Rebosantes de gratitud, presentamos hoy a nuestros lectores una extensa y original entrevista a monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa María de Astaná (Kazajistán). Ha tenido la gran amabilidad de responder a las siguientes preguntas, que le habíamos enviado antes de la reunión celebrada el pasado 3 de mayo por los obispos alemanes con las autoridades vaticanas para hablar del actual conflicto relativo a la comunión por parte de los cónyuges protestantes. Tampoco se había inaugurado todavía la blasfema gala Heavenly Bodies en Nueva York. Nuestra intención era plantearle preguntas que le permitieran elaborar un nuevo syllabus de errores –lo llamamos así nosotros, no él– para la Iglesia actual, con miras a proporcionar una corrección fraterna a algunos de los graves desórdenes para la Fe que se dan impunemente en círculos eclesiásticos y entre el público en general.
Monseñor Schneider nos da su parecer sobre la bendición de las parejas homosexuales, la ordenación de sacerdotisas, la administración de la Comunión a los protestantes casados con católicos, la simbología masónica exhibida en el Vaticano, los sacerdotes casados, el préstamo por parte del Vaticano de objetos sagrados al desfile de modas neoyorquino y, por último, aunque no por ello sea menos importante, el caso del niño Alfie Evans.
El buen prelado no vacila en manifestar una postura clara y ejemplar en cuestiones de fe y moral. Una vez más, le agradecemos enormemente su testimonio católico, el cual deseamos que se propague a los cuatro vientos, confirmando en su fe a los católicos de todo el mundo.
Maike Hickson (MH): A principios de año, representantes de la Conferencia Episcopal Alemana propusieron la bendición de las parejas homosexuales. ¿Qué respuesta se puede dar a esto desde la doctrina católica?
Athanasius Schneider (AS): Bendecir a una pareja de homosexuales significa bendecir el pecado, no sólo de unos actos sexuales extramaritales, sino peor aún, de actos sexuales entre personas del mismo sexo. Es decir, la bendición del pecado de sodomía, que durante casi toda la historia de la humanidad y en toda la tradición cristiana ha sido considerado un pecado que clama al Cielo (Catecismo de la Iglesia Católica, 1867). Porque anula, contamina y contradice directamente la naturaleza y el orden de la sexualidad humana en la complementariedad mutua de los sexos creados por la sabiduría infinita de Dios. Los actos y las relaciones homosexuales se oponen frontalmente a la razón y a toda lógica, así como a la voluntad explícita de Dios.
Por naturaleza, los actos homosexuales son tan absurdos que se los podría comparar, por ejemplo, con el mecanismo de cierre de un cinturón de seguridad, en el que una clavija (macho) se introduce en la hebilla (hembra). Cualquier persona con dos dedos de frente afirmará que es absurdo que un cinturón de seguridad tenga dos elementos machos o dos hembras. No funcionará, y además será causa de muchas muertes por no haberse podido ajustar el cinturón. Así también, los actos homosexuales son causa de muerte espiritual y en muchos casos de muerte física, por el elevado riesgo de contraer dolencias venéreas.
Los sacerdotes partidarios de bendecir las relaciones homosexuales promueven un pecado que clama al Cielo, y además algo absurdo, ilógico. Esos sacerdotes cometen un grave pecado, que reviste incluso más gravedad que el de las parejas homosexuales a las que bendicen, ya que les dan un incentivo para vivir una vida de continuo pecado y los expone en consecuencia al gran peligro de la condenación eterna. Sin duda alguna, Dios les dirá a esos sacerdotes en el momento de su juicio personal: «Si Yo digo al impío: “De seguro morirás”, y tú no le previnieres ni hablares para amonestar al impío que se aparte de su perverso camino y viva, ese impío morirá en su iniquidad; mas Yo demandaré de tu mano su sangre » (Ez. 3,18). Los sacerdotes que bendicen las prácticas homosexuales reintroducen una especie de prostitución propia de templos paganos. Semejante conducta en los sacerdotes es análoga a la apostasía, y se les pueden aplicar plenamente estas palabras de las Sagradas Escrituras: «Se han infiltrado algunos hombres –los de antiguo prescritos para este juicio– impíos que tornan en lascivia la gracia de nuestro Dios y reniegan del único Soberano y Señor nuestro Jesucristo» (Judas 4).
