Sin embargo, también es una actitud que tiene sus límites cuando recordamos que no estamos tratando con Cristo mismo, ni con los apóstoles insustituibles que se sientan en los 12 tronos, sino con hombres caídos que pueden cumplir su alta vocación o fallar de forma grave en ello.
En épocas pasadas, los prelados pecaminosos a menudo vivían “como reyes” a expensas de los laicos, y había poco que se pudiera hacer para exponerlos, influenciarlos o avergonzarlos. De la misma manera, los prelados santos y valientes podrían ser alabados localmente; tal vez su reputación finalmente se extendería (especialmente después de su muerte, cuando comenzaría un cultus para el más sagrado de todos) pero, nuevamente, habría un límite práctico en el alcance de su buena influencia.
Hoy, sin embargo, la situación ha cambiado dramáticamente gracias a los medios de comunicación. Ya no es posible para un obispo hacer el bien en silencio o hacer el mal en silencio. Esto ya era cierto en la era de los periódicos y las revistas, pero internet ha intensificado exponencialmente el brillante foco de atención en las acciones y declaraciones públicas de cualquier obispo. No puede esconderse. Debe hacer una elección: ser audazmente bueno; ser audazmente malvado; o mostrarse indiferente, desvinculado, cobarde.
A pesar de los muchos inconvenientes que indudablemente tiene, internet se ha convertido, de una manera un tanto torpe, en una horca de aventar y en una era (cf. Mt 3:12). Es cierto que los laicos todavía no tienen, y nunca tendrán, ninguna autoridad directa con respecto a la jerarquía. Pero sí tienen la autoridad moral y pueden empuñar las armas de exposición, protesta y retiro de apoyo. Al pedir continuamente a sus pastores que den buen ejemplo, que permanezcan fieles a las enseñanzas de Cristo y su Iglesia (que no es la última doctrina de moda, modernizada, del Vaticano), que lidien rápidamente con las malas acciones, que reconozcan y se arrepientan de ellas y que tengan en cuenta “todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito” (cf. Fil 4, 8).
Internet ha hecho que se sepa (como me dijo un amigo) que se han pagado miles de millones de dólares en daños y perjuicios por los delitos de ciertos miembros enfermos del clero. ¿Fue este el propósito al que usted destinó sus contribuciones diocesanas? ¿Qué hay de sus antepasados, que trabajaron para ganarse el pan, lo guardaron y lo entregaron generosamente a su iglesia local por amor de Dios? ¿Querían que se utilizara para la construcción de hermosas iglesias y el mantenimiento de clérigos dignos, o pensaban que los honorarios de los abogados, los agentes de relaciones públicas profesionales, los sobornos y los enormes acuerdos judiciales para las víctimas eran un propósito igualmente bueno?
Como el padre John Zuhlsdorf sucintamente declaró: “Es hora de cortar todos los fondos y canalizarlos sólo a causas tradicionales confiables”. Los laicos informados de hoy no deben dar ni un centavo a nada dirigido por, patrocinado por o recomendado por cualquier diócesis o la Conferencia episcopal de los Estados Unidos en conjunto hasta que los obispos comiencen a actuar como san Ambrosio, san Atanasio y san Juan Fisher, en lugar de hackear al Partido Demócrata.
En la actualidad, lamentablemente, este desenlace no parece demasiado probable. En noviembre, los obispos de EE.UU. se convirtieron en un espectáculo al dar a luz, en el centro del escenario ante los ojos del mundo, a un fruto particularmente nocivo de hiper-papalismo: el pusilánime abandono de la auténtica responsabilidad episcopal. “Pero en los profetas de Jerusalén, observo una cosa monstruosa: son adúlteros, van tras la mentira, les gusta animar a los malvados, pues ninguno abandona su maldad. Se me han vuelto como Sodoma, sus habitantes igual que Gomorra” (Jeremías 23, 14).
Mientras el Papa y los obispos vacilan y muestran su total incapacidad (o incluso su falta de voluntad) de hacer frente a la crisis que ellos mismos han causado y, como la próxima reunión de febrero promete ser “más de lo mismo”, la voz de los fieles continúa levantándose, como el rugido del trueno que se mueve a medida que la tormenta se acerca. Los golpes de martillo de juicios, investigaciones, redadas de documentos y sentencias penales caerán de manera cada vez más implacable sobre los hombros de los perpetradores, colaboradores y cómplices.
Mientras tanto, los verdaderos héroes de la Fe, como el obispo Joseph Strickland, se levantarán y serán distinguidos por sus contra-testimonios. Que el Señor nos envíe muchos más en nuestra hora de necesidad.
Peter Kwasniewski en LifeSiteNews
(traducido por Pablo Rostán para InfoVaticana)