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Desde hace tiempo el Papa Francisco ha dado ya a entender claramente cómo juzga y pretende afrontar la cuestión de los abusos sexuales entre los ministros sagrados. Como un problema no primariamente de sexo sino de poder, no de individuos, sino de casta, la casta clerical.
Lo ha dado a entender en la carta que sobre esta cuestión ha dirigido al “pueblo de Dios” el 20 de agosto de 2018, en la que no habla nunca de “abusos sexuales” y basta, sino, al mismo tiempo, de “abusos sexuales, de poder y de conciencia”.
Lo ha ratificado en la carta del 1 de enero de este año a los obispos de los Estados Unidos, en la que vuelve a usar sistemáticamente la fórmula tripartita, pero cambiando el orden: “abusos de poder, de conciencia y sexuales”.
Lo ha vuelto a decir aún más explícitamente en el encuentro a puertas cerradas que tuvo en Dublín el 25 de agosto con los jesuitas irlandeses (ver foto), puntualmente transcrito y publicado por el padre Antonio Spadaro en “La Civiltà Cattolica” del 15 de septiembre. “El elitismo, el clericalismo favorecen toda forma de abuso. Y el abuso sexual no es el primero. El primero es el abuso de poder y de conciencia”.
También el documento final del sínodo del pasado mes de octubre, en los párrafos que se refieren a los abusos sexuales, ha hecho suyo este teorema de Francisco, atribuyendo la causa de todo al “clericalismo”, es decir, a “una visión elitista y excluyente de la vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder que hay que ejercer, más que como un servicio gratuito y generoso”.
En este cuadro de fondo, la convocación a Roma de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, programado del 21 al 24 de febrero, debería ser, en las intenciones del Papa, la puesta en juicio de una representación orgánica de la casta clerical, frente a la cual él se presentaría como autoridad alternativa e inmaculada, sólo al servicio de los sin poder y de las víctimas del poder.
Debería ser así, en el propósito de Francisco. Pero entretanto, los hechos evolucionan en la dirección contraria.
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El último hecho, del que Settimo Cielo ha informado hace pocos, días es el caso del obispo argentino Gustavo Óscar Zanchetta y de su asombrosa carrera hasta un alto cargo en la curia vaticana, a pesar de sus manifiestas pruebas de incompetencia y de poco fiar, y las denuncias presentadas contra él de abusos sexuales de una docena de seminaristas.
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El caso Zanchetta es un ejemplo patente de aquellos “abusos de poder, de conciencia y sexuales” que Francisco tanto estigmatiza. Una pena que toda la carrera de este personaje sea fruto de la amistad y de la protección del Papa.
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Un segundo caso es el del ex cardenal Theodore McCarrick. La congregación para la Doctrina de la Fe –como ha revelado la Catholic News Agency el 7 de enero– casi ha terminado un proceso penal “administrativo”, más rápido y esencial que el canónico regular, sobre sus inmoralidades, recogiendo los testimonios de otras dos víctimas de las que abusó, incluso durante el sacramento de la confesión, cuando tenían 11 y 13 años, y de otros doce seminaristas, a los que obligó a prácticas homosexuales cuando era obispo en Metuchen y en Newark.
Es probable, pues, que antes del encuentro del 21-24 de febrero el Papa Francisco adopte en relación a McCarrick una ulterior y extrema sanción: la reducción al estado laical.
Pero también aquí continúa pesando sobre Francisco la responsabilidad de haber dado durante años protección y honores a McCarrick, incluso conociendo –como otros altos exponentes de la jerarquía, en este y en los dos pontificados precedentes– su reprobable conducta homosexual, decidiéndose a sancionarle sólo después de que salieran a la luz, hace pocos meses, sus abusos a menores.
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Un tercer caso se refiere al cardenal Donald Wuerl, hasta octubre pasado arzobispo de Washington y todavía administrador apostólico de la diócesis en espera del nombramiento del sucesor, al que Francisco ha dado las graciascon palabras conmovedoras de orgullo y aprecio por la “nobleza” de ánimo que ha mostrado –según el Papa– al hacer frente a las acusaciones de haber encubierto los abusos sexuales de los que tenía noticia; entre otros, los cometidos por McCarrick.
Efectivamente, el pasado junio Wuerl declaró que nunca había tenido conocimiento de los abusos de los que McCarrick estaba acusado, antes de que uno de ellos, cometido contra un menor, saltara a las noticias en la primavera de 2018.
Pero el 10 de enero de 2019, tanto la diócesis de Pittsburgh como la archidiócesis de Washington confirmaron que ya en 2004 Wuerl, entonces obispo de Pittsburgh, sabía de la mala conducta de McCarrick a través de un ex sacerdote de la diócesis, también él víctima de actos homosexuales por parte del mismo McCarrick y que había presentado una denuncia ante el entonces nuncio apostólico en los Estados Unidos, Gabriel Montalvo.
