Todo lo que vivimos ayer en Notre Dame, lo que vivió el planeta entero pendiente de las llamas, fue sin duda un prodigio.
Es decir, es estadísticamente inverosímil que un monumento señero de la cristiandad, la catedral de la capital de la ‘hija primogénita de la Iglesia’, aguante incólume guerras de religión, revoluciones furibundamente anticristianas y dos guerras mundiales, arda ahora, a comienzos de Semana Santa, tras una oleada de ataques contra templos por toda Francia.
No es un prodigio, al revés, es lo esperable, que todos los que representan el pensamiento dominante en Occidente se lamenten por la pérdida de este símbolo ‘cultural’, ‘artístico’, ‘histórico’, haciendo equilibrismos para evitar mencionar nuestra fe, que es lo único que importaba a los hombres que tardaron más de un siglo en levantar la catedral. No hay modo de que una ciudad de 50.000 habitantes, sin medios tecnológicos ni suficiente acumulación de capital, construyese semejante prodigio de piedra, tal oración colectiva, pensando en ‘el arte’, la ‘historia’ o ‘la cultura’. Querían hacer una casa digna para un Dios que se hace pan y vino, y lo demás se les -se nos dio- por añadidura.
Es un prodigio la hazaña del sacerdote Jean-Marc Fournier, capellán de los bomberos de París, que sin mostrar el menor temor se internó entre las llamas para salvar el Santísimo Sacramento y la Corona de Espinas, la principal reliquia que se mantenía en la catedral. Fue un magnífico recordatorio, cuando casi todo el mundo pensaba en gárgolas y vidrieras, estatuas y pinturas, que el sacerdote recordara lo importante, al Dueño de la Casa, más en un tiempo en que los ataques y cuestionamientos a la Presencia Real se extienden por la Iglesia como una metástasis mortal.
No es un prodigio que muchos musulmanes y muchos progresistas ateos mostrasen alegría o se burlasen o hiciesen estúpidas comparaciones que no venían a cuento. Pero los primeros tienen menos culpa; al fin, se toman en serio su fe, para la que cada iglesia abierta es una afrenta a Alá. No así para los segundos, que despliegan el ‘odium fidei’ no por profetizado y constante menos triste. Ese odio anunciado desde el principio por el propio Cristo, “si el Mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí primero”, es una de las pruebas más amargas para cualquier cristiano, y también una de las tentaciones más constantes y difíciles de resistir para la jerarquía eclesiástica es tratar de hacer unas precipitadas paces con el Mundo, ceder a sus modas ideológicas, a su poder aparentemente abrumador.
Es un prodigio que la primera foto hecha por los bomberos después de las horas de infierno, al entrar en el edificio, fuera la cruz, brillante e intacta, sobre el altar. Stat crux dum volvitur orbis, la cruz permanece mientras el mundo da vueltas, sí, realmente, pero no es lo que se esperaba encontrar. Pocas horas antes, examinando el mar de llamas, el hundimiento de la techumbre, la dramática caída de la espira, un experto había dictaminado que no quedaría nada de Notre Dame. Pero ya hemos visto las naves casi intactas, el milagro -este podría serlo literalmente- de la impresionante roseta norte salvada del fuego, de la estatua de María incólume, hasta del órgano y los bancos. La estructura se mantiene y las dos emblemáticas torres parecen fuera de peligro.
Es un prodigio que en la madre de la laicidad moderna, en la descristianizada Francia, pudiéramos ver las imágenes de anoche de cientos de cristianos, muchos de rodillas, entonando espontáneamente el canto del Avemaría o rezando juntos. No es que las ciudades francesas hayan sido en los últimos años ajenas a las expresiones públicas, callejeras, de religiosidad, al contrario: se han hecho habituales. Pero no de la fe que ha constituido el alma de Francia durante siglos, sino de esa otra que Carlos Martel detuvo con la espada en los campos de Tours.
Sería absurdo decir que el incendio de Notre Dame ha sido providencial, porque todo lo es, en un sentido o en otro. Pero sí podemos apreciar en los prodigios un signo, una señal. Y al menos parece que para muchos europeos está funcionando como señal. Que los amos del discurso nos quieren dormidos, hablando de ‘fake news’ cuando se intenta advertirnos de la deriva suicida de nuestra cultura o avergonzándonos hasta el silencio con palabras inventadas para actuar como mordazas, no es ya un secreto para nadie.
Y ésta podría ser la señal, la alarma que despierte a un pueblo que se dirige adormilado a su propio suicidio. Porque lo que vimos arder ayer no fue el Louvre o la Puerta de Brandenburgo o el Foro de Roma; no fue simplemente un símbolo ‘cultural’ o meramente identitario, sino una iglesia, un templo prodigioso construido por un pueblo, nuestro pueblo, cuando vivía, cara a Dios, de la fe, esa fe cristiana que, como nos recuerda el cardenal Sarah a tiempo y a destiempo -personaje poco sospechoso de ser un ‘supremacista’-, es el verdadero corazón de Europa, su razón de ser, su identidad vil y vanamente hurtada en Bruselas.
Carlos Esteban