La imagen del camino nos recuerda, enseguida, la realidad de la vida: ¿acaso nuestra vida no es un camino? Pero un camino tiene un punto de partida y una meta a la que se dirige. Y el hombre, cada uno de nosotros, ¿de dónde viene? ¿cuál es su meta última?
Hoy, muchos no saben responder a estas dos preguntas; y a causa de esta ignorancia caminan en las tinieblas y habitan una tierra tenebrosa. A sus espaldas, el azar. Ante ellos, la nada eterna. Existimos por un azar, y estamos destinados a desaparecer para siempre: es lo que hoy piensan muchos.
Puesto que ésta es la respuesta que el hombre, en gran medida, recibe hoy por parte de la cultura en la que vive y puesto que el peso de esta respuesta es insoportable para el hombre que debe cargar con ella, esta misma cultura le ha convencido de que las preguntas sobre su origen y su destino final son inútiles, o que no pueden recibir una respuesta verdadera.
Por consiguiente, se ha puesto en marcha un sistema educativo que tiende a exaltar lo provisional y a huir de lo definitivo, como buena forma de vida.
Ésta es la condición de un pueblo que camina en las tinieblas y habita una tierra tenebrosa. En esta noche [de Navidad], la Iglesia quiere comunicar a este pueblo, a quienes viven en esta condición, una noticia: se ha encendido una luz, una respuesta ha sido dada.
(...) En medio de esta “gran multitud de gente” puedo entrever los rostros de algunas personas a las que, sobre todo, la Iglesia petroniana ha mandado hoy a predicar la felicidad evangélica. Son, en primer lugar, los jóvenes. La suya es una “pobreza de sentido” porque nosotros, los adultos, hemos construido para ellos una morada en la que las supremas distinciones entre verdadero y falso, entre bien y mal, son consideradas insignificantes, reduciendo de este modo la medida de su deseo y apagando en ellos el gusto por la libertad. Que sobre cada uno de ellos se pose esa mirada llena de amor con la que Cristo miró al joven del Evangelio (cf. Mc 10, 21); que sientan, a través de nuestra cercanía, la invitación de Cristo: Venid y veréis, para que así puedan morar cerca de Él (cf. Jn 1, 39).22
(...) El hombre necesita al sacerdote, porque necesita que se le recuerde continuamente que su fin último es la vida eterna, y que se le muestre el camino que lleva a esta vida. El sacerdote existe precisamente para esto: para guiar al hombre a la vida eterna. Para la solución de otros problemas tiene que dirigirse a otros. Mas para la solución del problema del sentido último de su vida, y no sólo para ser informado, sino para ser plasmado de manera nueva, necesita al sacerdote. Que el Señor no nos prive nunca de ellos.
(...) El verdadero reconocimiento de la persona humana es como una navegación difícil que tiene que evitar dos escollos: el escollo de la desesperación de quien no sabe ir más allá de las amargas constataciones de Job, y el escollo de la presunción de quien se atribuye una soberanía que es sólo divina.
Ya sea una cultura o una civilización generada por la desesperación, como una cultura o civilización generada por la presunción, ambas [culturas] tienen como final de recorrido la pura y simple destrucción del hombre.
¿Quién nos guía en esta difícil navegación? La luz de nuestra razón y de nuestra fe. La primera tiene en sí la evidencia originaria que ser “alguien” no es ser “algo”, y la segunda muestra el origen último de esta diferencia, el hecho de que cada persona humana es amada por Dios.
Ya sea una cultura o una civilización generada por la desesperación, como una cultura o civilización generada por la presunción, ambas [culturas] tienen como final de recorrido la pura y simple destrucción del hombre.
¿Quién nos guía en esta difícil navegación? La luz de nuestra razón y de nuestra fe. La primera tiene en sí la evidencia originaria que ser “alguien” no es ser “algo”, y la segunda muestra el origen último de esta diferencia, el hecho de que cada persona humana es amada por Dios.
Cardenal Carlo Caffarra. No anteponer nada a Cristo: Reflexiones y apuntes póstumos (Spanish Edition) . Homo Legens