Las elecciones celebradas el pasado 26 de mayo han constituido un episodio significativo de un enfrentamiento que va más allá de lo que pase en el Parlamento Europeo o de cualquier gobierno nacional. Existe de hecho un lobby que tiene en la mira la destrucción de la sociedad cristiana y la construcción de organismos cosmopolitas que asuman poderes soberanos sobre la vida y la muerte de los ciudadanos europeos. Un ejemplo de dicho proyecto lo hemos visto últimamente en Francia, donde el Tribunal de Apelación de París ha transferido a la Organización de las Naciones Unidas la decisión definitiva sobre la vida de Vincent Lambert, el paraplégico francés condenado a muerte por su mujer y por los médicos del hospital de Reims, en el cual está ingresado.
Está claro que la autoridad legislativa sobre la vida de Lambert no corresponde ni a los jueces franceses ni a los de Europa o la ONU. Las leyes positivas, nacionales o internacionales, no dimanan de las instituciones que las promulgan o aprueban, sino de una ley divina preexistente a toda ley humana y que no se puede separar de las leyes de los hombres. Pues bien, la ley natural y divina prohíbe matar a un inocente, y toda ley humana que pretenda establecer lo contrario debe ser considerada nula e írrita, además de inicua. Y dado que la Iglesia Católica es la única institución que es custodia de la ley divina y natural, los eclesiásticos tienen más que nadie la obligación de proclamar el derecho inalienable a la vida. Pero hoy en día la voz de los eclesiásticos ha caído en un silencio atronador. El único problema que por lo visto interesa a las máximas autoridades de la Iglesia es dar acogida a los inmigrantes extraeuropeos. Una acogida total, incondicional y absoluta. No hablamos de la antigua virtud, ya sea cristiana o laica, de la hospitalidad, sino de una opción ideológica en la que la filosofía de la acogida se manifiesta en realidad como una teoría de la renuncia a la identidad europea, o mejor dicho, a su sustitución.
El concepto de gran sustitución fue introducido por Renaud Camus (Le Grand Remplacement, David Reinharc, Neuilly-sur-Seine 2011), y fue desarrollado por el profesor Renato Cristin en su libro I padroni del caos (Liberlibri, Macerata 2017). Mediante un riguroso análisis, el autor, catedrático de filosofía en la Universidad de Trieste, explica que la mencionada teoría aspira a reemplazar los pueblos europeos con otros (africanos, árabes y asiáticos, en su mayoría musulmanes), dando lugar al caos como horizonte histórico concreto. Cristin recuerda la existencia de un proyecto de la ONU del año 2001 en el que se habla explícitamente de «inmigración sustitutiva» con el objeto de hacer frente al declive demográfico de Europa. Los flujos migratorios no sólo son un injerto étnico, sino también un vuelco que trastorna la civilización, una contracolonización en la que los inmigrantes aparecen como portadores de una civilización híbrida o mestiza que se opone a la cristiana que construyó Europa. La destrucción de los estados nacionales viene por tanto mediante una política de sustitución tanto étnica como cultural. La sustitución cultural supone la negación de toda identidad radicada en la tradición cristiana europea; la étnica se produce con una avalancha humana de inmigrantes que reemplazan la población europea, diezmada por el aborto y la anticoncepción. El antinatalismo es la expresión biológica del suicidio cultural y moral de Occidente.
Los resultados de las elecciones europeas han premiado a los partidos políticos que reivindican más abiertamente las identidades nacionales. Particular importancia reviste la aplastante victoria de la Liga de Matteo Salvini, que ha alcanzado en 34,3% de los votos en Italia. Pero Italia es también el país donde ha tenido más impacto el movimiento a favor de la inmigración. No sólo la Conferencia Episcopal ha salido a la palestra, sino el papa Francisco, que se ha presentado como cabeza de la izquierda política. La portada del semanario L’Espresso del pasado 26 de mayo mostraba un montaje fotográfico en el que aparecía el Papa disfrazado del Zorro, el famoso justiciero, y lo califica de la voz del «pueblo que protesta» contra Salvini. Al día siguiente, en su mensaje con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, Franciscó afirmó: «El lema del cristiano es ¡primero los últimos!», y añadió: «No se trata sólo de migrantes: se trata de poner a los últimos en primer lugar». En la misma mañana, Su Santidad se reunió con Raoni Metukire, jefe de los indios cayapó del Amazonas, para promover el indigenismo revolucionario con vistas al Sínodo de la Amazonia del próximo octubre.
