Comienza la Cuaresma y son muchos quienes la consideran como sinónimo de tristeza: grave error ... sobre todo si los que así piensan son cristianos. Deberían adquirir, en este caso, un mayor conocimiento de su fe, porque el contacto amoroso con el Señor sólo puede producir alegría. Nuestros pecados son reconocidos como tales pecados. Sentimos, en lo más profundo de nuestro ser, el haber ofendido al Señor tantas veces a lo largo de nuestra vida. Y, al mismo tiempo, y como fruto de ese arrepentimiento, experimentamos la misericordia y el amor de Dios, quien hace borrón y cuenta nueva ... y nos devuelve la alegría que el pecado nos había arrebatado ... haciendo de nosotros "criaturas nuevas". Todo esto no es causa de tristeza.
Pero es necesario ser humildes. Esta virtud de la humildad, al decir de santa Teresa de Jesús, supone un "andar en la verdad". El humilde, por definición, es aquél que ama la verdad, empezando por la verdad acerca de sí mismo. Y reconoce que él no es Dios sino una criatura, reconoce que todo lo ha recibido y que nada tiene como propio. Y este reconocimiento le lleva a la gratitud, le lleva a decir: "Gracias, Señor, por todo". ¿Por todo? Sí, por todo. ¿También por los momentos difíciles de nuestra vida? También. ¿Y por nuestros pecados? También, en la medida en que nos han servido para darnos cuenta de que esos pecados son la verdadera causa de todos los males que el mundo padece ... y -arrepintiéndonos de ellos- nos han conducido al conocimiento de Aquél que es la causa de todo bien. La humildad, el reconocimiento de la verdad, aunque nos cueste, nos libera y nos llena de inmensa alegría.
Cuando las cosas no salen como uno quisiera, cuando ante las contrariedades nos ponemos tristes o de mal humor, si bien se piensa, en el fondo lo que hay, en cierto modo, es falta de humildad, falta de aceptación de nuestra realidad concreta y un gran desconocimiento de lo que verdaderamente somos, por nosotros mismos.
Es evidente que a nadie que esté en su sano juicio le puede gustar el tener contrariedades y el que las cosas salgan de modo contrario a lo que él ha previsto. Esto sería masoquismo; y sería algo enfermizo.
El humilde no es, en absoluto, un masoquista. Humilde es aquel que se sabe muy poca cosa, que es consciente de su realidad ante Dios. Es aquel que sabe que sólo una cosa es necesaria y todo lo demás es secundario. Por eso, las contrariedades no pueden derrumbarlo.
El humilde sufre ante los acontecimientos adversos (dolor, enfermedad, etc.), como cualquier otra persona ... pero no se pone triste. La tristeza (si es un estado de ánimo habitual) conduce a la muerte y en el fondo de toda tristeza no hay sino una actitud nihilista, de fatalismo, de falta de esperanza.
La tristeza -y la consiguiente desesperación ante la vida- equivale a un "tirar la toalla". Viene a decir: todo es inútil. No hay nada que hacer. Sólo queda morir.
Es un grave pecado contra la virtud de la Esperanza el pensar que Dios nos ha dejado solos y nos ha abandonado... ¡eso es una gran mentira con la que el Diablo nos quiere envenenar!
La maravillosa verdad es que Dios nunca nos deja solos... ¡porque nos quiere!: "¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!" (Is 49, 15).
Ante la realidad del sufrimiento y ante las contrariedades (del tipo que sean) tenemos que actuar como hizo Jesús, nuestro Maestro y Señor, nuestro Modelo y nuestro Amigo ... que se postró en tierra, mientras oraba, diciendo: "Padre mío, si es posible, aleja de Mí este cáliz; pero que no sea como Yo quiero, sino como quieres Tú" (Mt 26,39). "Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz; pero no se haga Mi voluntad, sino la Tuya" (Lc 22, 42).
El masoquismo y la humildad están reñidos. El humilde no es ningún bicho raro. No es una persona que odie la vida y que le guste pasarlo mal. Todo lo contrario: Es la persona más normal del mundo.
El humilde ama la vida, porque ésta es un Don de Dios; y por ello disfruta intensamente y es feliz, en la medida en la que eso es posible en este mundo. No busca ni ama las contrariedades. Eso es absurdo.
Sin embargo, y éste es su auténtico distintivo, las soporta sin tristeza ... porque sabe que en este mundo todo pasa. Sabe que sólo una cosa es necesaria; sabe, pues, lo más importante.
El hombre humilde es el verdadero sabio, el que conoce el secreto de la felicidad, que no es otro sino el de estar junto a Jesús y vivir su propia Vida: "Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque Mi suyo es suave y Mi carga ligera" (Mt 11, 29)
Y precisamente porque ama a Jesús y desea vivir como Él y junto a Él, no persigue otro objetivo que el de parecerse a su Maestro.
Y esto es lo que puede llevarle -y de hecho le lleva- a desear padecer por Jesús, no por el padecimiento, en sí mismo, sino porque ésa es la señal cierta de que el amor que dice tenerle es verdadero ... y no un mero sentimiento.
La Cruz es el único camino para estar verdaderamente cerca del Señor: "Quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí" (Mt 10, 38). "Quien no carga con su cruz y viene tras de Mí, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 27).
Esto es algo que el Apóstol Pablo entendió muy bien: "Por eso -decía- me complazco en las flaquezas, en las afrentas, en las necesidades, en las angustias, por Cristo: pues cuando soy débil entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor 12, 10). Y poco antes había dicho: "Con mucho gusto me gloriaré en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2 Cor 12, 9b).
San Pablo se tomó muy en serio la vida cristiana. Y pudo decir lo que muy pocos serían capaces de decir, con verdad: "Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo" (1 Cor 11, 1).
Esto demuestra hasta qué punto se había identificado con Jesús, haciéndose uno con Él, lo que se puso de manifiesto en todo momento de su existencia, pudiendo llegar a decir: "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21).
Pobreza, humildad, amor verdadero, felicidad ... todo eso y mucho más confluye en beneficio de aquéllos que han descubierto que Jesús es el Camino y lo toman como guía en toda su vida. Merece la pena ser cristiano. Es un gran don y un regalo inmerecido, por el que tenemos que estar continuamente agradecidos.
José Martí