La espectacular purga ‘al amanecer’ del Instituto Juan Pablo II para la Familia, que apenas conserva de la concepción y estructura originales otra cosa que el nombre, es en sí misma una noticia preocupante, como de un inusual golpe de mano en el corazón mismo de la herencia del Papa polaco. Pero no pasaría de cacicada puntual y deplorable juego de poder si tenemos la prudencia de no combinarlo con todo lo demás, si tenemos la cautela de no unir los puntos y ver el asunto en el contexto de todo lo demás que estamos viendo en los últimos años.
La alarma surge entonces, y es tan preocupante que en vano esperamos una voz que nos aclare este ‘alineamiento planetario’ en una dirección ominosa para la Iglesia.
El Instituto era la herencia viva de Juan Pablo II, el modo de hacer llegar, no sólo a los docentes, sino, por capilaridad, a las familias de todo el mundo, la visión católica del sexo, el matrimonio, la familia y la vida desarrollada teológicamente a lo largo de su largo pontificado. Es difícil encontrar un solo asunto, una sola temática que sea más central a la crisis que se vive no sólo en la Iglesia, sino en incluso en la sociedad secular de Occidente.
La familia es el enemigo, y sobre ella soplan todos los huracanes ideológicos del pensamiento único y del poder, que tiene muy claro que ella, esa sociedad natural basada en el amor, es el principal bastión de resistencia contra toda tiranía, y que su destrucción nos convierte en indefensos átomos a merced del capricho de las élites. No es una teoría: es una obviedad medible desde cualquier criterio, desde la multiplicación de abortos hasta la caída en picado de la natalidad; desde la ideología de género y sus infinitas clasificaciones caprichosas hasta un feminismo destructor de cualquier sociedad medianamente cohesionada.
No era el objeto del Instituto luchar contra todo esto en la palestra pública, no directamente. Era, como institución católica, un medio de formación centrado en profundizar en el sentido cristiano de la familia, desde una perspectiva teológica y de fe. Pero es inescapable que, al menos como benéfico ‘efecto secundario’, podía ofrecer valiosísimas claves y remedios contra la crisis de la familia en Occidente en general.
Su voladura controlada y repentina no tiene explicación. Existe la idea de dar al instituto un carácter más sociológico que teológico, lo que explicaría la purga, pero la Iglesia no es una institución experta en sociología; no es ese su papel ni su misión.
Por lo demás, ‘casa’ demasiado bien con esa ‘dispensación’ tácita que abrió Amoris Laetitia y los tumultuosos sínodos precedentes, aún más, incluso, la voluntad de disuadir toda aclaración sobre lo que la exhortación parecía decir, decía claramente para muchos, no podía querer decir en absoluto para muchos otros. Sabemos que las dudas que suscitaba se tradujeron al latín, a las Dubia formales de cuatro cardenales, que el Papa ha ignorado hasta el momento olímpicamente, pese a tratarse de perplejidades muy serias, fundadas y respetuosamente expuestas.
Pero a estas alturas ya sabemos que Francisco no gusta de aclaraciones, no habiendo por medio rigideces pelagianas, vacilaciones sobre la conveniencia de la inmigración ilegal masiva o ‘negacionismo’ sobre el Cambio Climático, de suyo perverso. De hecho, dedicó toda una homilía en Santa Marta a explicar a los fieles que no debían esperar explicaciones, porque el propio Cristo había preferido dejar a oscuras a sus discípulos.
Buena o mala, esta pasividad, este ánimo de no aclarar ni pronunciarse, ha servido para que quienes llevan décadas, desde en interior de la Iglesia, presionando por un cambio radical en torno a la doctrina moral, y especialmente la referida a la familia y el sexo -somos una especie previsible, al fin-, aprovechen para vender su mercancía averiada sin que nadie los contradiga y, a menudo, presumiendo el respaldo de la nueva jerarquía.
Es el caso bien conocido de la Iglesia alemana, liderada por el cardenal Reinhard Marx, que ha anunciado que iniciará un ‘camino sinodal’ -eufemismo de hacer la guerra por su cuenta- para revisar todas estas cuestiones, con resultado presuntamente vinculantes. A este abierto desafío, Su Santidad ha respondido con una carta que es, incluso dentro de la confusión reinante, un prodigio de ambigüedad que les deja vía libre para hacer de su capa (pluvial) un sayo.
El delicado baile en torno a la espinosa cuestión de la homosexualidad -clara como el día en el catecismo y en la doctrina perenne- está también en el centro de esta peligrosa deriva. Ya el hecho de que la minicumbre ignorara por completo un dato tan estridente como el hecho de que en más de un 80% de los casos de abusos conocidos se trataba de relaciones homosexuales avala las sospechas de que también en este aspecto se pretende ‘suavizar’ la postura católica, al menos desde el punto de vista ‘pastoral’, que tan a menudo ha pasado a ser un modo indirecto de obviar la enseñanza inequívoca de la Iglesia.
Y aquí llegamos al golpe de mano de Paglia, que si obviando todo lo demás chirría como un tenedor arañando una pizarra, contando con ello nos lleva a temernos lo peor, no por especialmente cenizos, sino porque todo es deprimentemente claro.
Carlos Esteban