La Iglesia es la encargada de llevarnos por el buen camino y de conducirnos a buenos pastos. Así ha sido siempre, pero no es eso lo que hoy vemos, por desgracia. Ciertamente la Iglesia a la que pertenecemos es la misma, en su esencia, y sigue siendo santa, pues es el Cuerpo Místico de Cristo. Sin embargo, aquellos que tendrían que continuar la obra de Jesucristo y de sus Apóstoles se han acobardado ante el mundo ... y en su deseo de ser aceptados por el mundo le han abierto las puertas ... Al hablar de «mundo» no nos referimos a la gente, en general, ni muchísimo menos: la iglesia siempre ha sido comprensiva con todos los hombres, a lo largo de su historia, excepción hecha de algunos pastores que no eran tales, sino lobos cubiertos con piel de oveja, pero eran los menos y, además, se les veía el plumero y la Jerarquía los condenaba, para evitar que la Iglesia fuese infectada. El «mundo» del que aquí se habla, el «mundo» según el Evangelio, se refiere a todos aquellos cuyo pensamiento y cuya vida se rige por criterios ajenos y contrarios al Espíritu de Jesucristo: es a este «mundo» al que, increíblemente, se le han abierto las puertas, desde el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, del papa Juan XXIII.
Aquí no entro -ni puedo entrar- en lo que se refiere a las intenciones del papa Juan XXIII. Eso le corresponde sólo a Dios. Pero sí observo lo que ha ido ocurriendo desde que dicho Concilio fue aprobado el 8 de diciembre de 1965 ... y llevado a la práctica. Pues, aunque, en teoría, se trataba de un concilio meramente «pastoral», con la idea, bien expresada, de mantener intacto el Depósito de la Fe, los hechos cantan. No es eso lo que ha sucedido.
Los frutos derivados del Concilio los estamos padeciendo ahora, con gran virulencia. Y no son buenos frutos. La solución, en realidad, es sencilla: no tenemos más que atenernos a las palabras de Jesús, cuando dijo «Todo árbol bueno da frutos buenos y el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos. Todo árbol que no da fruto bueno es cortado y arrojado al fuego. Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,17-20).
Desde el Concilio Vaticano II hasta la actualidad se ha ido produciendo en el mundo un alejamiento y un desconocimiento cada vez mayor de la Iglesia católica y de Jesucristo, su fundador. Si los frutos del CVII han sido malos es señal, más que evidente, de que dicho Concilio no fue bueno, si es que las palabras de Jesús sirven para algo. De ahí la urgente necesidad de un nuevo Concilio, acorde con las enseñanzas del Magisterio Perenne de la Iglesia; y de que se extirpe todo tipo de ambigüedades, propias del Modernismo, «suma de todas las herejías» según el papa san Pío X ... y que, sin embargo, presente en el CVII en todo momento: Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y el actual papa Francisco ... todos ellos han estado influenciados por filosofías idealistas. El ritual de la Nueva Misa, en lengua vernácula, fue aprobado por el papa Pablo VI, sabiendo, como sabía, que en su confección hubo una comisión formada por diez personas, de las cuales siete eran protestantes y de las tres católicas, una de ellas, el que la presidía, el cardenal Bugnini se demostró que era masón. Pese a ello, dicha misa fue aprobada. Un grave error, a mi entender; error que ahora estamos pagando. Hasta el mismo papa Pablo VI admitió, en 1972, que «el humo de Satanás se ha infiltrado en la Iglesia». De esto hace ya cuarenta y seis años: ¿Qué diría ahora, si viviera?
Y, siendo esto así; y conociendo los turbios orígenes del CVII ... y aún sabiendo que era sólo un concilio pastoral, que no pretendía cambiar el dogma, en absoluto, sin embargo, el tal Concilio se ha idolatrado, como si fuera el único que ha comprendido, por fin, el modo de evangelizar a la gente ¿Qué ocurre con los veinte concilios anteriores? Se ha claudicado claramente ante el «mundo», pretendiendo «modernizar» la Iglesia, y se ha llegado a una situación altamente alarmante, en donde ya no hay diferencias esenciales entre la Iglesia y el Mundo. Con los nuevos «métodos» todo el mundo se salva, lo que está en contradicción con el Mensaje evangélico. Esto no es lo que dijo Jesús. El gran problema, el grave problema, es la pérdida de la fe. Y el mundo sólo puede ser vencido con la fe: «Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5, 4).
