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sábado, 28 de julio de 2018

Humanae vitae: una encíclica valiente pero no profética (Roberto de Mattei)



Reproducimos el texto de una entrevista de Diane Montagna al profesor Roberto de Mattei publicada en el portal canadiense LifeSiteNews el 24 de julio de 2018

El 25 de julio de 1968 Pablo VI publicó la encíclica Humanae vitae. Cincuenta años después, ¿cuál es su juicio histórico de la misma?

Humanae vitae es una encíclica de gran relevancia histórica, porque recuerda que existe una ley natural inmutable en una época en que el punto de referencia de la cultura y de las costumbres era la negación de unos valores que son permanentes a lo largo de la historia.

El documento de Pablo VI fue además una respuesta a la revolución eclesiástica que desde la clausura del Concilio Vaticano II atacaba a la Iglesia desde dentro. Hay que dar las gracias a Pablo VI por no ceder a las tremendas presiones de los medios y los grupos de presión que pretendían modificar las enseñanzas de la Iglesia en este sentido.

Contra lo que muchos afirman, usted sostiene que Humanae vitae no fue un documento profético. ¿Por qué?

En el lenguaje corriente se entiende por profecía la capacidad de prever sucesos futuros a la luz de la razón iluminada por la Gracia. Desde esta perspectiva, en los años del Concilio Vaticano II fueron profetas 500 padres conciliares que exigieron la condena del comunismo previendo que por ser un mal intrínseco se desmoronaría pronto, mientras que no fueron profeta los que se opusieron a dicha condena, convencidos de que el comunismo tenía su lado bueno y duraría siglos. En aquellos mismos años se difundió el mito de la explosión demográfica, y todos hablaban de la necesidad de reducir el número de nacimientos.

No fueron profetas aquellos que, como el cardenal Suenens, pidieron que se autorizara la anticoncepción para limitar los nacimientos, mientras que sí lo fueron padres conciliares como los cardenales Ottaviani y Browne, que se oponían dichas demandas recordando las palabras del Génesis, creced y multiplicaos. El problema que afronta actualmente el Occidente cristiano no es desde luego el de la superpoblación, sino el desplome demógrafico. Humanae vitae no fue una encíclica profética, porque aceptaba el principio de la regulación de nacimientos, bajo la forma de una paternidad responsable, aunque sí fue un documento valiente porque reiteraba la condena de los métodos anticonceptivos y del aborto. En este sentido sí que merece conmemorarla.

Algunos han insinuado que Humanae vitae presenta una nueva doctrina, recordando la inseparabilidad de los dos fines del matrimonio, el procreativo y el unitivo, y colocándolos en pie de igualdad. ¿Está de acuerdo?

La inseparabilidad de los fines del matrimonio es parte de la doctrina de la Iglesia, y Humanae vitae lo recuerda como es debido. Ahora bien, para evitar malinterpretaciones, es importante recordar que hay una jerarquía de los fines. Según la doctrina de la Iglesia, el matrimonio es, por naturaleza, una institución de carácter jurídico-moral, elevada por el cristianismo a la dignidad de sacramento. Su fin principal es la procreación, que no es una mera función biológica ni puede separarse del acto conyugal.

Es más, el matrimonio cristiano tiene por objeto dar hijos a Dios y a la Iglesia para que sean futuros ciudadanos del Cielo. Como enseña Santo Tomás (Summa contra gentiles, 4, 58), el matrimonio hace a los esposos «propagadores y conservadores de la vida espiritual», la cual consiste en engendrar la prole y educarla para el culto divino. Los padres no comunican directamente la vida espiritual a sus hijos, pero deben encargarse de su formación, transmitiéndoles el legado de la fe, empezando por el bautismo. A este objeto, el fin principal de matrimonio supone también la educación de los hijos; obra que, como afirmó Pío XII en un discurso el 19 de mayo de 1956, por su alcance y sus consecuencias sobrepasa ampliamente la de la generación.

¿Qué autoridad magisterial tiene la Humanae vitae?

A fin de atenuar el desencuentro doctrinal con los católicos partidarios del control de natalidad, Pablo VI no quiso dar un carácter definitorio a la encíclica. Pero la condena de la anticoncepción sí puede considerarse un acto infalible del magisterio ordinario, por cuanto reitera lo que siempre se ha enseñado: que todo uso del matrimonio en que se impida por medio de métodos artificiales el acto conyugal de transmitir la vida vulnera la ley natural y constituye una culpa grave. La primacía conyugal de procrear también se puede considerar doctrina infalible del magisterio ordinario, porque, afirmada de modo solemne por Pío XI en Casti connubii, la reiteró Pío XII en su fundamental Discurso a las comadronas del 29 de octubre de 1951.

