El Instrumentum Laboris del próximo Sínodo de la Amazonía está atravesado por ese ‘leit motiv’ del presente pontificado que se resume en dos palabras machaconamente repetidas: “diálogo” y “escucha”. Y son las dos que están, más que ninguna otra, dividiendo irremisiblemente a la Iglesia.
Sí, mi titular tiene mucho de desvergonzado ‘clickbait’, de amarillismo descarado y escandaloso. Lo matizo de entrada: en un sentido obvio, el diálogo es imprescindible, la conversación; y no puede mantenerse una conversación sin escuchar al contrario. Esto, para quitarme de encima perogrulladas varias.
Pero las palabras nunca son inocentes, ni responden meramente a las acepciones asépticas del diccionario. Por citar un ejemplo evidente y actual, ‘odio’, especialmente cuando va unido a ‘delito de odio’, no se corresponde hoy con su significado original, y estamos hartos de leer cómo se achaca ‘odio’ a la mera no aceptación, reflexiva y calmada, de una situación que nuestras élites intelectuales han decretado ‘buena’, como el matrimonio homosexual o la transexualidad.
Hay muchísimas más: discriminación, diversidad, inclusivo… Y, naturalmente, ‘diálogo’.
Tomado literalmente, en su acepción habitual, viene a ser conversación, una actividad tan natural y frecuente que resulta extraño insistir en ella. ¿Cuándo no ha ‘dialogado’ la Iglesia con el mundo? ¿Cómo podría no hacerlo? Pero, como decimos, si ese fuera el concepto al que se refieren, repetirlo una y otra vez no tendría mayor sentido que recordarle a alguien la necesidad de respirar.
Precisamente por eso, y porque vivimos en el mundo de hoy, sabemos que esa exhortación repetida al ‘diálogo’ significa otra cosa, connota otra cosa. Cuando en la vida política o en las relaciones internacionales se apela al ‘diálogo’, se está llamando a la negociación, es decir, a que un lado ceda un poco y el otro, otro poco, hasta que se llegue a un entendimiento que, sin contentar del todo a ninguna de las dos partes, les satisfaga lo suficiente como para llegar a un acuerdo.
Ahora bien, eso podría tener sentido aplicado a la Iglesia si nuestra doctrina, si nuestra fe, fuera la consecuencia de una intuición intelectual, de la reflexión de un grupo de sabios, incluso de los ‘descubrimientos’ más o menos luminosos de unos maestros del pensamiento. En ese caso se podría entablar ese ‘diálogo’ y renunciar, por razones pragmáticas, a las ideas que más entren en conflicto con las de nuestros interlocutores y afinar otras con la aportación del otro.
Pero no es el caso. La Iglesia porta y da al mundo un Mensaje que no es suyo, que no ha inventado, que no ha deducido. Es un mensaje del Autor de la Vida, una Revelación, y los mensajes no se negocian. Si recibes un correo electrónico y te preguntan por él, no puedes sentarte con quien te interroga para decidir su contenido.
Este sentido de cesión se ve reforzado por esa segunda palabra, ‘escucha’. Una Iglesia “que escucha”. En un diálogo, las dos partes hablan y escuchan, alternativamente. Si una de las dos insiste para sí misma en la necesidad de la ‘escucha’, es que cree que puede aprender más de lo que es capaz de enseñar. Y esa conclusión es desastrosa.
Y por eso la gente abandona la Iglesia a borbotones, por eso la apostasía en Occidente es multitudinaria: porque la única razón para pertenecer a la Iglesia católica es creer que es la portadora de certezas transmitidas por el único que tiene autoridad para hacerlo, Dios mismo. Si es una opinión, por muy interesante que sea, sobra toda la parafernalia eclesial y, por lo demás, es inútil, porque en lo que menos parece dudar hoy es precisamente en lo que coincide con el pensamiento dominante en el siglo. Y eso es lo que se transmite, intencionadamente o no, cuando se insiste tanto en el diálogo y tan poco en el Anuncio; cuando se habla más de la ‘escucha’ que de la predicación.
