Comenta Monseñor Braulio Rodríguez, Arzobispo de Toledo y Primado de España, en su escrito semanal publicado en Religión Digital que la pederastia “no es sólo pecado de los miembros de la Iglesia: es un problema de todos”, y si bien no puedo más que coincidir en lo primero, me niego absolutamente a aceptar lo segundo.
Ni yo ni nadie que conozca es reo de pederastia ni, hasta donde sé, víctima de tan vil crimen. Y si puedo aceptar en un sentido amplio que, como problema colectivo, en algo me toca; o, pensando que Rodríguez hace oblicua referencia al dogma de la Comunión de los Santos, por la que cada pecado individual perjudica a todos los bautizados igual que beneficia cada acto de virtud, estar de acuerdo, no creo que se refiera a eso.
Por una razón: porque es una perogrullada indigna de Su Ilustrísima, que lo mismo se aplica a cada explosión de ira personal o a cada fornicación. Me temo, más bien, que el prelado esté haciendo como tantos de sus colegas, a saber: echando balones fuera.
Me confirman en esta intuición las declaraciones del primado que RD usa de antetítulo y de subtítulo, ambas referidas al Informe Viganò. Dice en la primera que el citado testimonio responde sólo “a un deseo de desestabilizar al Santo Padre y de minar su autoridad moral”.
Es curioso, ¿no creen?, que se dé inmediatamente por hecho que lo que cuenta de lo que vio y vivió el ex nuncio en Estados Unidos es falso -cuando es tan, pero tan fácil desmentirle con una sencilla investigación en la que el Santo Padre de acceso a los archivos de la Curia y la Nunciatura Apostólica-, y en cambio se conozca tan bien las intenciones de quien lo cuenta.
Yo tenía entendido que “de internis, neque Ecclesia”, es decir, que ni la Iglesia podía juzgar sobre nuestras personales interioridades. Y que lo que achaca Rodríguez a Viganò, además de ser un curioso prodigio adivinatorio, entra en la figura moral conocida como ‘juicio temerario’, que es una cosa muy fea según el Catecismo de la Iglesia Católica (no sé si conocen el libro, es el que define la homosexualidad como una condición “intrínsicamente desordenada”).
En el subtítulo recoge otro comentario sobre el testimonio Viganò que, en extenso, lo califica de “indefendible, lleno de manipulaciones y errores, hecho un poco desde el rencor, pero sin aportar pruebas convincentes”.
Ese “un poco desde el rencor” es, como ya hemos dicho, tan poco caritativo o autorizado como si nosotros pretendiéramos, no sé, que toda esta tirada llena de malignas e incognoscibles suposiciones de don Braulio sobre las intenciones de su prójimo y hermano en el episcopado responden, no al evidente celo por el buen nombre del Vicario de Cristo, sino al pelotilleo, el afán de medrar en lo que no deja de ser una estructura de poder o al terror a la legendaria ira pontificia. Pero, claro, ni se nos ocurriría.
También lamentamos que el escrito no ahonde en esos “manipulaciones y errores” de los que habla, o porque considera “indefendible” hacer exactamente lo que nos ha pedido por doble vía y en distintas ocasiones el propio Francisco: denunciar sin miedo lo que se sepa y no considerar que sea un pecado criticar al Santo Padre.
Carlos Esteban