Esta entrada se encuentra ya en el blog, pero en inglés. Aquí viene traducida y, dada su importancia, la vuelvo a colocar, ahora en español.
Veinticinco años después…
Hace veinticinco años, el 8 de febrero de 1994, el Parlamento Europeo aprobó una resolución que invitaba a los Estados europeos a promover y tutelar jurídicamente la homosexualidad. En el Ángelus del 20 febrero de 1994, el Santo Padre Juan Pablo II se dirigió a la opinión pública mundial afirmando que «lo que no es moralmente admisible es la aprobación jurídica de la práctica homosexual (…) con esa resolución del Parlamento europeo, se ha querido legitimar un desorden moral. El Parlamento ha conferido indebidamente un valor institucional a comportamientos desviados, no conformes al plan de Dios».
En el mes de mayo de aquel mismo año, el Centro Cultural Lepanto, difundió en Estrasburgo, entre los europarlamentarios, un manifiesto con el título “Europa en Estrasburgo: representada o traicionada” en el cual dirigía una indignada protesta contra la promoción de un vicio condenado por la conciencia cristiana y occidental e instaba a todos los Obispos europeos «a unir sus voces a la del Supremo Pastor, para multiplicarla en sus propias diócesis, denunciando públicamente la culpa moral con la cual se ha manchado la euro asamblea y poniendo en alerta a su rebaño acerca de los crecientes ataques de las fuerzas anticristianas en el mundo».
Hoy, uno después del otro, los principales Estados europeos, incluidos aquellos de la más antigua tradición católica, elevaron la sodomía a la categoría de bien jurídico, reconociendo, bajo diversas formas, el denominado “matrimonio homosexual” e introduciendo el delito de “homofobia”. Los Pastores de la Iglesia, que deberían haber opuesto un inquebrantable dique a la homosexualización de la sociedad promovida por la clase política y por la oligarquía mediático-financiera, de hecho la favoreció con su propio silencio.
Incluso en la cumbre de la Iglesia se ha difundido como una metástasis la práctica de la homosexualidad y una cultura denominada “gay-friendly” que justifica y alienta el vicio homosexual. Monseñor Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de Astana, en un mensaje del 28 de julio de 2018 afirmó que «Somos testigos del increíble escenario en el que algunos sacerdotes, y hasta obispos y cardenales, sin ruborizarse, ofrecen ya granos de incienso al ídolo de la ideología de la homosexualidad o de la teoría de género ante los aplausos de los poderosos de este mundo; es decir, ante los aplausos de los políticos, de los medios de difusión y de las poderosas organizaciones internacionales».
El Arzobispo Carlo Maria Viganò, en su histórico testimonio del 22 agosto de 2018, denunció, con nombres y circunstancias precisas, la existencia de una «corriente filo homosexual favorable a subvertir la doctrina católica respecto a la homosexualidad» y la presencia de «redes de homosexuales, actualmente difundidas en muchas diócesis, seminarios, órdenes religiosas, etc.», que «actúan protegidas por el secreto y por la mentira con la fuerza de los tentáculos de un pulpo y triturando víctimas inocentes, vocaciones sacerdotales y siguen estrangulando a toda la Iglesia»
Hasta hoy estas voces valientes se mantuvieron aisladas. El clima de indiferencia y de silencio que reina en el interior de la Iglesia tiene profundas raíces morales y doctrinales, que se remontan a la época del Concilio Vaticano II, cuando la Jerarquía Eclesiástica aceptó el proceso de secularización como un fenómeno irreversible. Pero cuando la Iglesia se subordina al secularismo, el Reino de Cristo es mundanizado y reducido a una estructura de poder. El espíritu militante se disuelve y la Iglesia en lugar de convertir al mundo a la ley del Evangelio, doblega el Evangelio a las exigencias del mundo.
Quisiéramos oír resonar las palabras incandescentes de un San Pedro Damián y de un San Bernardino de Siena, en lugar de la frase del Papa Francisco «Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?» Si el significado de esta frase ha sido distorsionado por los mas-media, debería combatir la instrumentalización mediática con documentos claros y solemnes de condena de la sodomía, como lo hizo San Pío V con dos constituciones, Cum primum del 1 de abril de 1566 y Horrendum illud scelus del 30 agosto de 1568. Por el contrario, la Exhortación post-sinodal Amoris laetitia del Papa Francisco del 8 de abril de 2016, no sólo calla sobre este gravísimo desorden moral, sino que relativiza los preceptos de la Ley Natural, abriendo el camino al concubinato y al adulterio. Es por esto que Le dirigimos un llamamiento Monseñor.
