas fueron varones que, aunque menores de edad, habían superado la pubertad. Sólo ese dato serviría para apuntar hacia el acierto prudencial de la citada instrucción, sin entrar a cuantificar con precisión la relación entre homosexualidad y abuso.
Pero, naturalmente, la razón de actuar así va más allá y tiene profundas bases teológicas y antropológicas, y ése es el ‘pero’ que podríamos poner a la disculpa de Argüello: que en la apresurada disculpa y a pesar de lo profuso de la explicación, evita cuidadosamente pronunciar dos palabras presentes en el Catecismo de la Iglesia Católica que arrojan una extraordinaria luz sobre este particular: “intrínsecamente desordenado”, referidas a la inclinación homosexual.
No es, nos tememos, cosa de Argüello, ni de la Conferencia Episcopal Española; es un temor que parece extenderse por la jerarquía eclesiástica de toda la Iglesia universal. De hecho, sacerdotes bien considerados por la Curia, como pueda ser el jesuita norteamericano padre James Martin, llevan algún tiempo presionando para que se cambie esa expresión por la de “diferentemente ordenado” que, naturalmente, ofrecería una comprensión completamente diferente de la homosexualidad y cambiaría de un plumazo la concepción antropológica de la sexualidad que mantiene y ha mantenido siempre la Iglesia católica.
Es una verdadera lástima que el prelado español haya desaprovechado esa magnífica oportunidad para aclarar un extremo tan importante, aunque sólo sea porque se trata de un asunto en el que reina la más absoluta confusión, en buena medida por la actitud de los eclesiásticos.
La sensación que dan es la de quienes no creen, realmente, que la homosexualidad sea “intrínsecamente desordenada” pero que les falta valor para pronunciarse claramente, y así nos movemos en una ciénaga de confusión ante actitudes eclesiásticas que apuntan en una dirección que nadie reconoce explícitamente. Algo similar, en suma, a lo que vive buena parte de la Iglesia desde la promulgación, hace medio siglo, de la encíclica Humanae Vitae, cuya prohibición de la contracepción no es recordada ni recomendada por más de un puñado de prelados en todo el mundo pero contra la que ninguno se atreve a predicar abiertamente.
Agradecemos de corazón las disculpas de Argüello y su explicación, aunque en ningún momento pensamos que el secretario general creyera que los homosexuales no son enteramente varones y entendimos de primeras lo que quería decir. Pero nos resulta asombroso que en su casi prolija explicación haya evitado algo tan sencillo como recordar la concepción católica de la homosexualidad que aparece en el propio catecismo.
Carlos Esteban