MH: El escritor alemán Anselm Grüm, uno de cuyos libros ha sido elogiado recientemente por el papa Francisco, ha dicho que no le sorprendería que un día llegara a haber una papisa. El cardenal Crhistoph Schönborn dijo igualmente hace poco que un concilio futuro podría muy bien establecer un nuevo reglamento para la elección de sacerdotisas e incluso obispas. ¿Qué hay en ello de posible y de bueno para la Iglesia, y qué de malo? ¿Cuál es el verdadero papel de la mujer en la Iglesia a la luz de los Evangelios?
AS: Por institución divina, el sacramento del Orden sólo se puede administrar a un varón. La Iglesia no tiene potestad para alterar esta característica esencial del sacramento, porque no puede cambiar un aspecto sustancial de los sacramentos, como enseña el Concilio de Trento (cf. sesión 21, capítulo 2). El papa Juan Pablo II declaró que la imposibilidad de ordenar mujeres en una enseñanza infalible del Magisterio Universal Ordinario (cf. la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, nº 4). Por consiguiente, se trata de una verdad divinamente revelada que pertenece al depósito de la Fe (cf. Respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 28 de octubre de 1995).
Quien persista en dudar o negar esta verdad revelada comete pecado de herejía, y si lo hace públicamente y de modo pertinaz el pecado se convierte en un delito canónico, el cual supone la excomunión automática latae sententiae. Hay bastantes sacerdotes, obispos incluidos, que cometen actualmente ese pecado, con lo que se apartan de modo invisible de la comunión de la Fe católica. Se les podrían aplicar con seguridad estas palabras de Dios: «De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros» (1ª de Jn. 2,19).
Ningún pontífice ni ningún concilio ecuménico podría permitir la ordenación sacramental de la mujer, sea al diaconado, al presbiterado o al episcopado. En el caso hipotético de que se llegase a hacerlo, la Iglesia quedaría destruida en una de sus realidades esenciales. Esto nunca podrá suceder, porque la Iglesia es indestructible y Cristo es la verdadera cabeza de su Iglesia, y no permitirá que las puertas del infierno prevalezcan contra ella en este aspecto concreto.
El papel más hermoso, exclusivo e insustituible de la mujer en la Iglesia es su vocación y su dignidad de madre, sea física o espiritual, porque toda mujer es materna por naturaleza. Y su dignidad y vocación de esposa es inseparable de la de madre. Y esa dignidad de esposa proclama la verdad de que toda alma cristiana, incluida la del varón, debe ser esposa de Cristo. En su misión de madre y esposa, la mujer vive el sacerdocio interior del corazón, exclusivo de ella, y complementario al ministerio varonil externo de los apóstoles. ¡Con cuánta sabiduría ha establecido Dios el orden de la naturaleza, el cual, en el orden de la gracia se refleja con más belleza aún en el sacramento del Orden Sacerdotal! La ordenación de la mujer desbarataría el orden divino y no sería causa por tanto sino de fealdad espiritual, esterilidad espiritual y, a la larga, idolatría.
MH: En febrero los prelados alemanes aprobaron un texto que permite que, en casos particulares y tras una fase de discernimiento, los protestantes casados con católicos pueden recibir habitualmente la Sagrada Comunión. A la luz del orden sacramental de la Iglesia y de la necesidad de los católicos de acceder con frecuencia al sacramento de la Penitencia, ¿es lícita y posible tal iniciativa del episcopado alemán?