Servir a la Iglesia
Las palabras, Monseñor, evocan una dignidad, no un poder ni una función burocrática.
A todos los Obispos, sucesores de los Apóstoles, se reconoce la condición de Monseñor, pero también simples sacerdotes pueden recibir este título.
La palabra dignidad, aunque a la misma está dedicada una declaración del Concilio Vaticano II, hoy parece haber perdido el significado. Dignidad significa conciencia de un papel y de una misión confiada por Dios. Del respeto de la propia dignidad emana el sentimiento del honor. Su dignidad, Monseñor, deriva del honor que Usted tiene de servir a la Iglesia, sin buscar ni sus propios intereses ni el consenso de los poderosos. La dignidad de Monseñor la ha recibido de la Iglesia, no de los hombres de la Iglesia y a la Iglesia debe prestar cuentas. La Iglesia es la sociedad divina, fundada por Jesucristo, siempre perfecta y siempre victoriosa en el tiempo y en la eternidad.
Los hombres de Iglesia pueden servirla o traicionarla. Servir a la Iglesia significa anteponer los intereses de la Iglesia, que son los de Jesucristo, a los intereses personales. Traicionar a la Iglesia significa anteponer los intereses de una familia, de un instituto religioso, de una autoridad eclesiástica, entendida como persona privada, a la Verdad de la Iglesia, que es la Verdad de Jesucristo, único Camino, Verdad y Vida (Jn. 14, 6). Seríamos injustos con su inteligencia, Monseñor, si no supusiéramos que Usted tiene un cierto conocimiento de la crisis en la Iglesia. Algunos eminentes Cardenales han manifestado, en diversas ocasiones, su inquietud y su preocupación por todo cuanto está ocurriendo en la Iglesia. El mismo malestar es advertido en el hombre común, profundamente desorientado por los nuevos paradigmas religiosos y morales.
Cuántas veces frente a este malestar, en privado, Ella extendió los brazos, intentando tranquilizar a su interlocutor con palabras «No podemos hacer otra cosa que callar y predicar. El Papa no es inmortal. Pensemos en el próximo cónclave».
Todo, pero no hablar, pero no actuar. El silencio como regla suprema de comportamiento. En este comportamiento ¿pesa el servilismo humano, el egoísmo de quien, con comodidad, mira en primer lugar a la vida, el oportunismo de quien es capaz de adaptarse a cada situación? Afirmarlo sería promover un proceso contra las intenciones, y el proceso contra las intenciones no podemos hacerlo los hombres, podrá hacerlo solo Dios, el día del Juicio, cuando estaremos solos delante de Él, para escuchar de Sus Labios, la inapelable sentencia que nos pondrá en marcha hacia la eterna felicidad o la eterna condenación.
Quien vive en la tierra puede juzgar únicamente hechos y palabras, como objetivamente suenan.
Y las palabras con las cuales Él, Monseñor, explica su comportamiento son a veces más nobles que sus sentimientos. «Debemos seguir al Papa incluso cuando nos disgusta, porque Él es la roca sobre la cual Cristo construyó su Iglesia»; o «Debemos evitar a toda costa un cisma, porque sería la más grave desgracia para la Iglesia».
Nobles palabras, porque enuncian verdades. El Papa es el fundamento de la Iglesia, y la Iglesia no puede temer nada peor que un cisma. Pero, Monseñor, sobre lo que queremos hacerle reflexionar es que el camino del silencio absoluto que Usted quiere recorrer, provocará daño al Papa y acelerará el cisma en la Iglesia. De hecho es verdadero que el Papa es el fundamento de la Iglesia, pero antes que sobre él, la Iglesia se fundamenta sobre Jesucristo. Jesucristo es el fundamento primario y divino de la Iglesia, Pedro no es sino el fundamento secundario y humano, aunque sea divinamente asistido.
