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miércoles, 23 de enero de 2019

A propósito de la necesidad de la fe (comentado por José Martí)

Padre Alfonso Gálvez Morillas

La meditación, que tuvo lugar el 26 de enero de 2014, puede escucharse haciendo clic aquí (es un archivo de audio de 56 minutos de duración). Añado a continuación, a modo de resumen personal, algo de lo que he escuchado en esta homilía, aportando también mi cosecha personal a raíz de la escucha de esta meditación.


Tomando como base la fe del centurión, el padre Alfonso [cuya onomástica es hoy] nos va señalando dónde y cómo se encuentra la verdadera fe. Y plantea una serie de preguntas a las que les va dando una respuesta que, para muchos, puede ser esclarecedora y hacerles bien. Aquí indico sólo la idea principal con la que yo me he quedado.

¿Qué ha pasado con la Iglesia? ¿Cómo es posible que el Concilio Vaticano II, que nació con el propósito de ser sólo pastoral (y nada más que pastoral), un concilio en el que se dijo expresamente que la Doctrina Católica de siempre no se tocaría de ninguna de las maneras ... y, siendo esto así, sin embargo, es el único Concilio que se quiere imponer, además, de modo obligatorio, como si fuese el único que ha existido en la Iglesia? [Concluyó con una misa celebrada por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965, de modo que su antigüedad es de poco más de cincuenta años]. Esto es algo que no había ocurrido con ninguno de los veinte concilios anteriores (al menos, que el padre Alfonso recuerde) los cuales, por otra parte, nunca fueron meramente pastorales sino también dogmáticos: no pueden separarse el Dogma y la Moral católica, que siempre van unidas.

Hoy nos podemos encontrar en la Iglesia con muchas cosas que nos desconciertan. Hay, por ejemplo,  ciertos movimientos dentro de la Iglesia que han sido aceptados -y promovidos incluso- por el Papa; y, sin embargo, aparecen en ellos -en sus estatutos- algunas ideas completamente discordantes con lo que siempre ha dicho la Iglesia. Como católicos lo acatamos, pero no lo entendemos. 

Consideramos que se trata de una prueba de fe, pues -entre otras cosas- la fe nos exige la obediencia a la Jerarquía, aunque no siempre se entiendan cierto tipo de actuaciones, como le ocurría también a la Virgen María, que no entendía todo lo que su Hijo hacía ... Y entonces, guardaba estas cosas en su corazón y las meditaba. 

Ciertamente Jesús no podía equivocarse. Y todas sus acciones eran las que tenían que ser. No ocurre así, precisamente, con muchos de los Papas que han gobernado la Iglesia desde su fundación. Y, sin embargo, y a pesar de todo, el cristiano no puede separarse de la Iglesia, no puede formar su propia Iglesia, no puede hacer la guerra por su cuenta. La fidelidad a la Iglesia es fundamental:  "Ubi Petrus, Ibi Ecclesia", es decir, "donde está Pedro, está la Iglesia". 

Ahora bien: dicho lo cual es preciso no perder de vista que si alguien predica a un Cristo "facilón", que comulgue con las ideas del mundo, ese tal ya no está predicando al verdadero Jesucristo, ni su "mensaje" es el de la Iglesia. "Yo predico a Jesucristo -decía san Pablo- y a éste, crucificado" (1 Cor 2, 2). Es ésta una nota esencial del cristianismo. Sin la cruz, sin el esfuerzo, sin el sacrificio, sin la entrega de la propia vida, no podemos encontrar al Señor, el cual es muy claro, en este sentido, como lo es en cualquier otro: "El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí" (Mt 10, 38). "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). 

Por otra parte, vemos cómo las Iglesias se están vaciando, vemos que hay muchos "cristianos" que no creen en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, que consideran que el pecado es algo propio de culturas antiguas ... y un largo etcétera. Es verdad que,  en gran parte, eso se debe a la existencia de malos pastores que han escamoteado la verdad a sus fieles y que los han engañado ... pero, a fuer de ser sinceros, lo cierto y verdad es que, aun así, de modo más o menos consciente, es preciso reconocer que sólo han sido engañados aquellos que han aceptado ese engaño ... por las "razones" que sean.