AS: Desde el tiempo de los Apóstoles (cf. Hch. 2,42), la integridad de la Fe (doctrina apostolorum), la comunión jerárquica (communicatio) y la comunión eucarística (fractio panis) están inseparablemente ligadas entre sí. Al administrar la Sagrada Comunión a una persona bautizada, la Iglesia jamás dispensa a esa persona de profesar la integridad de la Fe católica y apostólica. No basta con exigirle que tenga la fe católica en el sacramento de la Eucaristía (o el de la Penitencia o la Unción de Enfermos).
Administrar la Sagrada Comunión a una persona bautizada sin exigirle el requisito indispensable de aceptar todas las demás verdades católicas (por ejemplo, los dogmas del carácter jerárquico y visible de la Iglesia, la primacía de jurisdicción del Romano Pontífice, la infalibilidad del Papa, los concilios ecuménicos y el Magisterio universal y ordinario, los dogmas marianos, etc.), contradice la indispensable unidad visible de la Iglesia y la naturaleza misma del sacramento eucarístico. El debido efecto de la comunión eucarística es, concretamente, la manifestación de la unidad perfecta de los miembros de la Iglesia en el signo sacramental de la Eucaristía. Por tanto, el mero acto de recibir la Sagrada Comunión en la Iglesia Católica –incluso en casos excepcionales– por un protestante o por un ortodoxo constituye en esencia una falsedad. Contradice el signo sacramental y la realidad sacramental interior, puesto que los no católicos a los que se les da la Sagrada Comunión siguen adhiriéndose de buen grado exteriormente a las demás creencias de sus respectiva congregación protestante u ortodoxa.
En este contexto podemos el problemático y contradictorio principio del canon 844 del Código de Derercho Canónico (sobre la administración de ciertos sacramentos como la Sagrada Eucarística a cristianos no católicos en situaciones de emergencia o en peligro de muerte). Ese principio contradice la Tradición Apostólica y la práctica constante de la Iglesia Católica a lo largo de dos mil años. Ya en la época postapostólica del siglo segundo, la Iglesia de Roma observaba esta regla de la que da testimonio San Justino: «Llamamos a este alimento Eucaristía, y no se permite participar de él a nadie que no crea que lo que enseñamos es verdadero» (Apología 1, 66). El problema causado últimamente por la Conferencia Episcopal Alemana no es, a decir verdad, más que la consecuencia lógica de las problemáticas concesiones que hace el canon 844 del Código de Derecho Canónico.
MH: Esto les recuerda a algunos observadores a la introducción de la comunión en la mano, que al principio fue algo regional y más tarde se extendió a la Iglesia universal. ¿Observa algún paralelo con ello?
AS: Teniendo en cuenta la lógica de la fragilidad humana, el dinamismo de la presión ideológica y el efecto contaminante de los malos ejemplos, los casos excepcionales de comunión administrada a protestantes llegarán también a propagarse mucho, y será entonces más difícil ponerle coto.
MH: En caso de Roma llegara a aprobar iniciativa de la intercomunión en la reunión del próximo 3 de mayo [ver aquí el resultado de dicha reunión], ¿podría dar lugar a un segundo debilitamiento de la doctrina de la Iglesia en cuanto a los sacramentos, después de Amoris laetitia y sus repercusiones?
AS: ¡Sin ninguna duda!
MH: En vista de la iniciativa del episcopado alemán sobre la intercomunión, ¿ve algún límite a los pedidos de descentralización de la Iglesia?
