A menudo los periodistas pasamos por alto el aspecto principal de una noticia o un proceso, sencillamente porque no está, es decir, porque lo más llamativo es lo que no ha sucedido, como el perro que no ladró en la novela de Conan Doyle, y necesitamos que aparezca en el horizonte informativo algún otro suceso que nos indique el clamoroso vacío.
En el caso de la última carta del ‘arzobispo a la fuga’ Carlo Maria Viganò, dirigida ésta al propio ex cardenal McCarrick, pendiente de ser despojado por Roma de su ministerio sacerdotal, conminándole al arrepentimiento, la ausencia clamorosa a la que apunta es lo poco específicamente católica que ha sido hasta ahora la respuesta oficial a los desmanes del aún arzobispo emérito.
Lo que la carta de Viganò me ha recordado de golpe, el hueco descomunal sobre el que ha llamado mi atención, es que la respuesta de la Curia y de la jerarquía en general al caso McCarrick puede o no ser criticable, pero no ha sido cristiana. Este asunto, como todo el fenómeno de los abusos clericales y su encubrimiento, se ha tratado, con mayor o menor acierto, como una crisis política, de un modo no muy distinto a como un partido o un gobierno se enfrentaría a una crisis de imagen.
Ahora: el cristianismo no es sólo ni principalmente un sistema ético, mucho menos una institución humana; el cristianismo es la adhesión a la persona de Cristo, y con ella a una visión de la realidad que nos enseña que nuestro destino no es este mundo, sino el otro; que existen realidades sobrenaturales con más peso, permanencia y verdad que todo lo que vemos y, sobre todo, que Dios es verdaderamente el Señor de la Historia.
En definitiva, lo que me ha ayudado a ver la carta de Viganò es que en la reacción de las autoridades eclesiásticas se ha hablado poco o nada de eso: del alma inmortal de Theodore McCarrick y su destino eterno, por el que hay buenas razones para temer. Esa apelación a lo que importa, ese conminar al arrepentimiento de los clérigos pederastas -se vea su delito como causado por la lujuria o por el afán de dominio, eso es secundario- porque están poniendo en grave riesgo su salvación y la salvación de aquellos a los que escandalizan no aparece prominente en los mensajes de nuestros prelados, más semejantes a los de profesionales de las Relaciones Públicas, ha sido siempre a lo largo de la historia de la Iglesia lo primero que ha preocupado a Roma y a los obispos.
Hemos pasado meses discutiendo sobre paneles, sistemas de denuncia transparentes, colaboración con las autoridades; hemos debatido si la raíz está en el clericalismo (?) o en la homosexualización del clero, o en una combinación de ambas, en la cultura de opacidad de la jerarquía y otras cuestiones semejantes, y nos hemos gastado disputando sobre si el castigo debe ser la secularización o la excomunión o que sea el Estado el que se ocupe. Pero apenas he visto que se recuerde el castigo eterno, no he leído llamadas al arrepentimiento advirtiendo sobre nuestra responsabilidad en el tremendo juicio de Dios. Lo que debería ser lo primero para quien cree, apenas si puede leerse insinuado, como de pasada, si acaso, sin énfasis alguno, como por fórmula.
A su vez, esta misma reacción ‘de tejas para abajo’, plana, de político obsesionado por los procesos y la ‘eficacia’ mundana, refleja un panorama mucho más amplio. Esa visión que pone sordina en lo sobrenatural, que descarta por omisión de qué va todo esto y qué vertiginoso destino nos estamos jugando en cada segundo, es una marca de la Iglesia institucional de hoy.
Hay una tangible falta de fe. Porque si alguien cree y vive como realidad lo que la Iglesia nos enseña sobre la salvación, el Juicio, el Cielo y el Infierno; si todo esto es cierto y se vive como cierto, ¿no sería natural hacer constante referencia a ello? ¿Cuántos años vamos a vivir en este Valle de Lágrimas? ¿Sesenta, setenta? ¿Cien? Eso es un suspiro, un parpadeo frente al destino inefable que Dios nos reserva y que será nuestro si lo aceptamos, o a la espantosa sima en la que nos hundiremos por siempre si lo rechazamos. Si creyéramos, esa sería la primera urgencia.
Carlos Esteban