El Papa de la ruptura
Siempre es importante analizar detenidamente el primer acto realizado después de un cambio en la vida, ya que éste muestra claramente las intenciones detrás de este cambio, y estas intenciones se vuelven a ocultar una vez que el nuevo estado se vuelve habitual. Un ladrón siente un fuerte remordimiento solo después de su primer robo, y un buen cristiano después de su primera conversión siente una fuerte atracción por Dios.
Pablo VI fue el papa de la ruptura con la Tradición, y por este mismo hecho tenía plena conciencia de la violencia del cambio que impuso a la Iglesia. Puso su mano en el timón, incluso mientras lamentaba en conciencia la contradicción que imponía sobre la vida de la Iglesia. Fue un papa dividido.
Es por eso que tenemos que analizarlo tanto a él como a sus declaraciones, si deseamos entender los verdaderos motivos del movimiento conciliar y hasta qué grado sabía si estaba rompiendo o continuando lo que la Iglesia había vivido hasta ese momento.
Esta naturaleza pastoral estuvo marcada por dos disposiciones iniciales que pusieron a los Padres del Concilio en una situación sin precedentes. La primera fue el silenciamiento de la Curia con la eliminación de todos los borradores preparatorios, con el fin de dar la palabra a la nueva generación de lo que podríamos llamar "los teólogos del Rin". Este cambio fue significativo: los borradores y la Curia eran la voz de la Sede romana, pero estos teólogos afirmaron ser la voz del pueblo de Dios. Los oídos de los obispos se apartaron de Cristo, el Pastor Supremo que habla a través de Su Vicario, y se dirigieron al rebaño hablando a través de los especialistas. De hecho, llegó a ser conocido como el "Concilio de los Especialistas".
La segunda decisión de Juan XXIII fue la transparencia al mundo a través de los medios de comunicación. Los concilios anteriores mantuvieron sus puertas cerradas para que no entrara ninguna influencia exterior, pero en el caso de Vaticano II, se organizó un centro de prensa, y esto no solo provocó que las discusiones conciliares se emitieran ad extra, sino que también ocasionó que las repercusiones del evento en la prensa internacional se sintieran ad intra. Dado que se celebró en el siglo de la comunicación, el Concilio deseaba adaptarse. El decreto Inter Mirifica sobre los medios de comunicación comienza con las siguientes palabras: "La Iglesia acoge y promueve con especial interés aquellos [maravillosos descubrimientos tecnológicos] que tienen una relación más directa con las mentes de los hombres y que han descubierto nuevas y más fáciles vías de comunicación, de opiniones y enseñanzas de todo tipo... como la prensa, el cine, la radio, la televisión, etc.” En seguida, las conversaciones de los Padres conciliares con los periodistas llegaron a ser tan importantes o más que las discusiones en las reuniones del Concilio. Los obispos no buscaban la voz del Espíritu Santo en el silencio de sus propios corazones a la luz de la fe, sino en el ruido de los hombres en todo el mundo, expresado por los medios de comunicación.
Juan XXIII murió en el intervalo posterior a la primera sesión, y Pablo VI fue elegido. El nuevo papa confirmó de inmediato su intención de continuar el Concilio, insistiendo en la naturaleza pastoral que pretendía su antecesor.
La Definición del Nuevo Magisterio
Durante el segundo intervalo, con la Iglesia en un estado de tumulto, Pablo VI promulgó, en la fiesta de la Transfiguración, el 6 de agosto de 1964, su primera encíclica Ecclesiam Suam, en la que definió minuciosamente el nuevo Magisterio que ya estaba siendo puesto en práctica: "Id, pues, enseñad a todas las gentes" (Mt. 28:19) es el supremo mandato de Cristo a sus apóstoles. Estos con el nombre mismo de apóstoles definen su propia indeclinable misión. Nosotros daremos a este impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad el nombre, hoy ya común, de diálogo. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio... Este tipo de diálogo es el que caracterizará a nuestro ministerio apostólico." (§64-67).