En el verano de 2018, el informe del gran jurado de Pennsylvania sobre los abusos sexuales del clero acusaba a Wuerl de haber dejado sin castigo varios casos de abusos cuando era obispo de Pittsburgh.
Después intervino, también contra él, el prestigioso ex vaticanista de “Newsweek” Kenneth Woodward que, en un informe publicado en la revista católica progresista “Commonweal”, escribió que la diócesis de Pittsburgh era conocida desde hacía tiempo como una de las más invadidas por sacerdotes homosexuales, a partir del que fue su obispo entre 1959 y 1969, John J. Wright, después cardenal y prefecto de la Congregación vaticana para el clero, que tenía un gran número de amantes jóvenes y del que Wuerl fue su secretario personal y, después, su sucesor.
Y, sin embargo, increíblemente, la palabra “homosexualidad” no aparece nunca ni en la carta de Francisco al “pueblo de Dios” del 20 de agosto de 2018, ni en su carta a los obispos de los Estados Unidos del 1 de enero de 2019, ni en su conversación con los jesuitas irlandeses. Como si este problema no existiera.
Cuando, al contrario, es precisamente la práctica homosexual el factor estadísticamente dominante entre el clero que abusa, en las últimas décadas. Que es exactamente lo que caracteriza el comportamiento de McCarrick, su práctica homosexual con jóvenes y muy jóvenes; de él se conocen sólo pocos casos de abusos contra menores, en cualquier caso, también ellos varones.
Esta deliberada eliminación del factor homosexualidad es el talón de Aquiles de la estrategia anti abusos de Francisco, como dos cardenales han denunciado hace pocos días.
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Los dos cardenales son los alemanes Walter Brandmüller, de 90 años, historiador de la Iglesia, anteriormente presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, y Gerhard L. Müller, de 71 años, teólogo, anterior prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Brandmüller, en una entrevista del 1 de enero a KathNet y en otra del 4 de enero a DPA, ha insistido en que el problema de los abusos entre el clero es preeminentemente un problema de práctica homosexual. Y que hay que afrontarlo empezando con excluir a jóvenes homosexuales de la admisión al sacerdocio. Sobre todo teniendo en cuenta que la erosión en curso de la doctrina católica facilita una creciente justificación moral de la homosexualidad.
Estas declaraciones –repetidas en una sucesiva entrevista del 9 de enero a la edición alemana de Catholic News Agency– le han valido a Brandmüller una tempestad de reacciones indignadas, desde fuera y, sobre todo, desde dentro de la Iglesia.
Y esto ha inducido al cardenal Müller a intervenir de manera incisiva a través del portal LifeSite News el 7 de enero, con una declaraciones que suenan como una crítica directa precisamente al teorema del Papa Francisco, según el cual los abusos sexuales entre el clero son primariamente un producto del clericalismo, es decir, del abuso de poder de la casta clerical.
Escribe Müller:
“Cuando un clérigo comete el crimen de abuso sexual de un adolescente, los ideólogos no dudan en acusar a los sacerdotes en general o a ‘la’ Iglesia –como ellos dicen– de una manera teológicamente inconsistente. Este es el único caso en el que todavía se permite generalizar sin correr peligro, e incluso de presentar alegremente las propias fantasías de una culpa colectiva. Porque cuando un islamista comete un acto de terror, son exactamente estas mismas personas –con sus obtusos prejuicios contra el celibato y contra la despreciada enseñanza moral de la Iglesia– la que absuelven al islam de cualquier complicidad y que –justamente– defienden a la mayoría de los musulmanes pacíficos”.
Y continúa, alzando el tiro:
“Cuando un adulto o un superior abusa sexualmente de quien ha sido confiado a sus cuidados, su ‘poder’ es sólo el medio y no la causa de su acto malvado. Se trata efectivamente de un doble abuso, pero no se debe confundir la causa del crimen con los medios y las ocasiones para llevarlo a cabo, con la finalidad de descargar la culpa absolutamente personal de quien abusa, sobre las circunstancias o sobre ‘la’ sociedad o sobre ‘la’ Iglesia… La causa de la violación de la intimidad física y espiritual de la persona que le ha sido confiada es la voluntad de quien abusa para la propia satisfacción sexual. Hablar sin ton ni son del clericalismo o de las estructuras de la Iglesia como causa del abuso sexual es también un insulto a las muchas víctimas de abuso sexual fuera de la Iglesia católica, por parte de personas que no tienen nada que ver con la Iglesia y los clérigos”.
Sandro Magister