Pío XII declara sin ambigüedades: «La verdad es que el matrimonio, como institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aunque también los haga la Naturaleza, no se encuentran en el mismo grado del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente subordinados. Esto vale para todo matrimonio, aunque sea infecundo; como de todo ojo se puede decir que está destinado y formado para ver, aunque en casos anormales, por especiales condiciones internas y externas, no llegue nunca a estar en situación de conducir a la percepción visual.».

A este respecto el Papa recuerda que la Santa Sede, en un decreto público del Santo Oficio, «decretó que no podía admitirse la opinión de algunos autores recientes que negaban que el fin primario fuera la procreación y la educación de la prole, o bien enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al primario, sino que son equivalentes e independientes de él» (S.C.S.Officii, 1 de abril de 1944, Acta Apostolica Sedis vol.36, año 1944).

En su artículo, usted pone de relieve que un elemento nuevo que surge del libro de monseñor Marengo es el texto completo del primer borrador de la encíclica de Pablo VI, que llevaba por título De nascendi prolis. Esta encíclica se convirtió más tarde en la Humanae vitae. ¿Nos podría decir algo sobre dicha transformación?

La historia de la Humanae vitae es compleja y turbulenta. Empieza por el rechazo, por parte de los padres conciliares, del esquema preparatorio sobre la familia y el matrimonio redactado por la comisión preparatoria del Concilio y aprobado por Juan XXIII. El principal artífice del cambio de rumbo fue el cardenal Leo-Joseph Suenens, arzobispo de Bruselas, que influyó profundamente en la declaración Gaudium et spes, y dirigió la comisión ad hoc sobre la regulación de nacimientos nombrada por Juan XXIII y ampliada por Pablo VI.

En 1966 esa comisión elaboró un texto en el cual la mayoría de los redactores se declaraba a favor del control de natalidad. Siguieron dos años de polémica y confusión, como confirman los documentos que acaba de publicar monseñor Marengo. Al informe de la mayoría, dado a conocer en 1967 por el National Catholic Report, se contrapone un informe de la minoría que se oponía al empleo de métodos anticonceptivos. Pablo VI nombró entonces un nuevo grupo de estudio, dirigido por su teólogo, monseñor Colombo. Al cabo mucho debate se llegó a la redacción de De nascendi prolis, pero entonces se produjo un giro inesperado, porque los traductores franceses expresaron serias reservas sobre el documento. Pablo VI hizo nuevas modificaciones, y finalmente, el 25 de julio de 1968, se publicó Humanae vitae.

La diferencia entre ambos documentos radicaba en que el primero era de naturaleza más doctrinal y el segundo tenía un carácter más pastoral. Según monseñor Marengo, se percibía «la voluntad de evitar que el empeño de lograr claridad doctrinal se interpretase como rigidez insensible». Aunque se confirmaba la doctrina tradicional de la Iglesia, la doctrina de los fines del matrimonio no se expresaba con suficiente claridad.

Dice usted en su artículo que Juan Pablo recalcó enérgicamente las enseñanzas de Humanae vitae, pero que el concepto de amor conyugal que se difundió durante su pontificado a dado origen a numerosos malentendidos. ¿Podría decirnos algo más a este respecto?

Guardo gratitud a Juan Pablo II por su clara reiteración de los absolutos morales que hizo en Veritatis splendor. Pero la teología del cuerpo de Juan Pablo II, tomada en parte del nuevo Código de Derecho Canónico y del nuevo Catecismo, expresa un concepto del matrimonio centrado casi exclusivamente en el amor conyugal. Al cabo de cincuenta años es necesario tener el valor para hacer una reevaluación objetiva de la cuestión, con la única motivación de la búsqueda de la verdad y del bien de las almas.

Los frutos de la nueva pastoral están a la vista de todos. El control de natalidad goza de amplia difusión en el mundo católico, y se lo justifica con un concepto distorsionado del amor y el matrimonio. Si no se deja sentada la jerarquía de los fines, se corre el riesgo de que suceda precisamente aquello que se quiere evitar, es decir, la tensión, el conflicto y, en definitiva, la separación de los dos fines del matrimonio.