La asistencia divina no excluye el error, no excluye el pecado. En la historia de la Iglesia no faltaron Papas que pecaron y se equivocaron, sin que ello jamás perjudicara la institución del Papado. Afirmar que es necesario seguir siempre al Papa, sin nunca apartarse de él, renunciando, en casos excepcionales, a corregirlo respetuosamente, significa atribuir a la Iglesia todos los errores que en el transcurso de los siglos han sido cometidos por los hombres de la Iglesia. La ausencia de esta distinción entre Iglesia y hombres de Iglesia sirve a los enemigos de la Iglesia para atacarla y a tantos falsos amigos para renunciar a servirla.
Igualmente cargada de consecuencias es la afirmación según la cual romper el silencio, afirmar la verdad, denunciar -si necesario fuera- la infidelidad del mismo Pastor Supremo, conduciría a un cisma. Pero el cisma es división y nunca como en este momento de su historia la Iglesia aparece en su interior dividida y fragmentada. En el interior de cada parroquia, de cada diócesis, de cada nación, es imposible definir una regla común de vivir el Evangelio, porque cada uno tiene la experiencia de un cristianismo diferente, en el campo litúrgico y dogmático, construyendo la propia religión, de tal modo que de común sólo queda el nombre, ya no más la substancia.
¿Cuáles son las razones de esta fragmentación? Desapareció la estrella que indica el camino y los fieles avanzan en la obscuridad de la noche siguiendo opiniones y sentimientos personales, sin que una voz se levante para recordarles cuál es la doctrina y la práctica inmutable de la Iglesia.
El cisma es provocado por la obscuridad, hija del silencio. Únicamente voces claras, voces cristalinas, voces íntegramente fieles a la Tradición pueden disipar las tinieblas y permitir a los buenos católicos superar las divisiones provocadas por este Pontificado y evitar nuevas humillaciones a la Iglesia, después de aquellas ya inflingidas por el Papa Francisco. Para salvar a la Iglesia del cisma sólo hay un modo: el de proclamar la verdad. Guardando silencio lo favoreceremos.
Extremo apelo
Monseñor, Usted que goza de una dignidad, Usted que ejerce una autoridad moral, Usted que recibe una herencia, ¿de qué tiene temor? El mundo puede agredirlo y maldecirlo, sus superiores pueden privarlo de su autoridad y dignidad externa. Pero es al Señor a quien deberá rendir cuentas, como cada uno de nosotros, el día del Juicio, cuando todo será pesado y juzgado según medida.
No se pregunte qué hacer en concreto. Si quiere atreverse, el Espíritu Santo no dejará de sugerir a su conciencia el tiempo, el modo y el tono de salir al descubierto y ser «luz del mundo, ciudad situada sobre una montaña, candela encendida sobre el candelero» (Mt 5, 13-16). Lo que le pedimos, Monseñor es que asuma una actitud de filial crítica, de respetuosa resistencia, de devota separación moral con respecto a los responsables de la autodemolición de la Iglesia. Que se atreva a alentar abiertamente a quienes defienden a la Iglesia en su interior y profesan públicamente toda la Verdad católica.
Como también a acercarse a otros hermanos que se unan a usted y a nosotros para lanzar juntos aquel grito de guerra y de amor que San Luis María Grignion de Montfort elevó en la Oración Abrasada con las palabras proféticas: «¡Fuego, fuego, fuego! ¡Fuego en la casa de Dios! ¡Fuego en las almas! ¡Fuego en el santuario!». Lenguas de fuego como las de Pentecostés, destellos de fuego como aquellos del infierno, parecen suspendidos sobre la tierra. Fuego destructor, fuego purificador, fuego restaurador, destinado a envolver la tierra, a consumirla y a transformarla. Que el fuego divino se extienda antes que aquel de la cólera, que reducirá nuestra sociedad a cenizas, como ocurrió en Sodoma y Gomorra. Es ésta la razón del llamamiento que Le dirijo, veinticinco años después de la desdichada resolución del Parlamento europeo, para el bien de las almas, por el honor de la Iglesia y para la salvación de la sociedad. Monseñor, acoja este llamamiento, que es también una invocación a María Santísima y a los Ángeles para que intervengan, cuanto antes, para salvar a la Iglesia y al mundo entero.
¡Atrévase Monseñor, asuma este santo propósito en el 2019 y nos encontrará a su lado en la buena batalla!