Lo leo aquí, en InfoVaticana, acompañado por un vídeo en el que aparecen varias consagradas con idéntica monserga, una de ellas, imaginamos que líder, con una camiseta por hábito en la que puede leerse que se acabó la esclavitud. Y no deja de resultar una divertida paradoja, no solo porque la esclavitud fue abolida en Occidente hace siglos, sino porque las únicas instituciones del universo que eligen para sí el nombre de ‘esclavas’ son, precisamente, algunas congregaciones religiosas.
Y es en esta paradoja donde hay que encontrar la razón de que si el feminismo es ya en sí mismo un movimiento aborrecible y nefasto, una de las derivadas de la progresía más destructivas de la sociedad occidental, en mujeres que se han entregado a Dios como consagradas es el culmen del disparate.
Que el ‘clericalismo’ sea la causa principal en los abusos homosexuales de los sacerdotes, como postula Francisco, es cuestionable, pero lo es menos que constituye la raíz de muchos otros fenómenos profundamente anticatólicos que están minando la Iglesia. Porque el clericalismo, si significa algo, significa convertir lo que está diseñado como vocación de servicio en juego de poder.
Así, cuestiones como el sacerdocio femenino se plantean abiertamente como la necesidad de incluir mujeres en el clero porque es aumentar su participación en los centros de poder de la institución eclesial. No puede haber planteamiento más anticatólico, más alejado de una fe cuyo Fundador dejó claro que quien quiera ser el primero debe hacerse el último, que Él mismo no había venido a ser servido, sino a servir, que el que quiera ser maestro debe servir a todos los demás.
Eso no puede quedar en la ceremonia de lavar los pies a un grupo de necesitados una vez al año; esa costumbre debe ser el reflejo de una realidad vivida todo el año, toda la vida. Y que personas que se consagran a Cristo busquen ampliar su esfera de poder es, sencillamente, una contradicción en sí mismo.
En última instancia, el mensaje de estas monjas es la enésima indicación de que el espíritu del Mundo -en su sentido teológico- se enseñorea ya de la Iglesia, incluso cuando este espíritu sea abierta y frontalmente antitético del propio mensaje cristiano.
El feminismo no tiene nada que hacer en nuestra fe porque pertenece a otra visión del mundo, a otra ‘religión’, en sentido amplio. El feminismo es un dogma, en el doble sentido de emanar de autoridades doctrinales y de postular una verdad indemostrable. Pero mientras los dogmas cristianos se refieren a realidades que no pueden comprobarse, a creer lo que no vemos, los de la moderna religión nos piden que creamos por fe lo contrario de lo que vemos.
Fingir que hombres y mujeres somos iguales en todo, idénticos en preferencias y aptitudes, es algo que vemos contradicho continuamente en la experiencia diaria, que ofrece en cambio una realidad enormemente rica y afortunada. Si el poder careciera de dogma en este sentido, bastaría hacer a ambos sexos iguales ante la ley y olvidarse del asunto, y que el común elija libremente lo que quiera hacer y cómo.
Eso está hecho, pero los resultados están lejos de lo que postula el dogma. Si hombres y mujeres son idénticos, en todas las actividades, funciones, cargos y circunstancias aparecerían representados más o menos al cincuenta por ciento, y no es así. Ante este hecho, un Cándido voltairiano sin ideas preconcebidas, viendo que la ley no pone traba alguna, deduciría que quizá ambos sexos, como conviene a la naturaleza, no sean idénticos sino complementarios, con inclinaciones, en general, distintas.
Pero como pesa un anatema sobre esa conclusión lógica, como el dogma público dice lo contrario, hay que encontrar otra explicación, aunque sea a costa de crear un ser mitológico que añadir al panteón, el Patriarcado. El feminismo es la congregación específica que se ocupa de conjurar ese invisible dios maligno, como las vestales se ocupaban de mantener el fuego sagrado.
La hermana que aparece en el vídeo con una camiseta por hábito tiene todo el derecho del mundo -al menos, toda la libertad- de creer en ese ídolo negativo, el Patriarcado, y querer su abolición, y de aspirar para su sexo un aumento de las cuotas de poder. No se puede obligar a nadie a creer ni imponer vocación alguna. Pero entonces se ha equivocado de religión, no digamos ya de vocación.
Carlos Esteban