Pero, ¿acaso el vínculo matrimonial no es también símbolo de la unión íntima de Cristo con la Iglesia?

Efectivamente, pero la célebre expresión de San Pablo (Ef. 5, 32) se suele aplicar casi siempre al acto conyugal, aunque el amor conyugal no es sólo amor sensible, sino ante todo amor racional. El amor racional, elevado por la caridad, se convierte en una forma de amor que sobrenatural y santifica el matrimonio. El amor sensible puede degradarse hasta considerar la persona del cónyuge como un objeto de placer. Este peligro se corre tambiénn cuando se pone excesivamente el acento en el carácter esponsalicio del matrimonio.

Es más, refiriéndose a la ilustración de la unión de Cristo con su Iglesia, Pío XII afirmó: «Tanto en el uno como en la otra la donación de sí es total, exclusiva e irrevocable. Tanto en un caso como en otro el esposo es cabeza de la esposa, que le está sujeta como al Señor (cf. íbid., 22-33); tanto en el uno como en la otra la donación mutua se convierte en principio de expansión y fuente de vida» (Discurso a los nuevos esposos, 23 de octubre de 1940).

Hoy en día se pone el acento exclusivamente en la donación recíproca, y se pasa por alto que el hombre es cabeza de la mujer y de la familia, así como Cristo lo es de la Iglesia. La negación implícita de la primacía del marido sobre la mujer es análoga a la negación de la prioridad del fin procreativo sobre el unitivo, lo cual introduce en el seno de la familia una confusión de funciones cuyas consecuencias estamos presenciando actualmente.

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Selección por José Martí

Bergoglio y la "communicatio in sacris" con los protestantes


El 15 de noviembre de 2015, en el templo luterano de Roma, a una mujer protestante que preguntaba si podía comulgar en Misa junto a su marido católico, Bergoglio respondió de modo tan ambiguo que dejaba entender que sí podía (cfr. la web “Settimo cielo”, 25 de mayo de 2018).

Después de dicha respuesta, la mayor parte de los Obispos de Alemania, en febrero de 2018, tomaron la decisión de admitir a la comunión eucarística también a los cónyuges protestantes. Algunos prelados (entre los cuales el cardenal de Colonia, Rainer Woelki) recurrieron a Roma, a la Congregación para la doctrina de la fe. Entonces, Francisco I convocó en Roma una cumbre de prelados vaticanos “expertos en ecumenismo” y de representantes alemanes, tanto del catolicismo como del protestantismo. El 3 de mayo de 2018, la cumbre terminó, por voluntad de Bergoglio, con la orden dada a los Obispos alemanes de “encontrar, en espíritu de comunión eclesial, un resultado, si es posible, unánime”. Pero, como un acuerdo semejante no es posible, dio prácticamente vía libre a todas las posiciones en contraste. Todo es lícito. Como la cuestión es muy grave, el cardenal holandés Willem Jacobus Eijk pidió aclararla y, junto a él, se hizo oír el arzobispo de Filadelfia, Carles J. Chaput (...)

[El artículo completo en Adelante la Fe, 4 julio 2018]

Aportamos aquí sus palabras:

“Quién puede recibir la eucaristía, cuándo y por qué, no son sólo preguntas alemanas. Si, como dijo el Vaticano II, la eucaristía es la fuente y el culmen de nuestra vida de cristianos y el sello de nuestra unidad católica, entonces las respuestas a estas preguntas tienen implicaciones para toda la Iglesia. Se refieren a todos nosotros. Y en esta luz, ofrezco estos puntos de reflexión y de discusión, hablando sencillamente, como uno de tantos obispos diocesanos:
  1. Si la eucaristía es verdaderamente el signo y el instrumento de la unidad eclesial, entonces, si cambiamos las condiciones de la comunión, ¿no redefinimos de hecho quién y qué es la Iglesia?
  2. Se quiera o no, la propuesta alemana hará inevitablemente esto. Es el primer estadio de una apertura de la comunión a todos los protestantes, o a todos los bautizados, ya que, al final, el matrimonio no es la única razón para consentir la comunión para los no católicos.
  3. La comunión presupone una fe y un credo común, incluida la fe sobrenatural en la presencia real de Jesucristo en la eucaristía, junto a los siete sacramentos reconocidos por la tradición perenne de la Iglesia católica. Renegociando esta realidad de hecho, la propuesta alemana adopta una noción protestante de identidad eclesial. El simple bautismo y una fe en Cristo parecen suficientes, no la creencia en el misterio de la fe como es entendido por la tradición católica y por sus concilios. El cónyuge protestante ¿deberá creer en las órdenes sagradas como son entendidos por la Iglesia católica, que los ve lógicamente vinculado a la fe en la consagración del pan y del vino como cuerpo y sangre de Cristo? ¿O están sugiriendo los obispos alemanes que el sacramento de las órdenes sagradas podría no depender de la sucesión apostólica? En tal caso, afrontaremos un error todavía más profundo.
  4. La propuesta alemana rompe el vínculo vital entre la comunión y la confesión sacramental. Presumiblemente, dicha propuesta no implica que los cónyuges protestantes deban ir a confesarse los pecados graves como preludio para la comunión. Pero esto está en contradicción con la práctica perenne y la enseñanza dogmática explícita de la Iglesia católica, del Concilio de Trento y del actual Catecismo de la Iglesia católica, como también del magisterio ordinario. Esto implica, como efecto suyo, una protestantización de la teología católica de los sacramentos.
  5. Si la enseñanza de la Iglesia puede ser ignorada y renegociada, comprendida la enseñanza que ha recibido una definición conciliar (como, en este caso, en Trento), entonces ¿todos los concilios pueden ser históricamente relativizados y renegociados? Muchos protestantes liberales modernos ponen en discusión o rechazan o simplemente ignoran como bagaje histórico la enseñanza sobre la divinidad de Cristo del concilio de Nicea. A los cónyuges protestantes ¿se les exigirá creer en la divinidad de Cristo? Si necesitan creer en la presencia real de Cristo en el sacramento, ¿por qué no deberían compartir la fe católica en las órdenes sagradas o en el sacramento de la penitencia? Si creen en todas estas cosas, ¿por qué no son invitados a hacerse católicos como modo para entrar en una visible y plena comunión?
  6. Si los protestantes son invitados a la comunión católica, ¿los católicos serán todavía excluidos de la comunión protestante? Si es así, ¿por qué deberían ser excluidos? Si no son excluidos, ¿no implica esto que la visión católica sobre las órdenes sagradas y la válida consagración eucarística son, en efecto, falsas, y, si son falsas, que las creencias protestantes son verdaderas? Si la intercomunión no pretende implicar una equivalencia entre las concepciones católica y protestante de la eucaristía, entonces ¿la práctica de la intercomunión separa a los fieles del recto camino? ¿No es este un caso de manual de “causar escándalo”? ¿Y no será visto por muchos como un modo amable de engañar y de esconder enseñanzas arduas, en el contexto de la discusión ecuménica? La unidad no puede construirse sobre un proceso que oculta sistemáticamente la verdad de nuestras diferencias.
La esencia de la propuesta alemana de la intercomunión es que la sagrada comunión pueda ser compartida incluso cuando no existe una verdadera unidad de la Iglesia. Pero esto hiere el corazón mismo de la verdad del sacramento de la eucaristía, porque, por su misma naturaleza, la eucaristía es el cuerpo de Cristo. Y el “cuerpo de Cristo” es tanto la presencia real y sustancial de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino, como la misma Iglesia, la comunión de los creyentes unidos a Cristo, la cabeza. Recibir la eucaristía significa anunciar de manera solemne y pública, ante Dios y en la Iglesia, que se está en comunión tanto con Jesús como con la comunidad visible que celebra la eucaristía”.

¿A quién iremos, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna (José Martí) [2 de 4]


Ya sabemos que las dos fuentes de la Revelación de las que un católico debe de alimentarse son las Sagradas Escrituras y la Tradición. Ésos son los buenos pastos que las ovejas del rebaño de Cristo esperan de sus pastores Recordemos algunas recomendaciones del apóstol Pablo, en este sentido, cuando le decía a Timoteo:  "Tú persevera en lo que has aprendido y creído, sabiendo de quiénes lo aprendiste, y que desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras, que pueden instruirte en orden a la salvación por medio de la fe que está en Cristo Jesús. Pues toda Escritura es divinamente inspirada, y es también útil para enseñar, para rebatir, para corregir, ... (2 Tim 3, 14-16). Y en otra parte añade: "hermanos, manteneos firmes y guardad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de palabra o por carta" (2 Tes 2, 15)

La Iglesia tiene, pues, una doble misión, recibida de Jesucristo. En primer lugar -y esto está recibido como un mandato- debe extenderse por todo el mundo, proclamando el Evangelio a todas las gentes y bautizándolas (Mt 28, 19); por una razón muy sencilla, cual es la de que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 4), lo que únicamente será posible si lo conocen a Él y lo aman, pues sólo Él ha podido decir: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí(Jn 14, 6). 

