Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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domingo, 22 de julio de 2018
«Jesucristo no se ha andado con ambigüedades acerca del dogma». Cardenal Pie (III)
Un pastor inglés ha tenido la osadía de escribir un libro sobre la tolerancia de Jesucristo, y el filósofo de Ginebra ha dicho, hablando del Salvador de los hombres: “Yo no veo para nada que mi divino Maestro se haya andado con ambigüedades acerca del dogma”.
Nada más cierto, mis hermanos: Jesucristo no se ha andado para nada con ambigüedades acerca del dogma. Él ha traído a los hombres la verdad, y ha dicho: “Si alguno no fuera bautizado en el agua y en el Espíritu; si alguien rehusase comer de mi carne y beber de mi sangre, no tendrá ninguna parte en mi reino”.
Lo reconozco, allí no hay ninguna ambigüedad: es la intolerancia, la exclusión más indudable, la más franca. Y además, Jesucristo ha enviado a sus Apóstoles a predicar a todas las naciones, es decir, a violentar todas las religiones existentes para establecer la única religión cristiana por toda la tierra y sustituir, por la unidad del dogma católico, todas las creencias adoptadas por los diferentes pueblos.
Y previendo las revueltas y las divisiones que esta doctrina va a provocar sobre la tierra, Él no se detiene y declara que no ha venido a traer la paz sino la espada, a encender la guerra no solamente entre los pueblos sino aun en el seno de una misma familia, y separar — al menos en cuanto a las convicciones — a la esposa creyente del esposo incrédulo, al yerno cristiano del suegro idólatra. Esto es así, y el filósofo tiene razón: “Jesucristo no se ha andado con ambigüedades acerca del dogma”.
El mismo sofista dice en otro lugar : “Yo hago como San Pablo y coloco la caridad por encima de la fe. Pienso que lo esencial de la religión consiste en que, en la práctica, no solamente es preciso ser hombre de bien, humano y caritativo, sino que a todo el que es verdaderamente tal le basta con creer para ser salvado, no importa cuál religión profese”.
Tenemos ciertamente, mis hermanos, un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin la fe es imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no está de manera alguna dividido, que en Él no existe el sí y el no: solamente el sí; de San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a evangelizar con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario declararlo anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que marcha derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo, reduciendo todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo!
Se nos habla de la tolerancia de los primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles. Mis hermanos, ¡ni lo penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa. En tiempos de la predicación de los Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa tolerancia dogmática tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente falsas e igualmente erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían la guerra; como todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que demonios — no eran para nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está divido contra sí mismo. Roma, al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus divinidades, y el estudio de su mitología se complicaba en la misma proporción que el de su geografía.
El triunfador que subía al Capitolio hacía marchar delante suyo a los dioses conquistados, con mayor orgullo aún con el que arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud de un senado-consultor, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo con el territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el imperio.
El cristianismo, al momento de aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son esquemas históricos de indudable valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su primera aparición, no fue rechazado de plano.
El paganismo se preguntaba si, en lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo, tanto como a Abraham entre las divinidades de su oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar proponer rendirle homenajes solemnes.
Fragmento de sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
El mismo sofista dice en otro lugar : “Yo hago como San Pablo y coloco la caridad por encima de la fe. Pienso que lo esencial de la religión consiste en que, en la práctica, no solamente es preciso ser hombre de bien, humano y caritativo, sino que a todo el que es verdaderamente tal le basta con creer para ser salvado, no importa cuál religión profese”.
Tenemos ciertamente, mis hermanos, un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin la fe es imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no está de manera alguna dividido, que en Él no existe el sí y el no: solamente el sí; de San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a evangelizar con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario declararlo anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que marcha derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo, reduciendo todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo!
Se nos habla de la tolerancia de los primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles. Mis hermanos, ¡ni lo penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa. En tiempos de la predicación de los Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa tolerancia dogmática tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente falsas e igualmente erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían la guerra; como todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que demonios — no eran para nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está divido contra sí mismo. Roma, al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus divinidades, y el estudio de su mitología se complicaba en la misma proporción que el de su geografía.
El triunfador que subía al Capitolio hacía marchar delante suyo a los dioses conquistados, con mayor orgullo aún con el que arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud de un senado-consultor, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo con el territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el imperio.
El cristianismo, al momento de aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son esquemas históricos de indudable valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su primera aparición, no fue rechazado de plano.
El paganismo se preguntaba si, en lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo, tanto como a Abraham entre las divinidades de su oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar proponer rendirle homenajes solemnes.
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Fragmento de sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
"Es de la esencia de toda verdad no tolerar el principio de contradicción". Cardenal Pie(II)
Es de la esencia de toda verdad no tolerar el principio de contradicción. La afirmación de una cosa excluye la negación de esa misma cosa, como la luz excluye las tinieblas. Allí donde nada es cierto, donde nada es definido, los sentimientos pueden estar divididos, las opiniones pueden variar.
