Es un hecho que muchos de los pastores actuales se dedican día y noche a socavar la Fe.
Unos lo hacen de frente, aunque la mayoría, más cobarde, lo hace sibilinamente, como de pasada, como si no tuviese importancia las verdades de Fe que niegan.
El hacerlo de frente conlleva un riesgo, y muchos de los obispos no andan sobrados de testiculina precisamente. Serán malos, pero no valientes.
Si te pasas puede que los católicos que aún quedan te recriminen tus blasfemias. Por eso, es mucho más efectivo retorcer el lenguaje, ir minando la Fe poco a poco, sin exponerse. A ser posible, que cada barbaridad vaya acompañada de una sonrisa.
En días pasado hemos tenido 2 ejemplos al respecto.
Por un lado, el obispo de Oporto negaba la virginidad de María. Las críticas al obispo, que incompresiblemente continúa como representante de una Fe en la que no cree, le hacían rectificar.
Por otra parte, de manera más torcida se desenvolvía el obispo alemán de Hildesheim, Heiner Wilmer, nombrado en abril de 2018 por el Papa Francisco. Digno nombramiento de este pontificado respondía en una entrevista:
“Creo que el abuso de poder está en el ADN de la Iglesia. Ya no podemos ignorar esto como algo menor, pero tenemos que repensar (la jerarquía) de una manera radical”.
“Aún no tenemos idea de cuáles deberían ser las consecuencias para la teología”.
“En el futuro, sólo podremos confesar la fe en la ‘Iglesia Santa’ cuando también confesemos al mismo tiempo: esta Iglesia también es una Iglesia pecaminosa”.
Esta entrevista ha pasado más desapercibida pero está a la altura de las afirmaciones del obispo de Oporto. El segundo niega un dogma, el primero la profesión de Fe de la Iglesia católica. Nadie respira en Santa Marta, circulen, aquí no ha pasado nada.
Las dos primeras afirmaciones son simplemente repugnantes. El caso es salvarles a ellos de sus depravaciones, degeneraciones, abusos y encubrimientos. Disparan a cualquiera, incluida la Iglesia, siempre que ellos queden a salvo. Esta crisis, según esta cuadrilla, curiosamente, debería poner en cuestión todo: Organización de la Iglesia, Fe, dogmas, enseñanzas etc. ¿Todo? Todo no, los que continúan perpetuando la crisis no, ellos están a salvo, no están en cuestión. Están por encima de todo ello.
El olor a podredumbre que desprenden es ya insoportable. Pero, por cada verdad que nieguen será necesario gritar, una y cien veces, lo que siempre ha proclamado la Iglesia. Nos referimos, claro, a la santidad de la Iglesia. Y a la distinción, siempre nítida, que la Iglesia ha establecido entre su santidad y los pecados de sus miembros.
Vamos con una explicación sencilla sobre este tema de la mano de Joseph Pieper y Heinrich Raskop.
LA SANTIDAD DE LA IGLESIA
En la profesión de fe se habla expresamente de la “santa” Iglesia, así como la Sagrada Escritura emplea el vocablo “santos” para designar a los cristianos (Apoc. IX, 32: XXVI, 10). Esta expresión de la Sagrada Escritura es a menudo mal entendida por cristianos y por no cristianos. La santidad de la Iglesia no significa que todos los fieles, o los sacerdotes, sean personas santas. La santidad de la Iglesia no está en función de la santidad de sus miembros. Jesucristo mismo ha indicado con frecuencia y expresamente en varias imágenes que en la Iglesia visible está unido lo bueno y lo malo. El Evangelio compara la Iglesia a una red de pescador, que fue echada al mar y recogió toda clase de peces, buenos y malos; a un campo que produce trigo y cizaña; a la era, que reúne en sí, al mismo tiempo, el trigo y la paja. No obstante, la Iglesia, en su esencia, es santa. Esta santidad proviene de que el Espíritu Santo de Dios vive y obra en ella, que ella y sólo ella puede ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa, y que sólo ella tiene el poder de administrar los Sacramentos de la nueva ley, que son el canal viviente de la gracia santificante. La Iglesia es santa porque es el Cuerpo de Cristo. Cristo ha santificado a su pueblo con su propia sangre (Hebr., XIII, 12). Ni que decir tiene que esta santidad de la Iglesia invita a todos los miembros de ella, e incluso les obliga, a llevar una vida santa. No solamente es santa la Iglesia como tal; todo cristiano debe llevar en sí mismo a pleno desarrollo el fruto de la Redención por medio de la santidad de su vida. Una parte de la iglesia es santa, incluso en el sentido usual del vocablo: es la que está formada por los muchos cristianos que llevan en este mundo, manifiestamente o de modo oculto, una vida de santidad, y por los santos del Cielo, que ya han alcanzado la vida eterna. Estos últimos forman lo que se llama la “iglesia triunfante”, en oposición a la Iglesia que todavía “milita” en la tierra. La Iglesia triunfante ha finalizado la lucha con la victoria.
Algo sencillo que el señor obispo es imposible que no entienda.
Capitán Ryder