En el Instrumentum Laboris del Sínodo de la Amazonía, esa actitud de cesión, de inseguridad, llega al paroxismo, hablando de la ‘espiritualidad indígena’ como de algo que puede de algún modo perfeccionar nuestro conocimiento de Dios, y no meramente del ser humano, y un ser humano muy minoritario cuyas nociones del universo solo valoran antropólogos o adeptos del New Age.
La Iglesia es la Roca o no es nada; es el intérprete infalible del mensaje salvífico de Cristo, o puede dejarse extinguir sin demasiadas lamentaciones. Porque no estamos en ella porque su doctrina se adapte o no a los tiempos, sino porque solo ella, por ser la Esposa de Cristo, tiene palabras de vida eterna.
Precisamente por eso, y porque vivimos en el mundo de hoy, sabemos que esa exhortación repetida al ‘diálogo’ significa otra cosa, connota otra cosa. Cuando en la vida política o en las relaciones internacionales se apela al ‘diálogo’, se está llamando a la negociación, es decir, a que un lado ceda un poco y el otro, otro poco, hasta que se llegue a un entendimiento que, sin contentar del todo a ninguna de las dos partes, les satisfaga lo suficiente como para llegar a un acuerdo.
Ahora bien, eso podría tener sentido aplicado a la Iglesia si nuestra doctrina, si nuestra fe, fuera la consecuencia de una intuición intelectual, de la reflexión de un grupo de sabios, incluso de los ‘descubrimientos’ más o menos luminosos de unos maestros del pensamiento. En ese caso se podría entablar ese ‘diálogo’ y renunciar, por razones pragmáticas, a las ideas que más entren en conflicto con las de nuestros interlocutores y afinar otras con la aportación del otro.
Pero no es el caso. La Iglesia porta y da al mundo un Mensaje que no es suyo, que no ha inventado, que no ha deducido. Es un mensaje del Autor de la Vida, una Revelación, y los mensajes no se negocian. Si recibes un correo electrónico y te preguntan por él, no puedes sentarte con quien te interroga para decidir su contenido.
Este sentido de cesión se ve reforzado por esa segunda palabra, ‘escucha’. Una Iglesia “que escucha”. En un diálogo, las dos partes hablan y escuchan, alternativamente. Si una de las dos insiste para sí misma en la necesidad de la ‘escucha’, es que cree que puede aprender más de lo que es capaz de enseñar. Y esa conclusión es desastrosa.
Y por eso la gente abandona la Iglesia a borbotones, por eso la apostasía en Occidente es multitudinaria: porque la única razón para pertenecer a la Iglesia católica es creer que es la portadora de certezas transmitidas por el único que tiene autoridad para hacerlo, Dios mismo. Si es una opinión, por muy interesante que sea, sobra toda la parafernalia eclesial y, por lo demás, es inútil, porque en lo que menos parece dudar hoy es precisamente en lo que coincide con el pensamiento dominante en el siglo. Y eso es lo que se transmite, intencionadamente o no, cuando se insiste tanto en el diálogo y tan poco en el Anuncio; cuando se habla más de la ‘escucha’ que de la predicación.
En el Instrumentum Laboris del Sínodo de la Amazonía, esa actitud de cesión, de inseguridad, llega al paroxismo, hablando de la ‘espiritualidad indígena’ como de algo que puede de algún modo perfeccionar nuestro conocimiento de Dios, y no meramente del ser humano, y un ser humano muy minoritario cuyas nociones del universo solo valoran antropólogos o adeptos del New Age.
La Iglesia es la Roca o no es nada; es el intérprete infalible del mensaje salvífico de Cristo, o puede dejarse extinguir sin demasiadas lamentaciones. Porque no estamos en ella porque su doctrina se adapte o no a los tiempos, sino porque solo ella, por ser la Esposa de Cristo, tiene palabras de vida eterna.
Carlos Esteban