Conviene recordar, o aprender -si no se sabe- que la fidelidad de un cristiano no es a tal o cual Papa, no es a un Papa concreto, sino al Papado, instituido directamente por Jesucristo, así como también a los dogmas que se han ido definiendo a lo largo de la historia de la Iglesia, verdades que son inalterables por voluntad de su Fundador: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). 

Las palabras de Jesús, como Dios que es y Señor de la Historia, son siempre actuales; no sirven sólo para una determinada época o para un lugar concreto, sino para todos los tiempos y lugares: "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb 13, 8). De igual modo ocurre con los dogmas, como verdades absolutas definidas de una vez para siempre, a lo largo de la Historia de la Iglesia, verdades que no evolucionan ni se tienen que adaptar a los tiempos.

Recordemos algunos párrafos que pronunció el papa Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, que tuvo lugar el 11 de octubre de 1962
El gesto del más reciente y humilde sucesor de San Pedro, que os habla, al convocar esta solemnísima asamblea, se ha propuesto afirmar, una vez más, la continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo en forma excepcional a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea (...) El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz (...)
Es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la Verdad, recibido de los Padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico (...). 
El Concilio Ecuménico XXI  [puesto que han habido veinte concilios a lo largo de la Historia de la Iglesia y éste era el que hacía veintiuno] (...) quiere transmitir, pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, si no ha sido recibido de buen grado por todos, constituye una riqueza abierta a todos los hombres de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, tal como resplandecen principalmente en las actas conciliares de Trento y del Vaticano I (...)
Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del  "depositum fidei", y otra la manera de formular su expresión; [¡atención al lenguaje, pues puede desfigurar la doctrina, como, de hecho vemos hoy que está ocurriendo!] y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un Magisterio de carácter predominantemente pastoral (...). Es motivo de dolor el considerar que la mayor parte del género humano —a pesar de que los hombres todos han sido redimidos [¡ojo al dato!] por la Sangre de Cristo— no participa aún de esa fuente de gracias divinas que se halla en la Iglesia católica
Habría que distinguir entre Redención objetiva y Redención subjetiva. Jesucristo murió en rescate por muchos (Mt 20, 28) y no en rescate por todos. Su Poder afecta a todos los hombres de todos los tiempos y lugares de la tierra. Todos pueden ser salvados, pero es preciso que les llegue a todos los hombres el Mensaje de Jesús para que esa salvación objetiva se transforme en salvación subjetiva, que es la verdaderamente eficaz para cada persona

Y esto es misión fundamental de la Iglesia, en cumplimiento del mandato de Jesucristo a sus apóstoles, antes de su ascensión a los Cielos: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. Quien crea y sea bautizado, se salvará; pero quien no crea, se condenará" (Mc 16, 15-16). San Mateo completa este mismo mensaje, cuando dice: "Acercándose Jesús [a sus discípulos] les habló diciendo: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 18-20). 

De manera que no se puede hablar, por ejemplo, de la Evangelización de América "pidiendo perdón" por haberles evangelizado. Nada más hermoso y de más valor podían haber enseñado los misioneros españoles a los indígenas que el conocimiento y el amor a Jesucristo, sin el cual su vida carecía de sentido. Les hicieron un gran bien, difícil de ponderar en toda su magnitud ... Y, sin embargo, la Iglesia actual "se avergüenza"  ... ¡y pide perdón!. Inconcebible, pero cierto. La implantación de la cultura cristiana en el continente americano dio lugar a un abismal progreso de aquella sociedad, cuyas culturas nativas eran bárbaras y homicidas. Con la llegada del Cristianismo eso cambió ... gracias a hombres con una fe total en la Verdad del Mensaje que tenían la obligación de transmitir.

La Iglesia ha de procurar, por todos los medios, que el Mensaje recibido de Jesucristo se difunda por toda la tierra y se vaya transmitiendo de generación en generación, de padres a hijos, en fidelidad al "depósito recibido", de modo que Cristo reine, en todos y cada uno de los corazones y en toda la sociedad, único modo de que ésta se regenere y de que la gente pueda ser feliz en la medida en la que eso es posible, ya en este mundo.