Yo comprendo y pido la libertad en las cosas discutibles: In dubiis libertas. Pero cuando la verdad se presenta con los distintivos de certeza que la distinguen, por lo mismo que es verdad ella es afirmativa, es necesaria y, por consecuencia, es una e intolerante: In necessariis unitas.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
La afirmación se aniquila si ella duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee, es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado.
Por eso, mis hermanos, por la necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria en todo, porque en todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en todas partes lo verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden combate el desorden.
La afirmación se aniquila si ella duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee, es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado.
Por eso, mis hermanos, por la necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria en todo, porque en todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en todas partes lo verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden combate el desorden.
¿Qué más intolerante, por ejemplo, que esta proposición: “dos y dos son cuatro”? Si usted viene a decirme que dos y dos son tres, o que dos y dos son cinco, le responderé que dos y dos son cuatro. Y si usted me dijera que no impugna mi manera de contar, pero que mantiene la suya, y que me pide ser tan indulgente con usted como usted lo es conmigo, permaneciendo yo totalmente convencido de que tengo razón y que usted está equivocado, posiblemente yo me callaré, en rigor, porque después de todo me importa muy poco que haya sobre la tierra un hombre para el que dos más dos sean tres o cinco.
Sobre un cierto número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las consecuencias fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré conciliador si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias amenas, porque en todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí lo bello y lo cierto son, más o menos, convenciones; y, por lo demás la herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas que los del sentido común y del buen gusto.
Pero si se trata de la verdad religiosa, enseñada o revelada por Dios mismo; si va en ello vuestro destino eterno y el de la salvación de mi alma, por consiguiente ninguna transacción es posible. Me encontrareis inflexible, y debo serlo.
Sobre un cierto número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las consecuencias fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré conciliador si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias amenas, porque en todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí lo bello y lo cierto son, más o menos, convenciones; y, por lo demás la herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas que los del sentido común y del buen gusto.
Pero si se trata de la verdad religiosa, enseñada o revelada por Dios mismo; si va en ello vuestro destino eterno y el de la salvación de mi alma, por consiguiente ninguna transacción es posible. Me encontrareis inflexible, y debo serlo.
Es condición de toda verdad el ser intolerante, pero siendo la verdad religiosa la más absoluta y la más importante de todas las verdades, es por lo tanto también la más intolerante y la más exclusivista.
Mis hermanos: nada es tan exclusivo como la unidad; por lo tanto, escuchad la palabra de San Pablo: “Unus Dominus, una fides, unum baptisma”. No hay en el cielo más que un solo Señor: Unus Dominus. Ese Dios, cuyo gran atributo es la unidad, no ha dado a la tierra más que un solo símbolo, una sola doctrina, una sola fe: Una fides. Y esta fe, este símbolo, El no los ha confiado más que a una sola sociedad visible, a una sola Iglesia, todos cuyos niños son señalados con el mismo sello y regenerados por la misma gracia: Unum baptisma.
Mis hermanos: nada es tan exclusivo como la unidad; por lo tanto, escuchad la palabra de San Pablo: “Unus Dominus, una fides, unum baptisma”. No hay en el cielo más que un solo Señor: Unus Dominus. Ese Dios, cuyo gran atributo es la unidad, no ha dado a la tierra más que un solo símbolo, una sola doctrina, una sola fe: Una fides. Y esta fe, este símbolo, El no los ha confiado más que a una sola sociedad visible, a una sola Iglesia, todos cuyos niños son señalados con el mismo sello y regenerados por la misma gracia: Unum baptisma.
De este modo la unidad divina, que reside desde toda la eternidad en los esplendores de la Gloria, se manifiesta sobre la tierra por la unidad del dogma evangélico, cuyo depósito ha sido dado en custodia por Jesucristo a la unidad jerárquica del sacerdocio: Un Dios, una fe, una Iglesia (“Unus Dominus, una fides, unum baptisma”).
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Fragmento de sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio. Cardenal Pie (I)
Los fieles asistimos a una fragmentación de la fe. Sirva como antídoto este sermón del cardenal Pie, ejemplo para sacerdotes y pastores de almas.
“Unus Dominus, una fides, unum baptisma”“No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”(San Pablo a los Efesios, IV, 5)
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La verdad en el espíritu y la virtud en el corazón son dos cosas que se corresponden casi puntualmente: cuando el espíritu se ha entregado al demonio de la mentira, el corazón — no obstante que el desorden no haya comenzado por él — está muy cerca de abandonarse al demonio del vicio. La inteligencia y la voluntad son dos hermanas, entre las cuales la seducción es contagiosa: si ven que la primera se ha abandonado al error, corren un velo sobre la honra de la segunda.
