Quienes venimos observando, desde su inicio, el Pontificado del Papa Francisco vemos crecer día a día nuestra zozobra e inquietud. Es que ya no se trata de algún gesto o dicho inconveniente, ambiguo u oscuro. No se trata, siquiera, de un documento asaz cuestionable como Amoris laetitia. Se trata de una verdadera escalada de textos y documentos varios que no tienen siquiera a su favor la ambigüedad ya que son clara y manifiestamente contrarios a la Fe Católica.
Con apenas unos pocos días de diferencia han llegado a nuestro conocimiento dos textos particularmente graves por su contenido y por su más que inequívoca intención de poner en marcha una Iglesia que nada tiene que ver con la verdadera Iglesia de Cristo. Nos referimos al Documento preparatorio o Instrumentum laboris del próximo Sínodo del Amazonia a celebrarse en el mes de octubre de este año (y dado a conocer el pasado 17 de junio) y al Discurso pronunciado por el Papa Francisco el 21 de junio pasado en la ciudad de Nápoles al clausurar el Congreso La Teología después de la Veritatis gaudiumen el contexto del Mediterráneo organizado por la Pontificia Facultad Teológica de la Italia Meridional.
Ambos Documentos tienen algo en común: uno y otro están referidos a espacios humanos -entendidos íntegramente, esto es, en la conjunción de sus elementos geográficos, históricos, culturales y religiosos- asumidos como espacios teológicos desde los cuales y en los cuales la Iglesia se propone a sí misma de un modo absolutamente novedoso, en franca ruptura con la voluntad y el mandato de su Divino Fundador, Jesucristo. En el primer caso, se trata de la Región Sudamericana de la Amazonia; en el segundo, del espacio bañado por el Mar Mediterráneo.
De este modo, para el Instrumentum laboris la Amazonia es una suerte de espacio idílico o edénico, una región “llena de vida y de sabiduría” (n. 5) en la que la vida “se identifica, entre otras cosas con el agua” (n. 8) y cuyos habitantes originarios son descriptos como pueblos colmados de sabidurías ancestrales a las que una Iglesia, convertida pastoral, ecológica y sinodalmente (n. 5) debe prestar atenta escucha: “La escucha de los pueblos y de la tierra por parte de una Iglesia llamada a ser cada vez más sinodal, comienza por tomar contacto con la realidad contrastante de una Amazonía llena de vida y sabiduría. Continúa con el clamor provocado por la deforestación y la destrucción extractivista que reclama una conversión ecológica integral. Y concluye con el encuentro con las culturas que inspiran los nuevos caminos, desafíos y esperanzas de una Iglesia que quiere ser samaritana y profética a través de una conversión pastoral” (n. 5).
En lo que se refiere al otro espacio, el Mediterráneo, el Discurso de Nápoles contiene consideraciones bastante similares. Si en la Amazonia de lo que se trata es de “inculturar” el Evangelio fomentando “el diálogo intercultural, interreligioso y ecuménico” (n. 11) -lo que, a la postre termina siendo no una auténtica inculturación (la que presupone una purificación de las culturas a ser evangelizadas a fin de que sean aptas para recibir el anuncio del Evangelio) sino un verdadero sincretismo religioso y cultural en el que coexistan dos cosmovisiones, la amazónica y la cristiana-, en el caso del Mediterráneo lo que se busca es formular una “teología apropiada” al espacio en el que se vive y trabaja, llamada a ser “una teología de la acogida que sirva para desarrollar un diálogo sincero con las instituciones sociales y civiles, con centros universitarios y de investigación, con las autoridades religiosas y con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir pacíficamente una sociedad inclusiva y fraterna y también para custodiar la creación”. En esta “teología” están excluidos la apologética y el proselitismo (este último calificado como “peste”) y sus caminos por excelencia son el discernimiento y el diálogo. Digamos, además, que tanto en el caso de la Amazonia como en el del Mediterráneo, estos “espacios” se proponen como paradigmáticos y, por lo mismo, extrapolables a toda la Iglesia.
Es fácil advertir que en uno y otro caso la esencia misma de la evangelización está radicalmente subvertida. No se trata ya del anuncio de la Buena Nueva y del Id y enseñad a todas las naciones bautizándolas en el nombre del padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28, 19) sino de algo radicalmente distinto y opuesto. En efecto, la Iglesia que enseña ha sido sustituida por una Iglesia que escucha (no a Dios sino a los hombres) y aprende (no de Dios sino del mundo); el mensaje de salvación ha quedado reducido a un vago y evanescente humanismo cuyas miras no van más allá de una fraternidad inmanente e intramundana: la cuestión de fondo, proclama el Instrumentum laboris, citando a Evangelii gaudium, es la “preocupación por una sociedad justa, capaz de memoria y sin exclusión” (n. 37); y el Discurso va en la misma dirección al proponer una teología cuya finalidad última es el anuncio del Reino de Dios “cuyo fruto es la maduración de una fraternidad siempre más extensa e inclusiva”.