Los fieles de buena voluntad, en cambio, no pueden ser engañados: tales son los que conocen el auténtico Magisterio de la Iglesia de toda la vida e intentan vivir conforme a lo que siempre han creído todos los verdaderos cristianos que los han precedido. 

La regla a seguir nos la da San Vicente de Lerins, en su Conmonitorio. Esto dice: 
"En la misma Iglesia católica es necesario velar con gran esmero para que profesemos como verdadero aquello que ha sido creído en todos los lugares, siempre y por todos. La expresión suena mejor en latín: "Quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus creditum est".
Las verdades de la fe de la Iglesia, contenidas en el Catecismo para ser más asequibles a todos, están ahí y pueden ser conocidas por todo aquel que lo desee sinceramente. El que yerra, en este sentido, y es ignorante, lo es porque no ama la verdad, pues puede salir de su ignorancia si de veras lo desea. Cada uno es responsable de sus propios actos ante Dios ... y no puede escudarse en la existencia de malos pastores, como justificación de su  mala conducta.

Aquí no se discute acerca de la autoridad de la Jerarquía, la cual se acata, por supuesto ... pero en el corazón de un cristiano, que lo sea de veras, en el corazón de un católico no puede acatarse (asumirse) TODO cuanto diga el Papa de turno, sólo aquello que esté en conformidad con lo que siempre ha dicho la Iglesia. Y actuando así es como será realmente fiel a la Iglesia, a la verdadera Iglesia. No se puede pensar en la palabra de un Papa como Palabra de Dios: sus palabras son sólo infalibles cuando hablan "ex cathedra"; en otros puntos pueden estar equivocados, máxime si hablan de asuntos que no les competen, como podría ser el cambio climático o las inmigraciones, por ejemplo. Nadie está obligado a pensar, en esos temas, del mismo modo en el que lo haga un Papa, pues hablando así no actúa como vicario de Cristo, sino a título personal.

La papolatría es hoy un peligro que debemos evitar, a toda costaPor supuesto que tenemos la obligación de respeto, cariño y obediencia para con los representantes de Cristo en la Tierra, y de modo especial a los Papas, pero sin olvidar que el Magisterio de la Iglesia es uno y es único, no es propiedad de ningún Papa. Decía san Pablo: "Os escribo para que obréis el bien, aun cuando nosotros fuéramos dignos de reprobación. Pues nada podemos contra la verdad, sino en favor de la verdad" (2 Cor 13, 7-8). Y en otro lugar: "Aunque nosotros mismos o un ángel del Cielo os anunciara un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!" (Gal 1, 8) ... 

Todo esto son palabras que debemos grabar muy bien en nuestro corazón porque al ser palabras de la Biblia son Palabra de Dios y, por lo tanto, su auténtico autor es el Espíritu Santo. Jesucristo, Nuestro Señor, instituyó tanto la Iglesia como el Papado, siendo Pedro el primer Papa, pero nuestra obediencia es a la Verdad y al Mensaje enseñado por Jesucristo a sus Apóstoles para que lo dieran a conocer a todas las gentes, en completa y total fidelidad a lo que habían recibido.

De manera que ningún Papa, por muy Papa que sea [es un modo de hablar], puede actuar en contra de aquello que ha sido dogmáticamente definido por el Magisterio anterior. Las verdades de la fe no pueden cambiarse. Cierto que el Evangelio tiene que adaptarse a los tiempos, pero siempre en el sentido de hacer más comprensible el Mensaje, nunca vaciándolo de su contenido y cambiándolo: "Yo aseguro a todo el que oiga las palabras de la profecía de este libro: si alguien añade algo a esto, Dios enviará sobre él las plagas descritas en este libro; y si alguien sustrae alguna palabra a la profecía de este libro, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa que se describen en este libro" (Ap 22, 18-19). 

Por lo tanto, para no perdernos, hay que tener en cuenta algunas ideas:

Es doctrina perenne de la Iglesia, aunque esto hoy no se dice, que fuera de la Iglesia no hay salvación. Ésta sólo es posible por, con y en Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, a la que se nace por medio del bautismo. De ahí la importancia fundamental de expandir el Mensaje de Cristo a todo el mundo: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado" (Mt 28, 19-20a). "Quien crea y sea bautizado se salvará; pero quien no crea, se condenará" (Mc 16, 16). 

