Ha querido la Providencia que hoy coincidieran en las páginas de información religiosa dos noticias que marcan un fuerte contraste. Por un lado, la correspondencia del defenestrado Theodore McCarrick aclara que el entonces cardenal se sabía sancionado a una vida de silencio y oración, y así lo reconocía ante su sucesor, el cardenal Donald Wuerl, arzobispo emérito de Washington. Por otro, en una enésima entrevista, esta concedida a la cadena mexicana Televisa, el Papa repite enfático que no sabía nada de McCarrick, ni una palabra, ni noción.
Algo falla, ¿no? El titular más generalizado es que la realidad vuelve a dar la razón al arzobispo Carlo Maria Viganò, aún en paradero desconocido, frente a quienes se han cansado de denigrarle. Pero otra vertiente de la noticia es que, sabiéndolo Wuerl, es muy duro creer que no lo supiera el Santo Padre. No es el tipo de información que un cardenal quiera guardarse para sí, más aún sabiendo que un nuncio y otras diversas personas cercanas a Roma lo sabían. Menos aún un hombre de la total confianza de Francisco, como se ocupó de expresar en la cariñosa y elogiosa carta con que aceptó su renuncia al frente de la archidiócesis capitalina.
Naturalmente, no es del todo imposible que Wuerl prefiriera, inconcebiblemente, guardárselo para sí, o que lo comunicase al Papa y éste lo olvidara, como olvidó haber recibido la carta de una de las víctimas de abusos en Chile, aunque el cardenal O’Malley asegurase haberla entregado en mano, o como en aquella entrevista con la agencia Reuters, en la que afeó a los firmantes de las Dubia que el Santo Padre tuviera que enterarse de la carta por la prensa, pese a que en la Congregación para la Doctrina de la Fe hubieran recibido de él instrucciones de no responder a la copia que les había llegado también a ellos tres meses antes.
Pero si hay contradicciones en Francisco que pueden achacarse a su mala memoria, en la entrevista concedida a la cadena mexicana se suceden otras con tanta rapidez y en tan escaso espacio que nos parece más sencillo achacarlo a un método pedagógico contra la funesta manía de ansiar la claridad.
Podríamos detenernos en muchas contradicciones menores, como cuando denuesta que los países quieran conservar su identidad y sus raíces y, pocos párrafos más adelante, ensalza la necesidad de conservar y aun mimar las propias raíces, o cuando pasa de aconsejar el diálogo como ‘bálsamo de Fierabrás’ para curar los más complejos problemas a rechazar tajantemente ese mismo diálogo con los narcos (“A mí me suena mal… Es como si yo para ayudar a la evangelización de un país, pactara con el diablo”).
Pero, ya digo, son cosas menores, sin otra importancia que la de reflejar cierta ofuscación, semejante a la que le lleva a decir que “cada vez hay más pobres con menos de lo mínimo para vivir”, cuando basta ir a cualquier estadística de esa ONU que tanto aprecia para saber que es al contrario y que cada vez hay MENOS pobres.
Lo grave, la contradicción más llamativa, se refiere a algo con lo que lleva mucho tiempo machacando, que se ha convertido en verdadero ‘leit motiv’ de su prédica moral: la maledicencia. De ella ha hablado siempre sin miedo a la exageración, comparándola en Perú con el terrorismo, diciendo que “mata”, presentándola a grupos de ordenandos como la tentación más peligrosa.
Incluso en esa misma entrevista nos aclara que dio a Gustavo Zanchetta, nombrado por él mismo previamente obispo de Orán, un cómodo y prestigioso puesto en la estructura vaticana, a su lado, pese a haber tenido que renunciar a su sede por mala gestión, abuso de poder y exhibición obscena, “por respetar la presunción de inocencia”. Reconoce que le llegaron las fotos impúdicas en las que el obispo se exhibía a otros por las redes, pero que Zanchetta le convenció de que le habían ‘hackeado’ el teléfono y, así, “no había pruebas”. No sé cómo se puede ‘hackear’ un teléfono para que aparezca la foto de un obispo desnudo en pose provocadora, pero eso es otra cuestión.
Bien, bueno, un gestor, un líder, no daña la presunción de inocencia por retirar a un pastor sospechoso, porque perder un cargo no es castigo alguno ni nadie tiene derecho a él, sino que existe para servir a los otros. Pero alegrémonos, al menos, de que Su Santidad se pase por ese lado y no por el contrario, que peque de ingenuidad antes que de recelo y suspicacia.
Pero eso casa mal, muy mal, con lo que dice a continuación cuando habla del arzobispo Viganò. Recuerda el Santo Padre que, preguntado por el célebre Testimonio en el avión de vuelta de Dublín, pidió a los periodistas que lo leyeran y llegaran a sus propias conclusiones. Y añade: “ Y eso es lo que hicieron porque el trabajo lo hicieron ustedes, sobre eso fue genial, y me cuidé muy mucho de decir cosas que no estaban ahí pero después las dijo, tres o cuatro meses después, un juez de Milán cuando lo condenó”.
¿Está diciendo de verdad Francisco que un juicio civil por el típico lío de una herencia familiar, que el arzobispo pudo y no quiso recurrir, tiene alguna relación con la veracidad de su carta pública? ¿Cómo, por qué, en qué sentido?
La periodista también parece haber sentido esa perplejidad que nos invade, porque replica: “¿Lo de su familia dice?”, a lo que Francisco responde: “Claro. Me callé, para qué voy a ensuciarlo. Que los periodistas encuentren la cosa. Y ustedes lo encontraron, encontraron todo ese mundo. Fue un silencio de confianza hacia ustedes, más aun, esa es una de las razones. Dije: “Acá tienen, estúdienlo, esto es todo”. Y el resultado fue bueno, fue mejor que si yo me pusiera a explicar, a defenderme … Ustedes juzgaron con las pruebas en la mano”.
¿Qué pruebas, Santidad? ¿Las que ahora han salido a la luz en la correspondencia de McCarrick, dando la razón al arzobispo?
Pasa luego a comparar su reacción con la de Jesucristo y concluye: “Y esa carta era un ensañamiento como después ustedes se dieron cuenta por los resultados, que era una cosa incluso… alguno de ustedes publicó que era pagada, no sé, esto no me consta, no, pero voy a las consecuencias de algunos”.
Como dijo en su momento el Santo Padre, saquen ustedes sus propias conclusiones.
Carlos Esteban