Es «curioso» que, habiendo documentos importantes y fieles a la Tradición, sólo se ha hecho -y se está haciendo- hincapié, dándole, además, una importancia excesiva, en aquellos documentos más problemáticos del CVII, que son los relacionados con el ecumenismo, la libertad religiosa, la colegialidad y el diálogo interreligioso. Para colmo, se ha pretendido -y se sigue pretendiendo- que haya hacia dichos documentos una fidelidad rayana en el acto de fe. Esto es un auténtico disparate. Y, desde luego, no es cristiano. Se sabe, y se ha estudiado muy bien, que hay una serie de puntos que son más que discutibles, por no decir heréticos, y que se oponen claramente al Magisterio anterior, al Magisterio Perenne de la Iglesia. La ruptura con la Tradición supone una traición a la Iglesia. Y lo que resulta no es ya la Iglesia que Cristo fundó, sino otra cosa, aunque se le siga llamando Iglesia.
Se me viene ahora a la mente el caso de Monseñor Lefebre, quien fue excomulgado por el papa Juan Pablo II el 2 de julio de 1988, mediante el Motu Proprio «Ecclesia Dei». ¿El motivo? Básicamente -y en el fondo de todo- no fue otro que su fidelidad a la Tradición, es decir, al Depósito recibido. Él no estaba en contra de todo el Concilio Vaticano II, sino de una serie de puntos que podrían influir negativamente en el desarrollo y en el crecimiento de la Iglesia, como vemos que ha ido sucediendo, estando ya al borde del colapso.
Todo saldrá a relucir algún día pues, según Jesucristo, cuyas palabras son siempre vedad, «nada hay oculto que no quede manifiesto, ni secreto que no acabe por ser conocido y descubierto» (Lc 8, 17). Monseñor Lefebre falleció poco después, el 25 de marzo de 1991, a los 85 años de edad, pero dejó fundada la Sociedad Sacerdotal de San Pío X, la cual ha mantenido la Tradición, gracias a Dios. Por cierto, contra lo que muchos piensan todavía, hay que decir que, a día de hoy, la FSSPX no es cismática ni está excomulgada.
Ha habido infinidad de factores bajo cuya influencia se desarrolló el CVII. Podríamos citar a determinados «teólogos» y/o filósofos, como Karl Rahner y Jacques Maritain, cuya filosofía estaba impregnada del idealismo de Kant, Hegel y Heidegger, entre otros.
La nueva misa, que pretendía un acercamiento al mundo, ha producido, en realidad, todo lo contrario. Cada vez es mayor el número de personas que pierde la fe en lo sobrenatural, siendo éste un punto esencial en el cristianismo. La Iglesia no puede quedar reducida a una organización meramente humana, pues su origen es divino. Y, una vez perdido o difuminado el carácter sacrificial de la Misa (como así está ocurriendo en infinidad de lugares del mundo) se pierde también la fe en la presencia real y sacramental de Jesucristo en la Eucaristía, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y en definitiva, se pierde la fe en todo el contenido de los Evangelios y del Nuevo Testamento, como si los milagros fueran sólo símbolos, pero no realidades históricas que, efectivamente, tuvieron lugar.
Por otra parte, a base de no predicar la Doctrina, suponiendo -lo que es mucho suponer- que eso es algo que todos conocen y en lo que no debe de insistirse, nos encontramos, en la actualidad, tras dos o tres generaciones después del CVII, con una inmensidad de católicos que no conocen la Doctrina católica ... entre otras cosas porque nadie se la ha enseñado ... hasta el punto de que tales «católicos» piensan con los mismos criterios del «mundo» ... y si eso es así -y lo suele ser, casi siempre- tales personas no son católicas, en realidad, puesto que han perdido la fe y piensan como los paganos. No tienen fe, sin más. «Ahora bien, sin fe es imposible agradar a Dios, pues es preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan» (Heb 11, 6). Y esto no es aplicable sólo a los seglares. Es más: no son los seglares los que tienen la mayor culpa, sino los malos pastores, aquellos que tenían la obligación de procurar a sus fieles pastos abundantes, para que crecieran en la fe y en el amor a Jesucristo y a su Iglesia. En este proceso ha tenido mucho que ver la nefasta influencia del CVII (en sí mismo y no en sus interpretaciones, como dicen algunos, dando por supuesto que todo cuanto se dice en el Concilio es bueno y que el problema lo tienen aquellos que no lo interpretan correctamente). No es así. Por desgracia, además, son muchos los «pastores» falsos que se encuentran en las más altas Jerarquías de la Iglesia; y están haciendo mucho daño al Cuerpo Místico de Cristo, en sus miembros que son todos los bautizados.
