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martes, 28 de mayo de 2019

El Papa y el Cambio Climático (Carlos Esteban)



Si sale a la calle y pregunta a los viandantes, elegidos al azar, qué les parece que la Iglesia quemara en la hoguera a Galileo, dudo que haya uno de cada diez que le responda que Galileo, lejos de morir en la hoguera, lo hizo en la cama, después de recibir los santos sacramentos, huésped en el palacio de un prelado amigo. Hay, creo, consenso en que la jerarquía eclesiástica metió la pata hasta el corvejón con ese juicio, como se le recuerda regularmente, pero me parece que muy pocos entienden correctamente en qué consistió el error.

No fue, como nos cuenta la ingenua fábula popular, un conflicto entre Ciencia y Fe. Como hemos visto, Galileo era tan creyente -incluso devoto- como los que le juzgaban, y por aquellos días el sacerdote Copérnico lograba el ‘Nihil Obstat’ para publicar su libro en el que defendía grosso modo la misma hipótesis. Y esa es la palabra que Copérnico tuvo la prudencia de usar, frente a la audacia de Galileo: hipótesis. Y es que, estrictamente hablando, era solo una hipótesis, imposible de comprobar con los medios de la época. Por su parte, el modelo que utilizaba la mayoría era perfectamente razonable para lo que se conocía entonces.

Porque lo cierto es que el ‘Caso Galileo’ no enfrentó a los científicos con los hombres de fe, sino a la abrumadora mayoría de los científicos con un insolente que osaba destrozar el ‘consenso científico’ de la época, el modelo ptolemaico. Este modelo era el ‘estándar’ de la época y, como su propio nombre indica, precedía en dos siglos al cristianismo y no tenía nada que ver con la fe. Los científicos ‘del consenso’ se valieron del poder del momento, la Iglesia, para quitarse de encima al advenedizo audaz.

Resumiendo: el error de las autoridades eclesiásticas en el ‘caso Galileo’ fue apoyar el ‘consenso científico’ del momento, lo que no es en absoluto su misión. La institución eclesial aprendió la lección, y en adelante evitó cuidadosamente meterse en esos berenjenales, dejando que los científicos se ocupasen de la Ciencia mientras ellos se centraban en la doctrina.

Pero quiere una desafortunada ironía que quienes más vociferan contra la Iglesia por intervenir entonces a favor del consenso científico figuren entre los que más aplauden que Su Santidad se tome como verdad revelada el consenso científico de hoy.
Leo: “Debemos actuar con decisión para poner fin a las emisiones de gases de efecto invernadero a mediados de siglo a más tardar y hacer más. Las concentraciones de dióxido de carbono deben disminuir significativamente para garantizar la seguridad de nuestro hogar común. También han oído que esto se puede conseguir a bajo coste utilizando energía limpia y mejorando la eficiencia energética”. 
Y me sorprende que estas sean palabras del Vicario de Cristo y que tenga tan clara una hipótesis científica como para urgir a acciones cuyas consecuencias nadie sabe realmente cuáles podrían ser, cuando para la misión que se le ha encomendado, confirmar a sus hermanos en la fe, parece preferir la ambigüedad y el silencio. Aún más, recientemente sugirió que es cosa nefasta en un católico pretender la claridad en temas de fe, y que el propio Cristo prefirió mantener a sus discípulos en la penumbra.
Que Su Santidad diserte sobre climatología tiene tanto sentido como que el secretario general de las Naciones Unidas o el presidente de la Academia de Ciencias lo haga sobre la procesión trinitaria y el Filioque.
Ayer abusábamos de la comprensión de nuestros lectores titulando que el Papa había ‘perdido’ las elecciones europeas. Esas comillas simples querían decir que, naturalmente, entendemos que Su Santidad no se presentaba a ellas, pero que a menudo ponía más vehemencia e insistencia en transmitir sus preferencias en este campo que de aclarar las cada vez más frecuentes dudas doctrinales que surgen en su pontificado.

La influencia que tenga el Papa, cualquier Papa, sobre el Mundo, sobre los no católicos, va a ser siempre muy limitada, por razones obvias. De hecho, ese es el drama íntimo de los clérigos progresistas, que complacen a unos ‘aliados’ ocasionales que nunca les devolverán la cortesía sino con persecución y desprecio.

En cambio, el fiel normal y corriente, el que espera del Santo Padre que le hable sólo de fe, queda frustrado y desconcertado por esta preocupación obsesiva por temas, para un cristiano, tan pasajeros y ajenos a su cometido.

Carlos Esteban