“Son signos que por sí mismos no representan la autenticidad de la creencia”, señala el cardenal Ravasi en la larga entrevista concedida al diario italiano Il Corriere de la sera. “Cristo condena a quienes ocupan los primeros puestos en la sinagoga, a quienes alargan las filacterias […] Uno no se salva por manifestaciones externas, sino por una profunda adhesión a las elecciones morales y existenciales”.
Por supuesto, el cardenal tiene toda la razón del mundo. Besar un rosario no te hace católico. Matteo Salvini, presumiblemente, está bautizado, y eso sí te hace católico mientras no apostates, aunque seas un pésimo católico. Naturalmente, tampoco vestir de rojo te convierte en cardenal, ni de púrpura en obispo.
La disonancia cognitiva en la cúpula eclesial empieza a ser alarmante, bajo esta ‘renovación’ que ya ha acelerado la ‘fuga’ de católicos a ritmos desoladores y que parece decidida a continuar hasta quedarse solos. Oímos casi cada mes cómo nos piden que hablemos y callemos, en días alternos; cómo el silencio es bueno y es malo, según y cómo. Y después de asegurarnos una y otra vez que la maledicencia es lo peor de lo peor, al nivel del terrorismo, llega un curial para insinuar que Salvini no es verdaderamente católico, que es sólo un hipócrita, o al menos que su invocación a los símbolos católicos, raíz de la nación que pretende gobernar, lo es.
Claro que Ravasi sigue en este ‘doblepensar’ al propio pontífice, que en una reciente entrevista concedida a Televisa insinuó que Carlo Maria Viganò había denunciado por dinero la connivencia vaticana con el ex cardenal McCarrick, condenándose a una vida de fugitivo, y que perder en un juicio de herencias sin ninguna relación -ni interés- probaba de algún modo que su testimonio no era fiable, pese a que no ha hecho más que confirmarse desde que fue publicado.
Pero si el signo no es la cosa, si besar un rosario no te hace necesariamente católico, lo contrario es más dudoso. De la abundancia del corazón habla la boca, dice la Escritura. Tener gestos de cariño con alguien puede ser hipocresía; que el amor no se exprese en signos visibles, aparentes, es ya más raro.
Como es raro representar una fe que cree que cada uno de nosotros ha sido redimido y tiene en su mano aceptar esa redención y vivir por toda la eternidad en la Casa del Padre o, por el contrario, rechazarla y elegir una eternidad de tormento, y apenas hablar de ello, prefiriendo insistir en cuestiones políticas del momento que ya cuentan con sus activistas y representantes.
Puede haber manifestación exterior sin adhesión interior, naturalmente; pero es mil veces más raro que haya adhesión interior, fe, sin manifestación exterior. Cuesta creer en la convicción de personas que dicen creer en el vertiginoso dilema que es la vida de todas las almas en este mundo pero que no lo predican ‘a tiempo y a destiempo’, enredados en problemas mundanos de cuestionable solución.
Carlos Esteban