La teología bergogliana de los últimos supone un fomento abierto de la estrategia de la inmigración sustitutiva. No está claro quiénes son los últimos; lo que sí está claro es quiénes son los que deben ser sustituidos en la nueva opción preferencial.El Evangelio exhorta a amar al prójimo como a uno mismo: «No existe mandamiento mayor» (Mc.12,29-31). En la Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino (26, parte II,II) explica no obstante que el amor al prójimo no es un sentimiento genérico e indiscriminado, sino que tiene una gradación precisa a la que llama orden de la caridad, en el cual el amor debe extenderse progresivamente de los más allegados a los más lejanos. Dios debe ser amado por encima del prójimo (a.2) y de nosotros mismos (a.3). El hombre debe amarse a sí mismo más que al prójimo (a.4), y entre los prójimos, algunos han de ser más amados que otros (a.6). Los más allegados son aquellos de quienes hemos recibido la vida y a quienes se la hemos transmitido: nuestros padres y nuestros hijos. Nuestro amor al prójimo se extiende a partir de ellos. Sería absurdo, por ejemplo, echar de casa a nuestros padres para meter en su cuarto a un matrimonio de inmigrantes. Es más, el amor que debemos al prójimo es ante todo de naturaleza espiritual. Lo que debemos desear por encima de cualquier otra cosa es la salvación de las almas de nuestros seres queridos. Amar significa desear su salvación. En el caso de los inmigrantes, consiste en desear su conversión a la verdadera fe. Ni en Italia ni en el resto de Europa se está llevando a cabo una pastoral de evangelización de los inmigrantes. Se nos presenta el multiculturalismo como un valor superior a la identidad monocultural cristiana.
El dogma de la acogida es proclamado por una sociedad que quita la vida a seres humanos inocentes, a niños por nacer y a ancianos; los primeros, condenados a muerte por aborto, y los segundos por eutanasia, sin que haya una verdadera oposición a estos crímenes por parte de las autoridades eclesiásticas. En realidad, quien se escandaliza por un crucifijo en la pared de un aula o porque un político bese un rosario*, no sólo desea extirpar toda expresión pública de cristianismo; pretende además apagar toda luz de la ley divina y natural que sobrevive en nuestra conciencia exigiéndonos la defensa de una vida inocente. Quien tenga todavía algo de conciencia cristiana no puede menos que exigir la presencia viva del Crucificado, y no sólo en la vida privada, sino también en la pública y en la identidad colectiva de las naciones europeas. Por ello, pedimos a todos los partidos que han ganado las elecciones en Italia, Hungría, Francia y tantos otros países, derrotando el inmigracionismo, que no se limiten a invocar de forma genérica y superficial las raíces cristianas, sino que manifiesten de modo concreto dicha identidad en las instituciones y leyes europeas, empezando por la defensa incondicional de la vida y de la familia. El caso de Lambert es, después de los de Eluana Englaro y Alfie Evans, ejemplo de una batalla a librar en los próximos meses. Es posible que con ello el enfrentamiento cobre más altura, pero actualmente se combate a vida o muerte por nuestra civilización. Más que una batalla en los parlamentos, es una batalla de cultura y mentalidad, aunque los resultados de las elecciones cumplen también la función de revelar tendencias profundas de la opinión pública. En el caso de las del pasado 26 de mayo, se ha revelado la existencia de un pueblo que europeo que no se rinde.
Roberto De Mattei