AS: Cuando existe un grave peligro de que en una iglesia particular resulte perjudicada la integridad de la Fe católica y la correspondiente práctica sacramental, el Romano Pontífice tiene que ejercer el deber que le corresponde corrigiendo esas desviaciones para proteger a los fieles sencillos de semejantes descarríos de la integridad de la Fe católica y apostólica. Cuando los obispos hacen lo contrario de su deber de «promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 23), el Sumo Pontífice tiene que intervenir para cumplir su misión de ser «doctor de todos los fieles» y «maestro supremo de la Iglesia universal» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 25). Si en una travesía marítima algunos suboficiales se ponen a abrir vías de agua en un costado del barco, el capitán no puede decir: «Mejor no me meto, porque soy partidario del principio de descentralización». Cualquiera que tenga sentido común considerará irresponsable y absurdo tal comportamiento, porque las consecuencias serán catastróficas. Si esto es así en la vida física, ¡cuánto más no lo será en la vida espiritual de las almas! Si en cambio, los obispos de las diversas diócesis promueven y protegen debidamente la fe, la disciplina y la liturgia de la Iglesia, el Papa no debería restringir en modo alguno sus iniciativas. En ese caso, la descentralización sería sensata. En «cuantas cosas sean conformes a la verdad, serias, justas, puras, amables y de buena conversación» (Fil. 4,8), el Sumo Pontífice no debería interferir en la actuación de los obispos, y debería permitirles la descentralización en esas buenas obras.
MH: En el marco del próximo Sínodo de la Amazonía de 2019, se están levantando muchas voces a favor de que los sacerdotes del Rito Latino se puedan casar. ¿Cuál es su opinión? ¿Puede y debe la Iglesia Católica seguir esa vía?
AS: La Iglesia Católica Romana no debe caer en la trampa de los viri probati ni agobiarse por la dramática escasez de sacerdotes en algunas regiones. Sería una reacción excesivamente humana, le faltaría el concepto sobrenatural de la Divina Providencia, que siempre guía a su Iglesia. Hay pruebas suficientes de que en la Historia ha habido épocas con una grave carencia de sacerdotes, y sin embargo la Fe católica de los laicos floreció porque se transmitía en las familias y por el testimonio de personas virtuosas. Sin ir más lejos, yo también pasé mi infancia en esas condiciones y estuve sin cura durante varios años.
Está más que probado en documentos de la Iglesia primitiva que el celibato sacerdotal y la ley que manda la continencia a los sacerdotes es de origen apostólico. En tiempos de los Apóstoles y de los Padres era una norma transmitida, originalmente no escrita, que a partir del momento de recibir las órdenes sagradas (diaconado, presbiterado o episcopado) el clérigo ordenado tenía que vivir en perpetua abstinencia sexual, independientemente de que fuera soltero o casado. Estudios de probada solidez científica lo demuestran, por ejemplo los de Christian Cocchini, el cardenal Alfons Stickler, Stefan Heid y otros. El Sínodo de Cartago (390), en tiempos de San Agustín, declaró que la abstinencia perpetua era «lo que enseñaban los Apóstoles y lo que la antigüedad misma observó». El papa León Magno (+450), escrupuloso observante de las tradiciones apostólicas, afirmó: «La ley de la abstinencia es la misma para los ministros del altar; para los prelados y para los sacerdotes. Cuando todavía eran laicos o lectores, tenían libertad para casarse y tener hijos. Pero una vez alcanzadas las mencionadas órdenes, ya no se les permite» (Epístola ad Rusticum). La prohibición categórica de contraer matrimonio después de la ordenación tenía una validez universal, y sigue teniéndola en las iglesias ortodoxas, en las que el celibatos de los párrocos diocesanos está abolido. Esto demuestra claramente que la ley de la continencia en las órdenes mayores es de origen apostólico.
El primer intento de vulnerar la Tradición Apostólica de la ley de la abstinencia, o sea, de la ley del celibato en sentido amplio, constituye la legislación de la Iglesia bizantina en el llamado Concilio Quinisexto (691), el cual, sin embargo, no está reconocido por la Sede Apostólica. De acuerdo con la legislación bizantina, el sacerdote casado tiene que observar la abstinencia sexual la noche antes de celebrar el Sacrificio Eucarístico. Y un verdadero sacerdote católico, que día y noche es otro Cristo (alter Christus), y por tanto debe celebrar cada día el Santo Sacrificio, tiene que vivir en perpetua continencia. Esto es una consecuencia lógica de la dignidad ontológica del sacerdocio en el Nuevo Testamento y de su perpetua conexión con el ofrecimiento del Sacrificio de Cristo en el altar, en contraposición con el sacerdocio dinástico del Antiguo Testamento, que sólo estaba obligado a la abstinencia sexual mientras duraba su turno de servicio en el Templo. Precisamente tomando como referencia a los sacerdotes del Antiguo Testamento, a quienes se permitía tener trato sexual con sus esposas, el Concilio Quinisexto de 691 dispensó a los sacerdotes casados de la ley de la abstinencia.
