Actualicen su catequesis con los nuevos Diez Mandamientos contra el Cambio Climático: No levantarás más centrales de carbón; no realizarás nuevas prospecciones de petróleo o gas; no cometerás ‘fracking’; paralizarás todos los proyectos de construcción de oleoductos o gasoductos; no contribuirás a la deforestación; te prepararás para el empleo exclusivo de coches eléctricos antes de 2030; reducirás el consumo de carne (salvo la de insectos); no invertirás en empresas o países responsables de la emisión de ‘gases de invernadero’; demandarás judicialmente a los productores de petróleo; y conectarás con las energías renovables.
Así, con el formato en el que se suelen representar las tablas de la ley mosaicas, ha sintetizado el economista Jeffrey Sachs, “líder global en desarrollo sostenible” (su propia definición), el programa para combatir el legendario ‘calentamiento global’, en el curso de la Conferencia Internacional sobre Cambios Climáticos, Salud del Planeta y Futuro de la Humanidad’, que se celebra en el Vaticano bajo los auspicios de la Pontificia Academia de las Ciencias, presidida por el arzobispo argentino Marcelo Sánchez Sorondo.
Uno pensaría, ingenuamente, que el ‘futuro de la humanidad’ es, en última instancia, el Cielo o el Infierno para toda la eternidad, y que el planeta, en cualquier caso destinado a desaparecer, no debería centrar en exceso la atención de la Curia católica. Pero incluso si esto es opinable y probablemente ande errado en mi apreciación, resulta terrorífico ver a la cúpula eclesial aplaudiendo un ‘programa’ para cuya aplicación se haría imprescindible una brutal tiranía mundial y un recorte sin precedentes de la libertad individual.
Alimentarse exclusivamente de quinoa y saltamontes, en un ascetismo extremo que no respondería a motivos espirituales, podría ser necesario en circunstancias excepcionales y puntuales, en caso, por ejemplo, de un desastre o una hambruna, pero, lejos de ser ese el caso, el planeta está en las mejores condiciones alimentarias de su historia registrada.
Por enumerar los errores que confluyen en este siniestro plan, nuestras objeciones, de menor a mayor, serían las siguientes. Para empezar, el programa global se basa en una teoría desesperantemente nebulosa. Si existe el afamado ‘cambio climático’ -y no lo ponemos, en principio, en duda-, no parece estar comportándose como pretenden los científicos que lo abanderan cada vez que se han atrevido a hacer predicciones concretas y comprobable sobre él: no han desaparecido islas, no ha habido desoladoras hambrunas, no se han derretido los casquetes polares y las poblaciones de osos blancos parecen gozar de excelente salud. Tampoco tenemos la certeza de que sea la actividad humana la que provoca cambios que, por otra parte, han sido extremos en el planeta mucho antes de que el hombre apareciera sobre la tierra, de modo que todos los sacrificios extremos que proponen desde instancias internacionales bien podrían ser inútiles.
Por lo demás, como puede imaginar quien relea los citados Diez Mandamientos, las soluciones que se proponen exigirían un control tan exhaustivo para lograr un cambio de hábitos tan insólito que solo un gobierno no meramente mundial, sino positivamente omnímodo y tiránico podría imponerlos, sumiendo a la humanidad entera en una ‘benevolente’ esclavitud. Uno pensaría que, tras la experiencia del pasado siglo, ya habríamos escarmentado sobre los efectos desastrosos de la planificación centralizada, pero parece que no es así.
Pero incluso si las perspectivas que nos presentan sonrientes no fueran tan terroríficas para la libertad de los seres humanos, el entusiasmo de la jerarquía católica y su perfecta adaptación a lo que buscan los grandes de este mundo debería hacernos recelar. Hace algún tiempo, Marcelo Sánchez Sorondo declaraba como si fuera autoevidente que debíamos alegrarnos de que, al fin, los objetivos de la Iglesia y los del Mundo (la mayúscula no es un error) fueran los mismos.
Esto es desconcertante por dos razones. La primera es que las predicciones y admoniciones contenidas en los Evangelios sobre el conflicto de los discípulos de Cristo con el mundo son abrumadoras. “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí primero” es solo una de las abundantes citas que avalan este aserto. No significa, naturalmente, que la Iglesia deba oponerse por principio a todo lo que el Mundo tenga por bueno, pero sí parece indicar que hay una oposición esencial, de fondo, y que un acercamiento demasiado estrecho debería llevarnos a recelar.
Por lo demás, no estamos ante el caso de la Iglesia y el Mundo llegando independientemente a unas mismas conclusiones, sino a la Iglesia sometiéndose al discurso del siglo, en un asunto basado, por otra parte, en cuestiones científicas de las que la Iglesia debería quedar prudentemente al margen. La última vez que la jerarquía eclesiástica se adhirió con entusiasmo cuasi dogmático a una hipótesis científica, la Teoría Ptolomaica o Geocéntrica, las cosas no acabaron demasiado bien.