Y porque esto es así, mis hermanos, porque no existe ningún daño, ninguna lesión en el orden intelectual que no tenga consecuencias funestas en el orden moral y aun en el orden material, es que concedemos importancia a combatir el mal en su origen, a secarlo en su fuente, esto es, en sus ideas.
Mil prejuicios se han popularizado entre nosotros: el sofisma, asombrado de sentirse atacar, invoca la prescripción; la paradoja se vanagloria de haber adquirido carta de nacionalidad y derechos de ciudadanía. Los mismos cristianos, viviendo en medio de esta atmósfera impura, no han evitado totalmente su contagio: aceptan demasiado fácilmente muchos de los errores. Fatigados de resistir en los puntos esenciales, a menudo cansados de luchar, ceden en otros puntos que les parecen menos importantes, y no advierten nunca — a veces porque no quieren percatarse — hasta dónde podrán ser llevados por su imprudente debilidad.
Entre esta confusión de ideas y de falsas opiniones nos toca a nosotros, sacerdotes de la incorruptible verdad, salir al paso y censurar con la acción y la palabra, satisfechos si la rígida inflexibilidad de nuestra enseñanza puede detener el desborde de la mentira, destronar principios erróneos que reinan orgullosamente en las inteligencias, corregir axiomas funestos admitidos ya por la convalidación del tiempo, esclarecer finalmente y purificar una sociedad que amenaza hundirse, que envejece en un caos de tinieblas y de desórdenes, donde no será ya posible distinguir la índole y, menos aún, el remedio de sus males.
Nuestra época grita: “¡Tolerancia! ¡Tolerancia!” Se admite que un sacerdote debe ser tolerante, que la religión debe ser tolerante.
Mis hermanos: en primer lugar, nada iguala a la franqueza, y yo vengo a decirles sin rodeos que no existe en el mundo más que una sola sociedad que posee la verdad, y que esta sociedad debe ser necesariamente intolerante.
Pero antes de entrar en materia, y para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o teológica.
Pero antes de entrar en materia, y para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o teológica.
- La primera no es de nuestra incumbencia, y yo me permito sólo una palabra al respecto: si la ley pretende decir que ella autoriza todas las religiones porque ante sus ojos todas ellas son igualmente buenas, o aun hasta porque el poder público es incompetente para tomar partido sobre este tema, la ley es impía y atea; ella profesa, no ya la tolerancia civil tal como vamos a definirla, sino la tolerancia dogmática, y — por una neutralidad criminal — ella justifica en los individuos la indiferencia religiosa más absoluta.
- Por el contrario, si, aun reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera y permite el libre ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado antes que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que es necesario decir, con el famoso condestable: ” Una fe, una ley” habrá otros donde es preciso decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: “Conceded a todos la tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con paciencia lo que Dios sufre”
Pero dejo de lado este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que venga en nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad: Spiritum veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
- Por el contrario, si, aun reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera y permite el libre ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado antes que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que es necesario decir, con el famoso condestable: ” Una fe, una ley” habrá otros donde es preciso decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: “Conceded a todos la tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con paciencia lo que Dios sufre”
Pero dejo de lado este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que venga en nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad: Spiritum veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
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Primer fragmento de un sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
Vaticano radical a punto de vengarse del padre Stefano Manelli
Son inminentes sanciones contra el padre Stefano Manelli, de 85 años, el fundador de los Frailes Franciscanos de la Inmaculada, escribe Marco Tosatti el 21 de julio. La Orden de Manelli languidece bajo la mirada de un comisionario vaticano desde julio de 2013.
Los motivos para esta medida enérgica, nunca explicada por el Vaticano, son evidentes: para la actual nomenclatura vaticana, los Frailes son “demasiado católicos”.
Según Tosatti, un documento que contiene sanciones contra Manelli, elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, actualmente está en la mesa de Francisco.
Después que se impongan las sanciones, el Vaticano presionará para que se realice un Capítulo General. El plan es cambiar las Constituciones de los Frailes y abolir el voto de consagración a la Inmaculada y el voto de pobreza. Éste último ha creado una situación en la que todos los bienes materiales de los frailes pertenecen a personas laicas. El Vaticano ha tratado en vano de apoderarse de este patrimonio, pero perdió todas las batallas jurídicas en las cortes italianas.
En consecuencia, el Vaticano trató de utilizar al padre Manelli con la finalidad de ejercer presión en los propietarios de los activos. Después que esto fracasara, parece que Francisco quiere castigar a Manelli, lo cual revela el extraño sentido de justicia de Francisco.
Uno de los importantes burócratas vaticanos que combate a los Frailes es el arzobispo José Rodríguez Carballo OFM, el secretario de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica e íntimo de Francisco, quien fue uno de los principales protagonistas del tremendo escándalo financiero que golpeó a los Franciscanos (OFM) en diciembre de 2014. El escándalo fue silenciado rápidamente.
Dado que Carballo es un radical-liberal, nadie lo tocó, por el contrario, Francisco lo promovió para ser arzobispo.
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