“Es el miedo lo que te vuelve loco”, ha dicho Su Santidad, respondiendo a una pregunta sobre el muro fronterizo entre Estados Unidos y México, en la rueda de prensa en vuelo hacia Panamá, donde empieza la Jornada Mundial de la Juventud. Y ha añadido: “Son los muros del miedo, como escribe L’Osservatore Romano en el editorial de Monda, que hay que leerse”.
Que a Francisco le obsesiona la inmigración masiva es un dato que todo el mundo conoce; que sus tesis alcanzan un maximalismo sin límites, no distinguiendo de números o condición, también. De hecho, es un asunto que ha tratado bastante más a menudo que otros que preocupan a muchos católicos en estos momentos de confusión, crisis y escándalos en la Iglesia, o incluso que temas que uno pensaría más acordes con su cargo.
Su postura de defensa a ultranza de una inmigración masiva es, de hecho, uno de los puntos en los que se está abriendo una sima entre los fieles y la jerarquía -que le sigue en esto como un solo hombre-, muy especialmente en Italia, donde la mayoría de quienes se consideran católicos practicantes apoyan la política restrictiva de su ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini.
La postura que el Papa y los obispos presentan, cada vez más, como la única aceptable para un católico choca, sin embargo, con lo que teólogos y pontífices anteriores han enseñado sobre una noción que solo es simple en la mente de Su Santidad. Y la defiende con frases breves como la que puede leerse arriba y que muchos podrían calificar de simplista.
Sí, el miedo puede enloquecer, como cualquier otra pasión humana llevada a la exageración. Pero si defender las propias fronteras es indicio de un miedo ‘enloquecedor’, entonces habría que aplicar el mismo argumento contra los que cierran la puerta de su casa o la de su coche, es decir, prácticamente todo el mundo.
Hay argumentos para denostar las fronteras como los hay para defenderlas. Pero lo que parece transmitir Francisco es una noción de la humanidad prelapsaria, donde basta un poco de buena voluntad para que todo salga bien.
¿Quién no querría vivir en un mundo así? Pero la virtud de la sabiduría nos enseña que no es el caso, que el Pecado Original sigue funcionando como el primer día, y la virtud de la prudencia nos conmina a actuar en consecuencia. No es locura timorata cerrar la puerta de casa, y tampoco lo es necesariamente controlar quién entra -y cuántos- en tu país.
Es esperanzador tener un Papa que nos anime a superar el miedo. “No temas” -y sus variantes- se repite, dicho por Dios o por sus enviados, 365 veces a lo largo de las Escrituras, y “No tengáis miedo a Cristo” fueron las primeras palabras de Juan Pablo II. Pero el miedo existe por una razón, y a un temor perfectamente saludable y que, de hecho, nos ha permitido sobrevivir como especie hasta ahora. Es el que se basa en una justa y adecuada valoración del peligro y que empuja a tomar medidas para contrarrestarlo.
Es el mismo peligro que el Papa parece no ver, el mismo que se niega resueltamente a ver aspectos oscuros en el Islam que para casi todos los demás son evidentes. De entrada, para las organizaciones que informan sobre la persecución de los cristianos, que sobreabunda precisamente en países musulmanes.
Carlos Esteban