“Queridos hermanos y hermanas, es necesario que esta realidad silenciada nos sacuda y conmueva”, escribe el cardenal Omella en su última carta dominical. “Es necesario que, en la medida en que podamos, no seamos cómplices de este silencio”. Pero, no, no se emocionen, no va a hablar de los casos de encubrimiento de la pederastia clerical que asola la Iglesia, sino de las redes de prostitución forzosa.
“El mercadeo con seres humanos es una actividad económica ilegal, que a menudo observamos desde la distancia, aunque la tenemos muy cerca”, se lamenta. “Tristemente hay un gran silencio sobre este gran drama que afecta directamente a muchas personas, pero que, en realidad, también afecta a toda la sociedad”.
¿Y qué tiene de especial, podrán preguntarse, que un prelado católico deplore la prostitución forzosa? ¿No es acaso una lacra espantosa y profundamente inmoral? Sí, claro, naturalmente. De hecho, lo es para todo el mundo, y eso es lo que hace característicos los mensajes de nuestros prelados hoy: que defienden lo que todo el mundo defiende y se oponen con firmeza a lo que no defendería nadie en su sano juicio. Es decir, es ir a lo seguro, como pescar en un barril; recordar lo que apenas nadie necesita que le recuerden, lo que es ya un grave delito y lo que no hace falta que la Iglesia condene especialmente porque nadie pone en duda su carácter indignante e inmoral.
De hecho, si algo resulta cuestionable en la carta de Omella es esa referencia al asunto como “realidad silenciada”. Cualquiera puede comprobar que es objeto de reportajes y denuncias en prensa, radio y televisión. Si la Iglesia estuviera para decir estas cosas, nos tememos que sería redundante, como lo es cuando insiste en la urgencia de adoptar medidas contra el Cambio Climático o jalear por una apertura de par de par de las fronteras a la inmigración masiva: se piense lo que se piense de estas cuestiones, son ya obsesiones de los grandes grupos mediáticos de todo Occidente, y la Iglesia tiene poco o nada especializado que aportar.
Ya nos hemos referido otras veces que lo que la Iglesia ha dado tradicionalmente al mundo es el espíritu de profecía, que consiste en decir de forma especialmente insistente a cada época lo que no quiere oír; no el bien que ya hace, sino el que ignora; no el mal que condena, sino aquel al que llama “bien”. Por eso es desalentador oír a nuestros prelados usando su púlpito para repetir lo mismo que cualquier puede leer en la página editorial del New York Times o de El País, bueno o malo. La Iglesia nunca puede ser irrelevante, pero el mensaje de su jerarquía, sí; de hecho, ya lo es en su mayor parte.
Porque si de silencios hablamos, es notable comprobar el de nuestros obispos en todo el mundo, verdaderamente sepulcral, ante los escándalos de encubrimiento de sacerdotes pederastas o la evidentísima extensión de redes homosexuales en el clero. En la Iglesia de Francisco, la Iglesia sinodal, democrática, transparente y participativa, llama la atención que todos los sucesores de los Apóstoles actúen tan al unísono como soldados en un desfile.
Las iglesias se vacían a un ritmo alarmante, Occidente se descristianiza a marchas forzadas, en la Curia bulle un mundo aparte del mundo, una atmósfera enrarecida y opaca de rumores y secretos. Puestos a condenar, sí, mejor tirar por algo facilito, como la prostitución forzosa, que no va a molestar absolutamente a nadie. Ni a los propios proxenetas.
Carlos Esteban