“Yo me permito decir que he percibido una expectativa inflada”, declaró Su Santidad en el curso de la rueda de prensa habitual en vuelo, en relación a la cumbre episcopal que se celebrará el mes que viene en Roma para tratar sobre los abusos sexuales clericales. “Hay que desinflar las expectativas. Porque el problema de los abusos seguirá, es un problema humano, pero humano por todas partes”.
El propio lenguaje del Papa en su respuesta es poco esperanzador, lleno de los clichés apropiados al caso, los que se dicen y se han dicho después de cada uno de los escándalos: “Es un drama humano y debemos cobrar conciencia. También nosotros, resolviendo el problema en la Iglesia, pero cobrando conciencia, ayudaremos a resolverlo en la sociedad, en las familias en donde la vergüenza hace encubrir todo. Pero antes tenemos que cobrar conciencia, tener protocolos y seguir adelante”.
‘Concienciación’ y procesos, esa parece ser la consigna: “Primero: que cobran conciencia de esto. Segundo: que sepan qué se debe hacer, el procedimiento, porque muchas veces el obispo no sabe qué tiene que hacer. Hay que hacer programas generales, pero que lleguen a todas las conferencias episcopales. Qué debe hacer el obispo, qué debe hacer el arzobispo, que es metropolitano, qué debe hacer el presidente de la conferencia episcopal. Pero que quede claro de manera que haya, digamos en términos un poco jurídicos, protocolos claros”.
Hemos de confesar que en esta publicación nunca hemos tenido unas expectativas demasiado altas sobre esta cumbre, lastrada por demasiados indicios que hacen sospechar que todo se resolverá en un ejercicio de relaciones públicas, de lavado de cara, y unas cuantas normas que seguirán al albur de la Curia y los propios episcopados.
De menor a mayor, la primera señal preocupante fue la decisión de Roma, menos de 24 horas de iniciarse la plenaria de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos en Baltimore que iba a tener como eje el estudio de medidas prácticas contra el encubrimiento de abusos por parte de sacerdotes, de prohibirles que trataran siquiera el asunto.
Un segundo indicio, en esa misma plenaria, fue la votación por la que los propios obispos americanos decidieron por abrumadora mayoría no solicitar respetuosamente al Vaticano que contara todo lo que tenía sobre el ex cardenal Theodore McCarrick en sus archivos.
Y, en tercer lugar, la decisión del Santo Padre de encargar la organización de la inminente cumbre a uno de los ‘pupilos’ de McCarrick, el cardenal arzobispo de Chicago Blaise Cupich, que debe su elección a las presiones del prelado pederasta y que no ha hecho otra cosa que quitar importancia a los abusos desde que estalló el escándalo.
Luego está el reciente historial del propio Francisco, que no es muy animante en este aspecto. Concitó muchas ilusiones cuando, al inicio de su pontificado, decretó una política de ‘tolerancia cero’ que ha incumplido sistemáticamente.
Lo vimos con Barros en Chile, con Pineda en Honduras, con el propio McCarrick. Llegó a llamar “calumniadores” a las víctimas del padre Karadima que le alertaban contra Barros, pero ningún desastre mayor que el del obispo Gustavo Zanchetta, uno de sus primeros nombramientos episcopales como Papa. En ese caso se han mezclado absusos sexuales, abusos de poder, encubrimientos, mentiras y un favoritismo desconcertante que solo puede calificarse de ‘clericalismo’.
Pero, superando a todos estos indicios, está la negativa a reconocer el ‘elefante rosa en la sala de estar’. A veces no se consigue acabar con los problemas ni contando con su apreciación más lúcida, pero nunca se ha oído de una plaga con la que se haya acabado negándose a admitir su verdadera naturaleza.
Desde el estallido de la crisis, la relación entre homosexualidad y la incidencia de los abusos se ha evitado cuidadosamente, y el propio Santo Padre, en su primera respuesta a la crisis, la carta al pueblo de Dios, encontró un responsable alternativo: el ‘clericalismo’. Pero el ‘elefante’ es demasiado grande como para seguir pasándolo por alto, y los fríos datos plantean una incómoda pregunta. Veamos: más del 80% de los casos de abusos denunciados de sacerdotes y religiosos sobre menores de edad son de carácter homosexual, y la abrumadora mayoría afectan a varones que ya han superado la pubertad. Alguna explicación habría que dar a eso.
Carlos Esteban