Si se diera una conversión de la Iglesia al mundo ... y la Iglesia se hiciera mundana, en sus documentos, aun cuando nos sigamos manteniendo dentro de la Iglesia (¡la verdadera!) no podríamos obedecer aquellos documentos eclesiales que se apartaran del sentir de la Iglesia de siempre y que supongan una claudicación hacia el mundo. De hacerlo, nos perderíamos, porque actuaríamos en contra de la voluntad de Dios. ¿Por qué? Pues porque esos documentos, aunque tengan su origen en la Curia o incluso aun cuando fueran firmados por el Papa, contradicen la Enseñanza de la Iglesia ... ante lo cual sólo podemos y tenemos que reaccionar del mismo modo en el que lo hizo san Pedro, el primer Papa, cuando dijo al Sanedrín [máxima autoridad religiosa y política en aquellos tiempos, para los judíos, como lo es hoy el Papa para los cristianos]: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech 5, 29). 

Nuestra fidelidad a la verdadera Iglesia tendría que manifestarse, entonces, en la desobediencia a esas leyes "mundanas" (aunque provinieran de representantes cualificados de la Curia e incluso del mismo Santo Padre que gobernara la Iglesia en ese momento) porque no serían verdaderas leyes, al incurrir en contradicción con la Ley de Dios

Será ésta una gran prueba (¡una prueba que hoy estamos ya viviendo, aunque aún no ha llegado a su cenit!) ... que se irá manifestando con más virulencia a medida que pase el tiempo. Y, sin embargo, no debemos asustarnos pue esto es algo que el Señor nos predijo  ya que ocurriría: "Se acerca la hora en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios" (Jn 16, 2) (...) "Os digo esto para que cuando llegue la hora os acordéis de ello, de que ya os lo anuncié" (Jn 16, 4).

El Concilio Vaticano II ha supuesto -de hecho- un punto de inflexión en la Iglesia en el sentido de haberse rendido ante los movimientos progresistas y  aplaudiendo todo cuanto el mundo hace. Nosotros tenemos que mantenernos en la Iglesia, pues fuera de ella no podemos salvarnos. Esta idea es esencial. No debemos olvidarla y precisamente por ello, no podemos actuar nunca en contra del Magisterio auténtico de la Iglesia, el cual no cambia ni con el tiempo ni con los diversos lugares de la tierra. Siempre es el mismo, aunque siempre nos dice algo nuevo. Su actualidad es permanente, como Palabra de Dios que es. Y por eso mismo, el Magisterio actual de la Iglesia no puede anular ni poner en tela de juicio el Magisterio anterior: "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb 13, 8) y sus Palabras son Espíritu y  Vida, siempre son actuales y aplicables a todos los tiempos y lugares.

No se puede diluir el Mensaje de Jesucristo para adecuarlo a los pensamientos del mundo. Si eso sucediera en la Iglesia "burocrática", nuestra pertenencia a la Iglesia no estaría relacionada con dicha "iglesia" (que no sería tal Iglesia). Tal pertenencia a la Iglesia de Cristo está intrínsecamente ligada con nuestra fidelidad al verdadero Magisterio. Ningún Papa puede cambiar el Mensaje de Jesucristo. De hacerlo no estaría cumpliendo su misión, que es la de conservar íntegro el Depósito de la Fe, que ha recibido, y transmitirlo de igual modo a las siguientes generaciones (cfr Tim 6, 14.20). 

Hoy los medios de difusión de la mentira son muy numerosos y muy poderosos. Las fake-news están a la orden del día: ¡qué raro es encontrar noticias fieles a la verdad! Siempre suelen ser medias verdades (o medias mentiras, si se quiere: mentiras, en definitiva). La mentira es la que domina hoy el mundo en el que vivimos. Una vez más se cumplen las palabras de Jesús, como no podía ser de otra manera, puesto que es Dios y no puede equivocarse: "realmente" el Diablo (padre de la mentira y de todos los mentirosos) es el príncipe de este mundo que ha entronado a la mentira (Jn 16, 11; cfr también 2 Cor 4, 4). Y, junto al Diablo, el teatro y la farsa se han introducido también en la Iglesia. 

