“Muchos hijos e hijas de este país, de diferentes Iglesias y comunidades cristianas, han sufrido el viernes de la persecución, han atravesado el sábado del silencio, han vivido el domingo del renacimiento”, recordó Su Santidad, reunido con el Patriarca Daniel y los Obispos del Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa en la primera jornada de su viaje apostólico a Rumanía.
Esta persecución, este martirio de tantos, señaló el Santo Padre, “es una herencia demasiado valiosa para que sea olvidada o mancillada. Y es una herencia común que nos llama a no distanciarnos del hermano”.
La feroz persecución comunista contra toda forma de fe transcendente, rival de esa inhumana ideología materialista, tuvo como feliz subproducto difuminar las diferencias entre los cristianos de confesión ortodoxa, mayoritarios en el país, y los católicos de ambos ritos, que constituyen una nutrida minoría en Rumanía. Permitió así, dijo el Papa, un redescubrimiento de la memoria. “No la memoria de los males sufridos e infligidos, de juicios y prejuicios, que nos encierran en un círculo vicioso y conducen a actitudes estériles sino la memoria de las raíces”.
La apelación a las raíces, a la memoria, a un pasado compartido se ha convertido en una referencia cada vez más común en los mensajes papales, y encuentran un eco especialmente significativo en contraste con una Europa, recién salida de unas elecciones comunitarias, que parece más empeñada en el olvido que en la memoria de su identidad original cristiana.
Pero si el Papa recordó con dolor la época oscura en la que una ideología deshumanizada y totalitaria aplastaba al país y desataba una de las peores persecuciones contra la fe y se ha congratulado de la apertura del país a una nueva prosperidad y libertad, no ha querido ser menos severo con el pensamiento actual, menos ideológico pero no menos materialista y desesperanzador e implacablemente destructor de las raíces.
“Son muchos los que se han beneficiado del desarrollo tecnológico y el bienestar económico, pero la mayoría de ellos han quedado inevitablemente excluidos, mientras que una globalización uniformadora ha contribuido a desarraigar los valores de los pueblos, debilitando la ética y la vida en común, contaminada en tiempos recientes por una sensación generalizada de miedo y que, a menudo fomentada a propósito, lleva a actitudes de aislamiento y odio”.
Europa, ha alertado, corre el riesgo de dejarse arrastrar por “las seducciones de una cultura del odio e individualista”, que si bien no tiene la carga ideológica del pasado régimen marxista, es “más persuasiva e igual de materialista”.
Carlos Esteban