Pero la gente no es feliz ... porque le han robado al Señor y no saben dónde se encuentra. Pues sus pastores se han "abierto" al mundo (sobre todo a partir del Concilio Vaticano II), con una idea de "pastoral" completamente errada ... que omite, entre otras cosas, la Doctrina Católica. La Iglesia, en sus Pastores, tiene la obligación de transmitir, sin error, ni interpretaciones personales, la Doctrina cristiana, contenida en las Sagradas Escrituras y, en particular y de un modo especialísimo, en el Nuevo Testamento. Porque si la gente no conoce a Jesucristo, ¿cómo puede quererlo y enamorarse de Él? 

Sin embargo, con el pretexto de que la Iglesia tiene que acercarse a la gente y abrirse al mundo (el famoso "aggiornamento") lo que, de hecho, se ha producido (aun sin decirlo expresamente) es un cambio radical de la Iglesia de siempre, la que fundó Jesucristo.El nuevo lenguaje "modernista", la nueva "pastoral" ha dado lugar -y esto es algo que no se puede negar, porque se trata de hechos constatables) a una "Nueva Iglesia" que cada día se parece menos a la Iglesia fundada por Jesucristo. Es una Iglesia diferente y relativista, que busca congraciarse con el mundo, presentándole un camino fácil y doblegándose a los dictados de una sociedad paganizada y apóstata, que se ha vuelto de espaldas a Dios. 

En los documentos del Concilio Vaticano II hay algunos que atentan directamente contra la enseñanza de la Iglesia, en particular los concernientes al ecumenismo, a la colegialidad, a la libertad religiosa y al diálogo interreligioso, aunque no sólo esos. Habría que convocar un nuevo Concilio, en el que se aclararan las ideas y en donde se especifique, sin ningún tipo de ambigüedad, qué es lo ortodoxo y lo correcto, qué es lo que se sigue manteniendo fiel a la Tradición y qué es lo que se ha cambiado y es heterodoxo e infiel al Mensaje Evangélico. Deben de extirparse de raíz todas las influencias modernistas, que tanto daño están haciendo a la verdadera Iglesia.

Con la excusa de la "nueva pastoral" y de que los cristianos tenemos que estar pendientes de los llamados "signos de los tiempos", lo que de hecho se está haciendo -aunque se quieran cerrar los ojos para no ver- es un cambio en la doctrina. Evidentemente, esto se va a negar; pero los hechos están ahí para que el que quiera ver, que vea.

Cierto que hay que buscar el mejor modo posible de transmitir el Mensaje de Jesús a toda la gente, mediante una pastoral adecuada a los nuevos tiempos que corren ... pero esto no puede hacerse -y se está haciendo- al precio de cambiar el Mensaje Evangélico por otro que no se parece en nada al original. Ya hay mucha gente que se pregunta: ¿Dónde está la Iglesia católica? Y es que, en efecto, esta nuestra amada Iglesia, ha sido traicionada ... y esta traición está produciéndose en el seno mismo de la Iglesia, en una gran parte de la Jerarquía eclesiástica, lo que es sumamente grave.

Aunque lo peor de todo -con ser ya bastante malo lo anterior- es que este cambio "revolucionario", que se está produciendo en la Iglesia, y que está dando lugar a una "iglesia" diferente; como digo, este cambio se niega. Y se dice y se proclama -haciendo uso de todos los medios de comunicación mundanos- que no existe tal cambio y que la Iglesia es la misma de siempre en lo que respecta a lo esencial del Mensaje de Jesús, lo cual no es que sea una gran mentira, que atenta contra la razón, sino que es diabólico. No hay otra explicación ... ¡Y Dios lo permite! 

Creo que ya va siendo hora de replantearse nuestra fidelidad a la Iglesia y dejar atrás cualquier tipo de indecisión. Ha llegado el momento de la radicalización: "El que no está conmigo, está contra Mí", decía Jesús (Mt 12, 30). ¿A quién le hacemos caso? ¿A lo que dice cualquier sacerdote, obispo,  cardenal o el mismo Papa, cuando lo que dice contradice las enseñanzas del Evangelio ... o, por el contrario, optamos por seguir a Jesucristo y su Mensaje auténtico, aunque ello suponga, hoy en día, una heroicidad especial que nos puede llevar -incluso- a perder nuestra vida? 

Yo, sinceramente, me inclino por la segunda opción, porque es la verdadera. Jesús fue muy claro: "A todo el que me confiese delante de los hombres, Yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue delante de los hombres, Yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 32-33)
 José Martí (continuará)