¿Y qué es lo que tenemos que hacer, entonces, si no queremos perdernos? Bueno, la receta (si es que se puede hablar así) es antigua, en cierto sentido, pero siempre es nueva y actual en tanto en cuanto está relacionada directamente con la Palabra de Dios. Éste es el único remedio: Oración, humildad,  intento serio de seguir a Jesucristo por amor. Y luego, por supuesto, la práctica de los sacramentos.  Esto -y sólo esto- es lo único que nos puede llevar a la verdadera fidelidad a la Iglesia (¡a la auténtica Iglesia!) y, por lo tanto, a la salvación.

Por eso hay que confesarse, pues el pecado es la causa de todos los males. Es a causa de él de donde han salido los "políticos", los malos pastores, los cobardes, los malvados, los que viven según sus propios deseos, etc. La oscuridad que sufrimos se hace, a veces, muy grande, impenetrable ... pero si lo amamos seguiremos creyendo en Él.

Porque si hay algo claro es que Él no nos abandona. No estamos solos. Además, la virgen María, nuestra Madre, nos ayuda. De eso estamos seguros. Y esa es la gran razón, precisamente, por la que no podemos ser engañados si no queremos serlo. Tengamos siempre "in mente" que "la victoria que vence al mundo es nuestra fe" (1 Jn 5, 4). 

Una fe, que tiene que ser como la del centurión, y siempre consecuencia de la confianza y del amor a Jesucristo.  
José Martí

Los favorecidos por el Papa Francisco deterioran la credibilidad de la ‘tolerancia cero’ (Carlos Esteban)



El caso Zanchetta no ha podido ser más inoportuno, saltando a los medios a poco de iniciarse la reunión episcopal que deberá encontrar una solución a los escándalos de pederastia en el clero. Pero también es la enésima confirmación de que el Papa tiende a rodearse de un equipo que resta credibilidad a su política de ‘tolerancia cero’.

Los refranes no son el Evangelio; son solo sabiduría popular, a menudo acertada, pero no infalible. Afortunadamente, porque las conclusiones de aplicar a Su Santidad el refrán “dime con quién andas y te diré quién eres” nos llevarían a la desesperación.

En cualquier caso no ayudan en absoluto a afianzar la credibilidad de un pontificado que aspira a embarcar a la Iglesia universal en grandes cambios que la alejan de lo que ha sido hasta ahora, fiada en la autoridad del Pontífice, una autoridad a la que a veces parece renunciar y que otras ejerce con una minuciosidad rayana en la extralimitación de competencias.

Y, pues se nos pide que avancemos a tientas por un terreno desconocido, la confianza en la persona es aquí más importante que con otros Papas, una de las razones que hacen especialmente importante la gente de la que se rodea. Y la nómina es tan casi unánimemente desastrosa que cuesta achacarlo todo exclusivamente a un desafortunado azar.

El avezado vaticanista Marco Tosatti hace en su blog, Stilum Curiae, un repaso inmisericorde. Desde el primer día, además, o incluso desde antes, empezando por la ya célebre ‘mafia de San Galo’ que promovió su candidatura en el pasado cónclave. Sin entrar en la cuestión de si los esfuerzos del grupo fueron los responsables de la elevación de ‘su hombre’ al Papado o si sus deseos coincidieron con la inspiración del Espíritu Santo, lo cierto es que Francisco no se ha mostrado ingrato con ellos. Aparecer junto al Pontífice recién proclamado en la ‘loggia’ de San Pedro es un extraordinario privilegio que le cupo al cardenal belga Godfried Danneels, arzobispo emérito de Bruselas-Malinas.

Danneels tiene el dudoso honor de haber sido, en la primera oleada de escándalos iniciada en 2002, durante el pontificado de Juan Pablo II, el único cardenal europeo hallado culpable de encubrir un caso de pederastia. Cubrió en su día a un obispo que había abusado de su propio sobrino, llegando a hablar por teléfono con el joven para intimidarle, al punto que se cursó una petición para que no acudiese al cónclave que tanto había trabajado por manipular. Y éste es el hombre a quien el Papa no solo quiso tener a su lado en su primera presentación ante los fieles, sino que le invitó a participar en el Sínodo de la Familia.