Si el Sínodo de la Amazonía programado para el año que viene introduce el sacerdocio de casados, aunque sea en casos particulares y en zonas geográficas determinadas, es indudable que la propia dinámica de tal innovación, el fenómeno del sacerdote casado, se propagará como la pólvora por toda la Iglesia Latina. Esperamos que el Sínodo de la Amazonía de 2019 no promueva la introducción de la vida de los sacerdotes del Viejo Testamento, totalmente ajena al ejemplo de Cristo Sumo Sacerdote eterno y a la Tradición Apostólica. Existe, además, una excelente novela del escritor argentino Hugo Wast (pseudónimo de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, +1962) titulada Lo que Dios ha unido, en la que el autor demuestra de modo convincente e insuperable la incompatibilidad entre el sacerdocio católico y una vida conyugal sexualmente activa.
MH: En un encuentro celebrado, hace poco, en el Vaticano se repartieron a los asistentes obsequios una marcada similaridad con símbolos masónicos. ¿Le parece cuestionable para la preservación de la doctrina católica en su totalidad?
AS: Los obsequios mencionados, a cuyas fotos y descripción se puede acceder por internet, son abiertamente paganos, esotéricos y masónicos. Que eso sucediera en al Vaticano, donde está la cátedra de la Verdad (cathedra veritatis) de San Pedro, nos trae a la memoria episodios frecuentes en el Antiguo Testamento en los que el pueblo de Dios y algunos de sus dirigentes se habían apartado del culto al único Dios verdadero. Porque, en opinión de algunos jefes religiosos del Antiguo Testamento, era lícito unir el culto al Dios verdadero con el de los ídolos. Pero Dios, por la boca de sus profetas, fustigó esa abominación. No puede caber duda de que ese despliegue de paganismo sectario en el Vaticano se enfrentará a voces de condena como las que alzaron los profetas de la Biblia. Este trágico episodio en el Vaticano tiene cierta semejanza con la visión profética de la beata Ana Catalina Emerich: «Vi una vez más al pontífice actual y la iglesia tenebrosa de su época en Roma (…) ¡He aquí que vi algo muy singular! Cada uno de los presentes se sacó un ídolo del pecho, lo colocó ante sí y le rezó. Parecía como si cada uno sacara sus pensamientos y pasiones ocultos bajo la apariencia de una nube oscura que, una vez extraídos, asumía una forma física determinada. Lo más llamativo era que todo estaba lleno de ídolos; aunque los congregantes eran muy pocos, la iglesia estaba atestada de ídolos. Una vez terminado el culto, el dios de cada uno volvió a entrarle en el pecho. Toda la Iglesia estaba envuelta en un manto negro, y todo esto que vi estaba impregnado de oscuridad» (Visión del 13 de mayo de 1820).
MH: Hace poco el Vaticano decidió prestar numerosas vestiduras sagradas y objetos litúrgicos para una gala-desfile de moda en Nueva York, en la que también se exhibirán vestiduras para sacerdotisas, obispas, cardenalas y hasta papisas. ¿Le parece que está decisión por parte de la Santa Sede confunde los sagrado con lo profano e incluso genera confusión moral y espiritual en los fieles?
