De esa reforma sabemos que quizá su punto más ‘rompedor’ consiste en dar a un nuevo ‘megadiscasterio’ dedicado a la evangelización primacía sobre la ‘Suprema’, la congregación que lleva siglos considerándose la más importante de las curiales: Doctrina de la Fe. Y a muchos intriga, por una parte, en qué consistirá, en la práctica, esa ‘evangelización’ en un pontificado que proscribe terminantemente el proselitismo y todo intento de conversión; y por otra, cómo puede primarse la transmisión de un mensaje sobre la integridad del mismo.
El cristianismo no es una religión especulativa, no es una visión del mundo que se haya deducido de una filosofía, no es una tendencia ideológica o una conclusión racional, sino una Revelación. El cristiano es un hombre que lleva un mensaje, que no es suyo y que debe, ante todo, mantener íntegro. Eso es, también, la Iglesia, y en la cúspide de la institución eclesial, el Papa, cuya misión explícita es “confirmar en la fe a sus hermanos”, es decir, cuidar de que el mensaje no se corrompa o adultere.
Nichols y los demás firmantes de la citada carta, con el paso transcendental que han dado, afirman que no solo se está dejando corromper ese mensaje, sino que es el mismo Vicario de Cristo quien se está haciendo culpable de la adulteración. Y ese desafío es imposible de ignorar. Nichols debe ser respondido, aunque la respuesta sea su solemne excomunión. Dejar impune y sin respuesta a un religioso que llama públicamente hereje al Papa es invitar a la máxima confusión entre los fieles.
Francisco ha alternado la locuacidad más desbordada con el más hermético silencio en sus seis años de reinado, acompañando ambos, alternativamente con una crítica y una alabanza del propio silencio, una ambigüedad que ha empleado en otras muchas cuestiones.
Pero el silencio ha sido especialmente estruendoso, precisamente, en cuestiones de doctrina no menores. La carta en cuestión, por ejemplo, extrae la mayor parte de sus ejemplos de opinión herética de la exhortación apostólica Amoris Laetitia, la misma que motivó una consulta formal -los famosos Dubia- por parte de cuatro cardenales, de los que solo sobreviven dos. Se trató de un procedimiento perfectamente legítimo y canónico planteado en privado originalmente, con copia a la Congregación para la Doctrina de la Fe que, tras tres meses de silencio, fue hecho público. Su Santidad aún no ha respondido una palabra a esa solicitud de aclaración.
Tampoco acusó recibo de la ‘correctio filialis’, esta por parte de un grupo de pensadores y teólogos, planteada con alguna mayor vehemencia.
Pero, en ambos casos, las cartas se dirigían directamente a Su Santidad y no presumían cuál debía ser la respuesta. En el caso de Nicholes et al., se dirigen a los colegas del Papa en el episcopado, a los pastores de la Iglesia universal, y con un claro veredicto de herejía, una acusación extraordinariamente grave.
Los ‘guerreros de la renovación’, los defensores mediáticos de este pontificado -mucho más que del papado en sí, del que no eran particularmente adictos hasta la llegada de Francisco- han respondido, por así decir, “según el mundo”, es decir, burlándose del escaso número de los firmantes y de su poca influencia en el panorama eclesial de hoy. Se me ocurren pocas respuestas tan ajenas al ‘ethos’ del cristianismo, que empezó con un puñado de galileos sin influencia alguna y que ha remachado siempre que la verdad no es cuestión de números ni de poder.
A la acusación pública de herejía, el Papa debe responder. Públicamente, claro. Es imaginable que la respuesta ‘privada’ será implacable, y los firmantes deben saber antes de enviarla que sus perspectivas de hacer carrera en la estructura eclesial e incluso de prosperar allí donde los amigos de la renovación tienen alguna influencia equivalen a cero. Sobran los ejemplos de la suerte de quienes ponen pegas a las reformas o al estilo del Papa, o de cómo sonríe la fortuna a los aduladores.
Pero esta vez es imposible. La acusación es gravísima y pública; la reacción tiene que serlo. Nichols y todos los firmantes debe ser fulminantemente excomulgados o, en su caso, respondidos.
Carlos Esteban
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