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lunes, 8 de julio de 2019

La conversión ecológica o por qué Oceanía ha estado siempre en guerra con Eurasia (Carlos Esteban)



Uno de los rasgos más inquietantes de las sectas totalitarias, religiosas o políticas, es cuando se ofrece a los seguidores una nueva verdad, no meramente asegurando que “esto es así”, sino dando por hecho que “siempre ha sido así”, el desasosegante “Oceanía ha estado siempre en guerra con Eurasia” de la novela de Orwell 1984, cuando uno todavía puede recordar que hace poco estaba, en realidad, en guerra con Asia Oriental.

Ver cómo, de repente, la ecología se convierte en eje de nuestra fe, en un momento de enorme crisis en la Iglesia, resulta desconcertante, pero no tanto como que lo anuncien e insistan en ello como si fuera una vieja verdad de la que solo los cristianos rígidos con cara de pepinillos en vinagre pudieran dudar.

Así, Ricardo Benjumea, director de Alfa & Omega, escribe, bajo el titular ‘¿Empezamos por casa?’ una noticia en el órgano oficial de la Archidiócesis de Madrid: “Cuatro años después de la publicación de la encíclica Laudato si, quedan importantes focos de resistencia en la Iglesia que consideran que la ecología poco o nada tiene que ver con la fe”.

¡Qué gente! ¿Verdad, Ricardo? Porque si quieres saber quiénes consideraban que la ecología “poco o nada tiene que ver con la fe”, puedo darte algunos nombres. Por ejemplo, los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, los Doctores de la Iglesia. Por ejemplo, los Papas hasta Francisco y, en general, todos los pastores que han ido definiendo -que no creando- la Doctrina de la Iglesia.

Más: la propia Alfa & Omega anterior a Francisco, o el propio cardenal Osoro antes de Francisco. ¿No es sorprendente? ¿No les parece raro, misterioso, intrigante que un aspecto que se ha convertido en tan omnipresente en el actual mensaje pastoral haya sido tan olímpicamente ignorado durante dos mil años? ¿Cómo les ha podido faltar a tantos fieles durante tantos siglos un aspecto que ahora se revela central?

Pero hay otro aspecto no menos revelador en esta súbita ‘conversión ecológica’. Cuando el cristianismo irrumpió en la Historia, concretamente en el variopinto y tolerante Imperio Romano, bullendo de todo tipo de sectas y escuelas de pensamiento toleradas, el Mundo lo odió, casi inmediatamente.

No, no era porque predicara el amor a los enemigos o porque anunciase que Dios se había hecho hombre. Allí había adoradores de Mitra y extraños ritos paganos, el neoplatonismo de Plotino y curiosos cultos mistéricos, epicúreos, hedonistas, estoicos… Lo que se quiera. Todos eran admitidos, mientras aceptasen su lugar, una creencia más entre muchas. Pero el cristianismo tenía la insolente pretensión, no de ser una verdad más, sino la Verdad. Y aquello era intolerable.
Desde su origen, pues, se cumplió la profecía del Maestro y el Mundo nos odió. Con el tiempo y sobre un mar de sangre de mártires se construyó, vacilante, una nueva civilización empapada de valores evangélicos, aunque en ella se perpetuó el conflicto entre Cristo y el Mundo.

La nueva fe impuso a la civilización que contribuyó a crear una nueva mentalidad, nuevos principios, algunos tan altos y extraños a la cultura de los pueblos convertidos que solo se impusieron a medias. Pero eran principios verdaderamente nuevos y verdaderamente propios.

Con la ecología, en cambio, es la Iglesia la que, con considerable retraso, se apunta con llamativo entusiasmo a una moda ideológica que ha impuesto primero el Mundo. No solo eso, sino que, si puede alegarse una verdadera obligación de custodia del hombre sobre la Creación, esta no se concreta ni la Iglesia ha querido meterse en campos que no le son propios para concretar otras medidas que las obvias.

Hoy, en cambio, este nuevo entusiasmo místico-medioambiental no se limita a cantar al Hermano Sol y a la Hermana Luna, sino que se ha apuntado con el mismo fervor a los postulados concretos de un panel de científicos de la ONU, dándoles una autoridad insólita en una cuestión sobre la que los pastores, empezando por el propio Papa, no tienen ni pueden tener la certeza que aplican. La Iglesia -la jerarquía, para ser precisos- ya cometió en su día el error de ‘casarse’ con el consenso científico de su época en el Caso Galileo. Y aquello no salió demasiado bien.

Carlos Esteban