Por supuesto que siguen habiendo buenos pastores en la Iglesia: pastores y también seglares, que son santos y que profesan un gran amor a Jesucristo y a su Iglesia. Esto es lo que aún mantiene a la Iglesia y lo que hace que sigan siendo ciertas aquellas palabras que Jesucristo pronunció, dirigiéndose a Simón y cambiándole el nombre: «Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Y aquellas otras, cuando dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35).
De no ser así, sería posiblemente una señal de que habríamos llegado ya al final de los tiempos, o que estaríamos muy cerca de él ... En realidad, aunque no se puede afirmar con certeza, no sería de extrañar que este fin no esté ya muy lejos en el tiempo. ¿Por qué? Pues porque se están produciendo, prácticamente, todas las señales de las que hablaba Jesús, con relación a este final, al decir «Cuando veáis la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel (*) erigida en el lugar Santo -quien lea, entienda- ...» (Mt 24, 15; Mc 13, 14; Lc 21, 20)
[(*) El profeta Daniel en el Antiguo Testamento, predijo que en un tiempo futuro tendría lugar la abominación de la Desolación en el lugar santo: Daniel 9, 27; 11, 31; 12,11. Dicha abominación será posterior a la supresión del sacrificio cotidiano, es decir, a la supresión del sacrificio de la Santa Misa]
Las palabras de Jesús, refiriéndose a aquel momento, son estremecedoras: «Habrá entonces una tribulación tan grande como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y si no se acortasen tales días, nadie se salvaría; mas, por amor a los elegidos, se abreviarán aquellos días» (Mt 24, 21-22)
No cabe duda de que gracias a los santos (también los que están ya en la Iglesia triunfante) y a sus oraciones, son bastantes los cristianos que se mantienen en la fe verdadera todavía. Pero tampoco cabe duda de que «el príncipe de este mundo» (es decir, el Diablo) está ya en acción y cosechando mucho éxito: la apostasía, a nivel mundial, es algo que, por desgracia, salta a la vista, incluso para el observador menos perspicaz.
Me vienen a la mente las siguientes palabras del Apocalipsis, aquellas que se refieren al Anticristo, o sea, a la primera bestia a la que el Dragón, que es el Diablo, le dio su poder, su trono y un poderío grande (Ap 13, 2b). «La tierra entera corrió admirada tras la bestia, y adoraron al Dragón, porque dio el poderío a la bestia; y se postraron ante la bestia, diciendo: '¿Quién hay semejante a la bestia y quién puede luchar contra ella?'» (Ap 13, 3b-4). Y más adelante dice, refiriéndose también a esta primera bestia: «Se le concedió hacer la guerra contra los santos y vencerlos; se le concedió también potestad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyo nombre no está inscrito, desde el origen del mundo, en el libro de la vida del Cordero que fue sacrificado. Quien tenga oídos, oiga» (Ap 13, 7-9).
Se habla, a continuación, de una segunda bestia, a la que se considera como el falso profeta, el precursor del Anticristo [al igual que Juan Bautista era el precursor de Cristo] Esta segunda bestia, dice el Apocalipsis, «tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, aunque hablaba como un Dragón. Y realiza en su presencia todo el poder de la bestia primera, haciendo que la tierra y todos sus habitantes adoren a la primera bestia» (Ap 13, 11-12). Y aquí sería bueno prestar atención al hecho de que la bestia segundo se presenta con apariencia de cordero (como buena ante los ojos de muchos, que serán engañados por la fama y el poder de esta segunda bestia, que es el falso profeta) ... pero, en realidad, habla las palabras de su Jefe, el Diablo (el Dragón), que odia a Dios y a su enviado, Jesucristo.
No sabemos nada acerca de esa hora «ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36) [Se refiere al Hijo, en cuanto hombre, con respecto a la misión que, como tal, su Padre le había encomendado. Es evidente que sí lo sabe, en cuanto Dios que es, al igual que el Padre, pero no es su misión dar a conocer esa hora a nadie
¿Qué hacer, entonces? Sencillamente, lo que Jesús nos dijo que hiciéramos: «Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). «Y estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 44)
José Martí