De lo poco bueno de una Iglesia que va a la rastra del mundo en lugar de tratar de convertirlo es que uno puede ya ver por dónde van a ir los tiros con bastante anticipación. Pero todo sucede tan deprisa que los asuntos controvertidos se solapan, y si ya llevamos algún tiempo viendo una ‘suavización’ en la consideración de la homosexualidad activa y el Sínodo de la Amazonía -que, como es ya costumbre, no irá principalmente sobre la Amazonía, como el de la Juventud no fue sobre la juventud- amenaza con acabar con el celibato sacerdotal en el rito latino, vuelve el runrún sobre el sacerdocio femenino.
No directamente, claro. Juan Pablo II trató de cerrar esa puerta definitivamente en su carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de 1994, donde dejó escrito que “la ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia Católica exclusivamente a los hombres”. Y añadió que “con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
El actual prefecto para la Doctrina de la Fe hizo no hace mucho referencia a esa cita al tratar de este mismo asunto, al igual que el propio Papa Francisco en respuesta a una pregunta de una líder luterana a la vuelta de su viaje a Suecia en 2016: “Sobre la ordenación de mujeres en la Iglesia Católica, la última palabra es clara y la dio San Juan Pablo II y esto permanece”.
Pero, en palabras del teólogo de cabecera de Francisco, el cardenal alemán Walter Kasper, “ningún dogma ha dejado nada asentado”, y en la actual ‘Iglesia líquida’ es difícil cerrar posturas que se opongan frontalmente al pensamiento único hoy en vigor en todo Occidente. Así que si las mujeres, de entrada, no pueden ser sacerdotes, ¿por qué no se les puede ordenar diaconisas? Ya existían en la Iglesia primitiva, ¿no? Así que publicaciones católicas progresistas como Commonweal o Crux han empezado a agitar las aguas en ese sentido.
La caja de Pandora la abrió el propio Santo Padre en mayor de 2016 en su encuentro con las Superioras Generales de Órdenes Femeninas, donde declaró que “las mujeres consagradas ya trabajan tanto con los pobres, hacen muchas cosas ... Se toca el problema del diaconado permanente. Efectivamente sucedía en la antigüedad, hubo un inicio”. Para luego anunciar que pediría a Doctrina de la Fe un estudio sobre el diaconado femenino en la Iglesia primitiva.
La oposición a esta innovación descansa en la ‘unidad sacramental’: si bien el diaconado, el sacerdocio y el episcopado son posiciones perfectamente diferenciadas, el sacramento es uno solo, el orden sacerdotal, del que serían meros grados.
Por otra parte, ¿eran las diaconisas de cuya existencia en la Iglesia primitiva nos han llegado eco lo mismo que hoy se entiende por diácono? No hay que olvidar que el primer idioma oficial de la Iglesia fue el griego, y junto al significado ‘técnico’ de algunos términos, también coexistía con él un significado común. En el caso de ‘diákonos’, el sentido original del término es ‘servidor’, lo que hace, al menos, probable que las primitivas diaconisas tuvieras funciones administrativas y catequéticas que cumplen también hoy muchas mujeres en la Iglesia.
De hecho, en la propia página web oficial del Vaticano puede encontrarse un texto muy interesante en este sentido, ‘De la Diaconia de Cristo a la Diaconia de los Apóstoles’, conclusiones de la Comisión Teológica Internacional sobre el diaconado femenino. En él puede leerse que “las Constitutiones insisten en que las diaconisas no tengan ninguna función litúrgica” y añade que “sus funciones se resumen de esta forma: “La diaconisa no bendice y nada hace de lo que le corresponde hacer a los presbíteros y diáconos, pero guarda las puertas y asiste a los presbíteros en el bautismo de las mujeres a causa de la decencia”.
En suma, concluyen los teólogos, que “ya en el siglo IV, la forma de vida de las diaconisas se aproxima al de las mujeres que viven en monasterios (monjas). Se llama, en esa época, diaconisa a la responsable de una comunidad monástica de mujeres, como da testimonio de ello, entre otros, Gregorio de Nisa”. Y añaden: “Es necesario precisar que, en Occidente, no se encuentra ninguna huella de diaconisas durante los cinco primeros siglos. Los Statuta Ecclesiae antiqua preveían que la instrucción de las mujeres catecúmenas y su preparación al bautismo fuesen confiadas a las viudas y a las monjas “elegidas ad ministerium baptizandarum mulierum”. Es decir, nos hallamos, como tantas veces sucede, con una misma palabra que en distintas épocas tiene significados diferentes. Si lo que se quiere es resucitar el ‘diaconado femenino de la Iglesia primitiva’, esta es la buena noticia: ya existe.
Pero no es exactamente este papel el que tienen en mente las teólogas feministas que presionan para resucitar el diaconado femenino, sino más bien parte de una estrategia gradualista para introducir el sacerdocio femenino en la Iglesia Católica.
Carlos Esteban