Se dice, se cuenta, se rumorea … El sofocante verano romano es tiempo de ventilar rumores, y el diminuto Estado que alberga ha sido siempre pródigo en cotilleos, alimentados por la atmósfera de obligado secreto en muchas de las actuaciones de la Curia.
Y ahora se descuelga el justamente denominado Veleni in Piazza, rúbrica de Il Tempo dedicada a lo que corre por los mentideros y no se puede comprobar por ahora, y cuenta que se cuenta por los corredores de la Santa Sede: “Se habla de ellos desde hace algunos días en lo sagrados palacios: el Papa Francisco soñaría con vender el Vaticano, para luego repartir lo obtenido entre los pobres”, se lee en la ‘noticia’.
Y sigue: “Más que un sueño, una pesadilla para muchos cardenales y obispos fieles a la Santa Iglesia Romana”. ¿Quién y por qué puede tener interés en esparcir este absurdo rumor, que recuerda a la escena final de Las Sandalias del Pescador? Más parece una provocación para exacerbar la cada vez menos tácita suma que se abre entre la cúpula eclesial de este pontificado a los católicos tradicionalistas, que ya están indicando, bien con su desinterés, bien con su voto, la frialdad que sienten a los ‘aires de renovación’ que se están imponiendo en la Iglesia a marchas forzadas.
No es un secreto, sino una realidad sujeta a comprobación en hemerotecas y repetida de un modo u otro, que Francisco valora muy especialmente la pobreza, como indica el insólito nombre elegido como pontífice, y que desea “una Iglesia pobre para los pobres”.
Pero una salida a puja de todos los tesoros vaticanos no sólo es impensable, sino problemática en más de un sentido, y contradictoria con la pasividad para tomar medidas muy eficaces y bastante menos efectistas. Más de una vez hemos llamado la atención en estas páginas sobre la APSA, el órgano que gestiona las vastas y valiosísimas propiedades inmobiliarias que posee la Santa Sede, y a cuyo frente puso Su Santidad al antiguo secretario de la Conferencia Episcopal Italiana, Nunzio Galantino. Nada impide al Papa dar instrucciones para que estas magníficas propiedades se destinen a albergar a los inmigrantes y refugiados que abundan en Italia y que tal obsesiva preocupación concitan en la alta jerarquía, o a su venta en lotes para paliar con los ingresos el sufrimiento de los pobres, suponemos que empezando por los que llegan de lejos.
No se ha hecho, ni siquiera insinuado, cuando parecía el momento más adecuado, y tenemos ya pocas esperanzas de que vaya a hacerse en breve. Cuanto menos los inapreciables tesoros vaticanos que, en cualquier caso, sólo los muy ricos tendrían fondos para comprar. ¿Y quién puede querer que las obras que se construyeron por la fe y para disfrute de todos los fieles y honor a Dios queden en manos de un puñado de multimillonarios para su exclusivo goce?
Carlos Esteban