Observo que hay muchos sorprendidos con los recientes resultados de las elecciones en España y encuentran difícil creer que los españoles hayan votado a un equipo de gobierno que parece caracterizado por una extraordinaria incompetencia y una no menos extraordinaria dosis de rencor como motor principal de sus acciones. Y, además, no han votado así engañados por el hecho de que esas dos peculiares características todavía estuvieran, en potencia, sino después de contemplarlas en acto durante varios meses del anterior gobierno.
¿Es esto sorprendente? Ciertamente podría considerarse así desde el punto de vista de la lógica, el bien común y la vergüenza ajena ante formas de gobernar claramente dañinas y que revelan carencias humanas muy marcadas. A mí, sin embargo, lo que me ha sorprendido es la propia sorpresa de los sorprendidos.
La falta de lógica puede ser sorprendente desde el punto de vista de la propia lógica, pero difícilmente sorprenderá que actúe ilógicamente quien tiene por costumbre hacerlo así. ¿De verdad pensaba alguien que medio siglo de educar a la gente en el relativismo más ramplón no iba a dar lugar a personas incapaces de pensar con lógica? ¿Alguien creía que el desprecio a la Verdad no iba a producir necesariamente votantes que utilizan cualquier criterio excepto la verdad al tomar sus decisiones?
Es cierto que el rencor evidente contra el propio país, su historia y parte de sus ciudadanos parece un elemento que descalifica a alguien para gobernar. Sin embargo, no es raro que muchísimos piensen que deja de serlo cuando la inmensa mayoría de los votantes comparten ese rencor. ¿Pensábamos que décadas y décadas de una educación basada, como valor fundamental, en el odio a España y a su historia, especialmente todo aquello que huela a católico en ella, no iba a pasar factura?
¿De verdad podemos sorprendernos los católicos, cuando ese rencor contra la Iglesia y la fe ha sido promovido de forma especialmente constante, maliciosa y virulenta desde dentro la propia Iglesia? No podría contar los sacerdotes, religiosos y catequistas que he conocido y cuyo mensaje constante y machacón era que la Iglesia era malísima, perversa y tenebrosa, que todo lo había hecho siempre mal, que tenía que dejar de ser lo que era y plegarse completamente al mundo, que la fe era falsa, un engaño y una opresión y que la moral destruía al ser humano y no le dejaba ser feliz. Y de esa propaganda fundamentada en el rencor anticatólico estaban al tanto obispos y superiores, que, incluso cuando no compartían un rencor tan intenso, se negaban en redondo a extirparlo para defender de él a los fieles, como exigían sus promesas y juramentos solemnes. ¿Nos llamará la atención que nos desprecien, cuando casi lo único que hemos mostrado públicamente, con escasísimas excepciones, es cobardía, ingratitud, mundanidad y desprecio por lo que decimos creer?
La actitud del gobierno español (y de la mayoría de los gobiernos) con respecto a la inmigración parece suicida, pero solo hasta que nos damos cuenta de que defender la propia cultura únicamente tiene sentido si hay algo que defender. Cuando esa cultura se ha maldecido, abandonado y extirpado por activa y por pasiva, ya no queda nada que se pueda proteger. Y los primeros en renunciar a la cultura católica han sido innumerables clérigos, decididos a quemar y arrasar todo lo que oliera a tradiciones católicas, religiosidad popular o costumbres antiguas, como si la Iglesia se hubiera fundado en los años sesenta y debiéramos mirar por encima del hombro a la multitud de santos, doctores, Padres de la Iglesia y cristianos anteriores a nosotros. La triste realidad es que, hoy, los musulmanes que emigran a España son literalmente más católicos que los católicos: esos pequeños restos de cristianismo que conservó el Islam naciente son bastante más reales que los ínfimos vestigios de catolicismo que les quedan a la mayoría de los españoles.