La nueva dignidad que el hombre ha obtenido con la cultura moderna exige una nueva forma de llevarlo a la verdad: "Nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo... Este tipo de enfoque es sugerido por la madurez que el hombre ha obtenido en la actualidad. Religioso o no, su educación laica le ha permitido pensar, hablar y tratar un diálogo con dignidad." (§78). "En nuestro deseo de respetar la libertad y dignidad del hombre, es verdad que este diálogo no trata de obtener de inmediato la conversión del interlocutor." (§79). La jerarquía ya no intentará imponer sus enseñanzas en nombre de su autoridad: "Lo que da autoridad a este diálogo es la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición." (§81). A partir de ahora, el Papa y los obispos estarán ahí para escuchar: "La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás, en caso de que lo asimilen." (§83).
Los papas que vinieron después de Pablo VI dejaron en claro que el diálogo se había convertido en la forma habitual y normal de ejercer su magisterio, pero Pablo VI tenía conciencia de que estaba imponiendo un gran trastorno al pasar del magisterio de la autoridad ejercido hasta ese momento, al diálogo instituido por el Concilio.
El nuevo Magisterio en su sentido más estricto
El Magisterio eclesiástico se basa en el conocimiento divino de Jesucristo y propone sus propias decisiones, llamadas definiciones, como regla y criterio de la verdad. Cuando se expresa con la mayor autoridad y de acuerdo con las condiciones establecidas por el Concilio Vaticano I para un magisterio ex cathedra, es infalible. Por eso, cuando Roma habla (ex cathedra), el diálogo y la discusión se terminan: Roma locuta, causa finita. Sin embargo, el Papa es libre de involucrar la ayuda que recibe de Cristo en mayor o menor grado, según lo dicte su prudencia, y puede expresarse a menudo en base a su propio entendimiento a la luz de la razón y de la Fe.
Por diversos motivos, Pablo VI consideró apropiado que a partir del Concilio, la jerarquía de la Iglesia ya no intervendría como antes con un verdadero magisterio de autoridad, sino simplemente en pie de igualdad con creyentes y no creyentes, en forma de diálogo. Los católicos bien informados pueden haber pensado que esta nueva forma de presentar las cosas sería vista como un signo de humildad y atraería a las almas con más certeza a la verdad ampliamente expuesta por el magisterio eclesiástico anterior. Pero los promotores de la nueva teología, bajo sus trampas modernistas, afirmaron que el diálogo no era opcional, sino que era necesario, ya que el Espíritu Santo no sólo asistía a la jerarquía sino a todos los hombres sin excepción. La conclusión a la que se llegó fue que el Papa y los obispos tenían mucho que aprender de los simples fieles y también de los no creyentes.
Un Magisterio disputado
La consecuencia fue que, ante las graves controversias planteadas por el Concilio Vaticano II, la voz definitiva de Jesucristo ya no se escuchaba desde el Trono de Pedro. Roma ya no define, Roma dialoga, y las discusiones son infinitas. Pablo VI fue el primero en cosechar lo que había sembrado cuando, tres años después del término del Concilio, promulgó la encíclica Humanae Vitae, en la que se oponía a la práctica del control de la natalidad que se extendía como un incendio por toda la Iglesia; él mismo había renunciado a la fuerza imponente de la palabra pontificia, y su enseñanza fue abiertamente cuestionada a diestra y siniestra. El magisterio del diálogo tiene la desgracia de ser un magisterio en constante contradicción.
Pablo VI fue el papa que introdujo la contradicción. El diálogo sin precedentes sobre la moralidad familiar, como tantos otros, continuó con una extraordinaria perseverancia bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI, conduciendo a Amoris Laetitia con Francisco. La jerarquía y los teólogos se han acostumbrado a tener acaloradas discusiones, la primera intenta no ser demasiado explícita y los segundos tratan de mantener una apariencia suficientemente respetuosa.
Pablo VI cargó con todo el peso de la ruptura con la Tradición, lo que hace que la incongruencia de su canonización sea aún más sorprendente.