La atenta lectura de ambos textos nos pone frente a una Iglesia y a una Teología en la que toda noción salvífica ha sido borrada por completo. En vano se buscará en el Instrumentum laboris la menor mención de la misión salvífica de la Iglesia; más aún, cualquier pretensión de que sólo en Cristo y en la Iglesia se encuentran la salvación de los hombres (extra Ecclesia nulla salus) es calificada como “una actitud corporativista, que reserva la salvación exclusivamente al propio credo” y que, en definitiva, resulta “destructiva de ese mismo credo” (n. 39). Por su parte, el Discurso de Nápoles propone una Teología cuyo sujeto ya no es Dios sino el hombre y cuyo fin no es soteriológico (aunque hable de salvación) sino el mero diálogo entre los hombres y las culturas. El Papa Francisco sueña “con facultades teológicas donde se viva la convivialidad de las diferencias, donde se practique una teología del diálogo y de la acogida, donde se experimente el modelo poliédrico del saber teológico, en lugar de una esfera estática y desencarnada. Donde la investigación teológica sea capaz de promover un esforzado y fascinante proceso de inculturación”. Por otra parte, los teólogos que se dediquen a esta particular teología, “como los buenos pastores, huelen a pueblo y a calle y, con su reflexión, derraman ungüento y vino en las heridas de los hombres”, de modo que la teología “sea expresión de una Iglesia que es “hospital de campo”, que vive su misión de salvación y curación en el mundo”.
Tanto el Instrumentum laboris como el Discurso de Nápoles ofrecen abundante materia para un análisis pormenorizado. No es nuestro propósito detenernos ahora en ese análisis. Lo que intentamos señalar es que uno y otro acusan una forma mentis, que es la del Papa precisamente, que está en franca contradicción con la Fe Católica. Tal contradicción se acusa en tres puntos esenciales. Primero, un Evangelio que no apunta a la salvación del hombre, esto es, un fin trascendente, transhistórico y transmundano sino a un fin inmanente, intrahistórico e intramundano consistente en el logro de una paz y una fraternidad meramente humanas ajenas por completo a la paz y a la fraternidad de Cristo. Segundo, una Iglesia que abdica de su misión de enseñar y bautizar a todos los hombres y las naciones -mandato explícito e inequívoco del Señor- y en su lugar se identifica y se conforma con el mundo entendido no como un sujeto a evangelizar sino como sujeto evangelizador al que se apresta a escuchar y del que se propone aprender en una actitud demagógica disfrazada de diálogo. Los mentores de esta nueva Iglesia olvidan que el presupuesto de todo diálogo es el Logos y que el Logos es Cristo. Tercero, una Teología Sagrada que ya no es un discurso acerca de Dios y de las verdades de la Fe, verdades reveladas por Dios en orden a nuestra salvación, sino una propuesta meramente cultural y política reducida a una burda praxis sociológica infeccionada de trasnochado marxismo, de indigenismo a ultranza, de ecologismo radical, de feminismo de pésima factura y de un hegelianismo de tercera mano. Esto es, un auténtico “batido” de todos los errores y aberraciones del mundo de nuestros días.
Nos viene a la memoria la advertencia del Apóstol de los Gentiles: Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! (Gálatas, 1, 8). Aquí está la clave del verdadero discernimiento: cambiar el Evangelio. La Iglesia puede cambiar y hasta, en algunas situaciones, debe hacerlo. Hay, obviamente, en ella un aspecto histórico que está sujeto a las mudanzas humanas. Pero lo que no puede cambiar jamás es el Evangelio. No hay tiempo, no hay espacio que justifiquen alterar el Evangelio del Señor. Porque la Palabra no se encarnó ni fue proclamada para un tiempo ni para un lugar sino para todos los hombres de todos los tiempos y todos los lugares, siempre la misma, siempre idéntica: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mateo 24, 35).
Reiteramos que estos dos Documentos señalan una escalada del Papa Francisco: en efecto, ya no quedan dudas respecto de adonde apuntan las intenciones y los objetivos de su Pontificado. La Iglesia de Francisco ya está configurada ante nuestros ojos y es imposible cerrarse a la evidencia. Habrá, por tanto, que resistir con firmeza, con mansedumbre, en oración constante, en renovada penitencia, pidiendo a Dios los dones del Espíritu Santo y con la serena certeza de que Cristo ha vencido al mundo.
Mario Caponnetto