Tradicionalmente, la inmoralidad y la amoralidad se han considerado poco convenientes en un gobernante, pero esa inconveniencia no parece tener mucho sentido hoy, cuando la gran multitud de los gobernados comparten esa amoralidad. ¿Y quién puede sorprenderse, si durante más de medio siglo la catequesis constante y unánime de los medios de comunicación, los pensadores y, en buena parte, los sacerdotes ha sido “haz lo que quieras”, “nada está bien o mal” y “nadie puede decirte lo que tienes que hacer? ¿Cómo no íbamos a obtener una población mayoritariamente amoral como resultado y, por lo tanto, también unos gobernantes amorales? Desde luego, cuando hemos visto que las más altas instancias eclesiales coquetean con las inmoralidades más aceptadas en nuestro tiempo, han ocultado culpablemente durante años abusos insoportables y afirman solemnemente que el adulterio y cualquier otro pecado que esté de moda puede ser la “voluntad de Dios” y lo que “Dios pide en ciertas situaciones”, resulta difícil sorprenderse de que los hombres de hoy, incluidos los supuestos cristianos, hayan abandonado la moral.
¿De verdad creíamos que nos iba a salir gratis una vulneración radical y masiva de las normas morales más básicas como es el aborto? Si la gente, después de la conveniente catequización, no tiene inconveniente en asesinar a sus propios hijos inocentes por cientos de miles, tampoco tendrá inconveniente en asesinar a sus vecinos católicos por cientos de miles (en caso de que se encuentren tantos) cuando perseguirlos se ponga de moda la semana que viene o dentro de diez años.
De nuevo, los católicos no deberíamos sorprendernos, porque somos nosotros los que hemos tolerado estas cosas durante años y años, sin plantarnos y decir claramente que en nuestro país se matarían niños inocentes sobre nuestro cadáver. “Teóricamente” estábamos en contra, pero inmediatamente después ya se encargaban nuestros obispos de salir en la foto, con sonrisas de oreja a oreja, junto con los gobernantes que legalizaban el asesinato, así que tan malo no debía de ser. Y los católicos de a pie han estado votando a esos partidos políticos asesinos durante décadas y décadas sin que nadie pestañease siquiera. Y aún hoy, los católicos siguen votando a esos partidos o, en el mejor de los casos, a uno que promete seguir matando a niños, pero menos.
¿Sorpresa? Lo sorprendente es que la paciencia de Dios no nos haya aniquilado como merecemos. Recogemos lo que hemos sembrado y lo que, asombrosamente, seguimos sembrando.
No nos engañemos, los responsables principales no son esos gobernantes pésimos y con una calidad humana ínfima. Tampoco son los medios de comunicación, que se limitan a dar lo que ellos son, porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. No son los paganos, que bastante tienen con vivir como pueden sus vidas sin la luz de la fe. Los responsables somos los católicos. En primer lugar, los obispos y superiores, cuya pasividad habría sido considerada negligencia criminal en cualquier otra actividad, pero también la gran masa de católicos, que hemos tolerado lo intolerable, mundanizado nuestra forma de ser y renunciado a nuestra vocación de santidad y evangelización. Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará? De los millones y millones de católicos que Dios entregó a nuestra Iglesia como talentos, la gran mayoría han apostatado, formalmente o en la práctica, y casi todos los demás hemos enterrado lo que Dios nos dio y hemos preferido amoldarnos al mundo. Es irónico que esta generación, que es la que más cosas tiene por las que responder, sea precisamente la que no cree en el Juicio. Dios tenga misericordia de nosotros ese Día, porque la vamos a necesitar.
A mi entender, todo esto no podrá ni siquiera empezar a sanarse hasta que los obispos, seguidos por el (escaso) pueblo fiel, reconozcan su infidelidad (y la nuestra) y, vestidos de saco y ceniza, proclamen un tiempo de penitencia y arrepentimiento. Sin lágrimas, golpes de pecho, examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de la enmienda no puede haber perdón. Si reconocemos nuestras culpas, quizás Dios tenga misericordia y un día podamos repetir con el Salmista: los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares.
Bruno Moreno