AS: Claramente es una profanación de indumentaria y objetos sagrados, que fueron bendecidos para uso exclusivo en el culto del Dios verdadero, de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es inevitable recordar la profanación de objetos sagrados que hizo el rey Nabucodonosor (cf. Dan. 5,2). Ahora bien, «Dios no se deja burlar» (Gál. 6,7). Las siguientes palabras de Dios por boca del profeta Daniel se aplican bastante bien a la mencionada profanación de vestiduras sagradas consentida por las autoridades vaticanas: «Has alabado a dioses de plata y oro, de bronce, de hierro, de madera y de piedra, que no ven ni oyen, y que nada saben; y no has dado gloria al Dios que tiene en su mano tu vida y es dueño de todos tus caminos. Por eso vino de su parte el extremo de la mano que trazó esta escritura. He aquí la escritura trazada: Mené, Mené, Tequel, Ufarsin» (Dan. 5, 23-25). Si el profeta Daniel levantara la cabeza y supiera de la profanación de esas vestiduras sagradas, está claro que dirigiría las mismas palabras a quienes consintieron semejante profanación o colaboraron a ella.
MH: No hace mucho, el mundo presenció el caso de Alfie Evans, en el que el Estado decidió poner fin al mantenimiento vital de un niño enfermo. El arzobispo Paglia y algunos obispos de Gran Bretaña elogiaron a las autoridades por su decisión alegando que no se deben administrar tratamientos excesivos a nadie. ¿Qué me dice del caso de Alfie? ¿Decidieron las autoridades con acierto? ¿Está bien encaminado el mundo secular en este sentido? ¿Qué principios deben guiar el tratamiento de los enfermos graves, sean niños o adultos?
AS: El caso de Alfie se ha mostrado como la punta del iceberg. El iceberg es la anticultura moderna que mata a los niños antes de nacer, práctica iniciada como procedimiento legal por la dictadura marxista-comunista de Lenin en 1920. Desde los años sesenta del siglo pasado, el asesinato legal de niños nasciturus se ha extendido gradualmente como una acción orquestada en casi todos los países de Occidente. La ideología extendida por todo el mundo de asesinar a los niños antes de nacer es, en esencia, una ideología de desprecio a la humanidad bajo la cínica máscara de unos supuestos derechos de la mujer o de una nebulosa salud reproductiva.
El negocio del aborto y su ideología política siempre han rechazado categóricamente que se califique al aborto de infanticidio. Y como se ha visto en el caso de Alfie, a la luz del día, todo el mundo ha visto que a la capacidad política, jurídica y mediática para aniquilar a los no nacidos –la vida humana frágil y vulnerable del nasciturus– se le quiere dar un gran empujón introduciendo la legalidad del infanticidio. Para ello han empezado por el asesinato legal de un niño gravemente enfermo. Con la causa de Alfie han querido sentar jurisprudencia en este sentido. En realidad, no es más que la lógica consecuencia del aborto, combinada ahora con la ideología de la eutanasia. El caso de Alfie se ha visto claramente quién está a favor y en contra de la defensa a ultranza de la sacralidad de la vida humana. Espontáneamente se unieron desde todos los rincones del orbe los defensores de la vida formando un frente común. Fue un ejército pequeño, pero noble y espiritual, unido contra una poderosa conspiración de políticos, jueces y –para gran asombro nuestro– médicos que siguen un plan previamente programado. El ejército de la vida se alzó como un nuevo David ante el moderno Goliat del infanticidio. Parecía que esta vez había ganado Goliat. Pero en realidad este Goliat ha perdido. Porque en el caso de Alfie, los políticos, jueces y médicos perdieron la credibilidad moral de la imparcialidad, la transparencia y el sentido de la justicia. No obstante el resultado, ganó el pequeño ejército de Alfie. Porque a los ojos de Dios, e incluso ante los ojos de la Historia, quienes defienden a los más débiles y vulnerables de los humanos, que en primer lugar son los niños aún no nacidos y los nacidos enfermos, siembre serán los triunfadores. La conspiración política, jurídica y médica contra la vida humana terminará por hundirse un día, por ser inhumana.
Al caso de Alfie y al pequeño ejército de la vida que lo arropó se les pueden aplicar las palabras de las Sagradas Escrituras: «Los que siembran con lágrimas segarán con regocijo» (Sal. 126, 5).
+Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la Archidiócesis de Santa María de Astaná
Entrevista por Maike Hickson