De McCarrick no hace falta hablar mucho. Cuando Francisco llegó al Papado, el arzobispo emérito de Washington era un cardenal jubilado a quien Benedicto había pedido discretamente -punto sobradamente confirmado por el cardenal Ouellet con el evidente placet papal- que se retirase a una vida alejada de los focos, de oración y penitencia, debido a las informaciones sobre su reprobable conducta homosexualmente promiscua con sacerdotes y seminaristas. No es que el hiperactivo cardenal hiciera mucho caso, pero al menos la Santa Sede prescindía de sus servicios hasta que llegó Francisco y le puso a viajar -China, Armenia, Irán, Arabia Saudí- en delicadas misiones diplomáticas.

Otro que -este sí pública y oficialmente- fue obligado a llevar una vida retirada de oración por su sucesor al frente de Los Ángeles, el arzobispo José Horacio Gómez, fue el cardenal Mahoney, el más alto cargo implicado en encubrimientos masivos de sacerdotes pedófilos en la primera oleada de escándalos. Francisco pidió a Mahoney que le representara en una ceremonia de conmemoración en una diócesis norteamericana, evento al que sólo renunció cuando las protestas se hicieron demasiado audibles. Mahoney sigue dando conferencias y presidiendo cursos, mientras que el arzobispo que le intentó disciplinar en vano, pese a ocupar un arzobispado tan poblado y prestigioso, sigue sin recibir el capelo cardenalicio. ¿Por osar castigar a un amigo del Papa o por pertenecer al Opus Dei?

El supuestamente encargado por el grupo de San Galo para sondear a Bergoglio y conocer sus intenciones era, de estos, el más cercano al entonces cardenal argentino, el difunto cardenal Murphy O’Connor. Doctrina de la Fe, entonces en manos del cardenal Gerhard Müller, nombrado por Benedicto, investigaba unas acusaciones contra el cardenal británico según las cuales había protegido a un sacerdote pedófilo en su diócesis cuando, en mitad de una misa, Müller se vio interrumpido con el aviso de que se presentase inmediatamente en la sacristía, donde le esperaba el Papa. Allí, un airado Francisco le ordenó que detuviera inmediatamente la investigación, sin más explicaciones, a lo que el cardenal alemán accedió.

El favor mostrado desde el primer día por Francisco hacia estos personajes, de pasado cuestionable, puede disculparse por un sentido exagerado de la gratitud. Pero es que los nombramientos posteriores no han sido en absoluto mejores. Solo hay que fijarse en el coordinador del consejo asesor de cardenales y mano derecha de Francisco en Latinoamérica, el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa. El investigador enviado por el Papa a la capital hondureña volvió con un voluminoso dossier en el que había de todo, desde multimillonarios enjuagues financieros -hablamos del país más pobre de Latinoamérica- hasta la escandalosa conducta homosexual desinhibida de su obispo auxiliar Pineda, acusado de abusos por seminaristas y que vivía en las lujosas instalaciones del obispo con su amante. Pineda tuvo que acabar renunciado, pero Maradiaga parece hecho de teflón.

Sorprendió también en su día el empecinamiento del Papa en nombrar a Juan Barros obispo de Osorno contra la opinión unánime del episcopado chileno. Las víctimas del pederasta condenado padre Karadima le hicieron llegar informes de que Barros, pupilo de Karadima, asistía aquiescente a sus abusos, y el Papa les llamó “calumniadores”. Hasta tres veces presentó Barros la renuncia antes de que Francisco, al fin, la aceptara, no sin convocar antes a todos los obispos chilenos, que presentaron colectivamente su renuncia, no aceptada.

Monseñor Ricca saltó a la noticia con un sonado escándalo homosexual, que el Papa ‘recompensó’ poniéndole al cargo de las finanzas vaticanas. Sobre Ricca, precisamente, fue la pregunta que en una de las ruedas de prensa de avión motivó una de las frases de Francisco que se han hecho más famosas: “¿Quién soy yo para juzgar?”.

Carlos Esteban