Pero aún hay algo en todo esto que, personalmente, se me antoja más alarmante, y es que incluso si lo propuesto fuera innegable y bueno, si el diagnóstico es certero e indudable, el gobierno mundial y el brutal recorte de libertades individuales, necesarios, y la Curia romana no estuviera meramente cediendo al Mundo sino coincidiendo de buena fe con él -y nada de esto parece en absoluto probable-, aun así resultaría desconcertante que una institución con un fin sobrenatural cuya prioridad es la salvación de las almas dedique tanta energía, tiempo y, en el caso del Papa, vehemencia a asuntos tan perecederos sobre los que no es perita y de los que no se espera que tenga mayor conocimiento que el común.
La humanidad se enfrenta, y en esto coincidimos, a una terrible crisis. Pero esta crisis tiene su origen en el abandono de Cristo, en la masiva apostasía, especialmente, del Occidente cristiano, y justo estas semanas asistimos a una riada de noticias relativas a uno de esos escándalos masivos que aceleran el proceso de descristianización. Que Roma alerte sobre el medio ambiente y calle sobre lo que compete a la salvación de las almas es, cuanto menos, profundamente preocupante.
Alimentarse exclusivamente de quinoa y saltamontes, en un ascetismo extremo que no respondería a motivos espirituales, podría ser necesario en circunstancias excepcionales y puntuales, en caso, por ejemplo, de un desastre o una hambruna, pero, lejos de ser ese el caso, el planeta está en las mejores condiciones alimentarias de su historia registrada.
Por enumerar los errores que confluyen en este siniestro plan, nuestras objeciones, de menor a mayor, serían las siguientes. Para empezar, el programa global se basa en una teoría desesperantemente nebulosa. Si existe el afamado ‘cambio climático’ -y no lo ponemos, en principio, en duda-, no parece estar comportándose como pretenden los científicos que lo abanderan cada vez que se han atrevido a hacer predicciones concretas y comprobable sobre él: no han desaparecido islas, no ha habido desoladoras hambrunas, no se han derretido los casquetes polares y las poblaciones de osos blancos parecen gozar de excelente salud. Tampoco tenemos la certeza de que sea la actividad humana la que provoca cambios que, por otra parte, han sido extremos en el planeta mucho antes de que el hombre apareciera sobre la tierra, de modo que todos los sacrificios extremos que proponen desde instancias internacionales bien podrían ser inútiles.
Por lo demás, como puede imaginar quien relea los citados Diez Mandamientos, las soluciones que se proponen exigirían un control tan exhaustivo para lograr un cambio de hábitos tan insólito que solo un gobierno no meramente mundial, sino positivamente omnímodo y tiránico podría imponerlos, sumiendo a la humanidad entera en una ‘benevolente’ esclavitud. Uno pensaría que, tras la experiencia del pasado siglo, ya habríamos escarmentado sobre los efectos desastrosos de la planificación centralizada, pero parece que no es así.
Pero incluso si las perspectivas que nos presentan sonrientes no fueran tan terroríficas para la libertad de los seres humanos, el entusiasmo de la jerarquía católica y su perfecta adaptación a lo que buscan los grandes de este mundo debería hacernos recelar. Hace algún tiempo, Marcelo Sánchez Sorondo declaraba como si fuera autoevidente que debíamos alegrarnos de que, al fin, los objetivos de la Iglesia y los del Mundo (la mayúscula no es un error) fueran los mismos.
Por lo demás, no estamos ante el caso de la Iglesia y el Mundo llegando independientemente a unas mismas conclusiones, sino a la Iglesia sometiéndose al discurso del siglo, en un asunto basado, por otra parte, en cuestiones científicas de las que la Iglesia debería quedar prudentemente al margen. La última vez que la jerarquía eclesiástica se adhirió con entusiasmo cuasi dogmático a una hipótesis científica, la Teoría Ptolomaica o Geocéntrica, las cosas no acabaron demasiado bien.
Pero aún hay algo en todo esto que, personalmente, se me antoja más alarmante, y es que incluso si lo propuesto fuera innegable y bueno, si el diagnóstico es certero e indudable, el gobierno mundial y el brutal recorte de libertades individuales, necesarios, y la Curia romana no estuviera meramente cediendo al Mundo sino coincidiendo de buena fe con él -y nada de esto parece en absoluto probable-, aun así resultaría desconcertante que una institución con un fin sobrenatural cuya prioridad es la salvación de las almas dedique tanta energía, tiempo y, en el caso del Papa, vehemencia a asuntos tan perecederos sobre los que no es perita y de los que no se espera que tenga mayor conocimiento que el común.
La humanidad se enfrenta, y en esto coincidimos, a una terrible crisis. Pero esta crisis tiene su origen en el abandono de Cristo, en la masiva apostasía, especialmente, del Occidente cristiano, y justo estas semanas asistimos a una riada de noticias relativas a uno de esos escándalos masivos que aceleran el proceso de descristianización. Que Roma alerte sobre el medio ambiente y calle sobre lo que compete a la salvación de las almas es, cuanto menos, profundamente preocupante.
Carlos Esteban