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sábado, 19 de enero de 2019

El Papa suprime Ecclesia Dei



La Santa Sede ha publicado una Carta Apostólica del Papa Francisco en forma de Motu propio en la que se explica que de ahora en adelante las tareas de la Comisión creada por Juan Pablo II pasan a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

“Observando los últimos movimientos del Vaticano es difícil no concluir que la ‘renovación’ en que se haya empeñado Francisco pasa por borrar toda la herencia de su predecesor”. Estas fueron las palabras de Carlos Esteban en InfoVaticana el pasado 14 de enero. Tal y como informó el periodista de este portal, el Santo Padre ha suprimido este sábado la Pontificia Comisión Ecclesia Dei.

La Santa Sede ha publicado una Carta Apostólica del Papa Francisco en forma de Motu propio en la que se explica que de ahora en adelante las tareas de la Comisión creada por Juan Pablo II pasan a la Congregación para la Doctrina de la Fe “con la finalidad de colaborar con los obispos y Dicasterios de la Curia Romana, facilitando la plena comunión eclesial de sacerdotes, seminaristas, comunidades o religiosos y religiosas, ligados a la Fraternidad fundada por Mons. Marcel Lefebvre, que deseaban permanecer unidos al Sucesor de Pedro en la Iglesia Católica, conservando sus propias tradiciones espirituales y litúrgicas”.

En la carta citada, el Santo Padre señala que ha tomado esta decisión debido a que han cambiado las condiciones que llevaron al Papa Juan Pablo II a crear dicha Comisión el 2 de julio de 1988. De esta manera, todas las tareas se transferirán a la Doctrina de la Fe, donde se creará una Sección especial para continuar con la labor que hasta ahora había hecho Ecclesia Dei, tal y como anunció Carlos Esteban.

¿Cuál es punto final, la meta de la famosa ‘renovación’ francisquista? Conocemos los pronunciamientos retóricos -“una Iglesia pobre para los pobres”, “tolerancia cero”, “atención a las periferias”, “la Iglesia sinodal”-, que casan mal con la realidad de las medidas que, en la práctica, se están tomando. Pero cada vez queda más claro que una de las condiciones ‘sine qua non’ de esa ‘revolución’ parece exigir el desmantelamiento del pontificado de Benedicto XVI, su predecesor y vecino en el Vaticano.

En pocos meses, hemos asistido a señales que apuntan claramente en esta dirección. En la última asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Italiana -la más dócil a las influencias del Santo Padre- se defendió abiertamente la ‘antijuricidad’ del motu proprio Summorum pontificum, por el que Benedicto XVI había ‘liberado’ la Misa tradicional, que ya podía celebrarse sin un permiso expreso del ordinario. Por ahora es solo una salva, pero es evidente hacia dónde se dispara: si el documento del Papa anterior no tiene base jurídica, debe ser invalidado y volver a la situación previa… Que no sería la situación previa, naturalmente.

El episcopado mundial ha demostrado en estos años un grado de sumisión y carrerismo verdaderamente espectacular -y deplorable-, y ahora es mucho menos probable que un obispo ose dar permiso para una práctica que desagrada a Francisco, un pontífice al que no le tiembla la mano para cesar de modo fulminante a quien se opone a su visión.

Luego están los insistentes rumores de cierre de Ecclesia Dei, la comisión que trataba con los grupos tradicionalistas, iniciativa de Juan Pablo II y otra puerta que parece querer cerrarse. Como la desaparición, subsumida en la Secretaría de Estado, de la Prefectura de la Casa Pontificia. En este caso, la institución no es de Benedicto, pero la dirige su mano derecha y secretario, el arzobispo alemán Georg Gänswein. Otra ‘influencia’ del Papa Ratzinger que desaparece, relegándole a un puesto a las órdenes del cardenal Angelo Becciu en la Congregación para la Causa de los Santos.

En realidad, el desmantelamiento empezó con el propio pontificado de Francisco, aunque era difícil entonces discernir porque es perfectamente natural que un nuevo Papa quiera rodearse de su propia gente. Uno de los primeros en caer fue el cardenal norteamericano Raymond Burke, que Benedicto trajo a Roma en 2008 como prefecto de la Signatura Apostólica y que Francisco cesó, primero de la Congregación de los Obispos y después, en 2014, de la propia Signatura.

Luego le tocó el turno a un peso pesado: el prefecto para la Doctrina de la Fe. Amigo personal y casi albacea de Benedicto XVI, Francisco lo retuvo no sin continuos roces hasta liquidarlo bruscamente a finales de 2017, después de que el Santo Padre hubiera despedido sin consultarle a dos de sus colaboradores.

La gran excepción en esta purga es el cardenal guineano Robert Sarah, nombrado por el propio Francisco en noviembre de 2014 prefecto para el Culto Divino. Sarah, es cierto, se mantiene, pero absolutamente neutralizado y aislado en la Curia, llegando incluso el Papa a obligarle a una pública retractación de un comentario del cardenal sobre un motu proprio papal en materia de su incumbencia y que llevaba, junto a la firma de Francisco, la del número dos de Sarah.

Nada de todo esto es, ni de lejos, la meta en este proceso. Pero la abolición práctica del legado de Benedicto sí parece una condición previa, una ‘limpia’ necesaria para llegar a la estructura eclesial que desea Francisco desde el primer día.


La Redacción